Era sábado. Joaquín salió a caminar por San José con los auriculares puestos, escuchando una playlist que Elliot le había preparado. Canciones suaves, románticas, algunas que no entendía del todo, pero que le hacían sonreír. Cada letra era un susurro de su voz, cada melodía era como tenerlo cerca.
Mientras tanto, en Londres, Elliot estaba en la cocina preparando café. Llevaba puesta una camiseta de Joaquín, que él le había enviado semanas atrás por correo. Aún conservaba su olor, mezclado con su loción corporal. Cada mañana la usaba como un escudo, como una forma de tenerlo ahí.
Se mandaron fotos en tiempo real. Joaquín le mostró las palmeras, el cielo despejado. Elliot le mandó una foto de su taza humeante y de la camiseta, y un mensaje:
“¿Sabías que el café sabe mejor cuando te extraño?”
Joaquín se mordió el labio, como siempre hacía cuando algo le tocaba profundo. Le respondió con una nota de voz:
—Te juro que hoy salí a caminar sintiéndote conmigo. Es como si el océano no existiera. Estás acá, en mi oído, en mi pecho… en todo.
Más tarde, esa misma noche, la videollamada los encontró en sus habitaciones, con luces tenues y ganas de estar. No hablaron mucho. Solo se miraron.
Elliot acariciaba la pantalla con la yema del dedo.
—Quiero tocarte sin que sea a través del cristal.
—Y yo quiero besarte hasta olvidarme de todos los kilómetros que nos separan.
—Tengo ganas de verte, Joaquín…
—Y yo tengo ganas de dejar de desearte para empezar a tenerte.
Silencio. Pero no de vacío, sino de dos almas que se entienden sin hablar.
Entonces Elliot dijo lo que venía pensando hacía días:
—Estuve revisando vuelos. Si todo va bien… en dos semanas podría estar ahí. En Costa Rica. Con vos.
Joaquín se quedó helado. El corazón le brincó como loco.
—¿Lo decís en serio?
—Completamente. No aguanto más. No puedo seguir viviendo solo en videollamadas. Necesito abrazarte.
Joaquín apretó los labios. Cerró los ojos.
—Dame un segundo que voy a llorar…
—Llorá tranquilo. Porque cuando llegue, no te vas a tener que volver a imaginar mis abrazos. Vas a conocerlos en carne y hueso.
Y así, el amor empezó a prepararse para su primer encuentro. Las distancias se acortaban. El deseo se volvía real.
Y el mar… el mar no era un obstáculo. Era solo un puente entre dos corazones dispuestos a cruzarlo.