Capítulo 10: “El mapa del corazón”

Dos semanas. Eso era todo lo que los separaba del momento que habían imaginado mil veces en sus sueños y en sus palabras susurradas por llamada.

Joaquín ya no caminaba: flotaba. Cada día era una cuenta regresiva escrita en el cuerpo. El mundo le sabía distinto, más liviano, más dulce. A veces se reía solo, recordando frases de Elliot, o cómo sonaba su risa después de un chiste tonto.

En Londres, Elliot dormía con el pasaje impreso debajo de la almohada. “Tonterías de enamorado”, se decía. Pero en realidad era una forma de no dejar que la ansiedad le gane.

Hablaban todos los días, claro. Pero ahora había algo distinto: la promesa del encuentro. Empezaron a imaginar cómo sería todo. Quién abrazaría primero. Quién lloraría. Quién no podría dejar de mirarse.

—¿Y si no te gusto en persona? —le dijo Joaquín una noche, entre risas nerviosas.

—Si eso pasa, me quedo en Costa Rica igual. Me enamoraré otra vez, pero en vivo.

Rieron. Y esa risa fue un pacto.

Esa misma noche, hicieron un juego. Se mandaron notas de voz en las que describían lo que más amaban del otro. Pero no lo físico, sino lo que nadie ve:

—Amo cómo decís mi nombre, Elliot. Lo hacés sonar como si fuera poesía.

—Yo amo cómo te reís cuando estás cansado. Como si tu alma se escapara por un segundo y me mostrara su casa.

Y así fueron dibujando un mapa. El mapa de sus corazones.

Un día antes del viaje, Elliot mandó una foto. Era el ticket del vuelo, con un mensaje simple:

“Llego mañana. Guardame un pedazo de cielo y un poco de tus abrazos.”

Joaquín no contestó de inmediato. Solo vio la imagen. Cerró los ojos. Y suspiró.

Entonces escribió:

“Ya no falta nada. Mañana… mañana te conozco la piel.”