Capítulo 12 – El lugar donde caben los dos

La puerta del departamento se abrió despacio, como si Joaquín no quisiera que el momento terminara nunca. Elliot dio el primer paso adentro, mirando a su alrededor con ojos brillantes, curiosos, como si todo lo que viera tuviera algo de él.

—Así que… este es tu mundo —susurró Elliot, dejando la valija en un rincón, sin soltarle la mano.

—Ahora es nuestro mundo —corrigió Joaquín con una sonrisa suave, esa que le nacía sólo cuando lo miraba a él.

Entraron. Todo era simple, pequeño, pero acogedor. El aroma a café recién hecho de la mañana todavía flotaba en el aire. Unos cuadros colgaban de las paredes, plantas en las esquinas, y sobre la mesa, una vela que Joaquín había encendido antes de salir al aeropuerto.

—Huele a hogar —dijo Elliot, aspirando profundo, mientras sus dedos acariciaban el respaldo del sillón—. Y no es por la vela.

—¿Por qué entonces? —preguntó Joaquín, acercándose, con esa risa que temblaba de emoción.

—Porque vos estás acá —respondió Elliot, y el silencio entre ellos se volvió algo cálido, como una manta que los cubría.

Joaquín lo abrazó desde atrás, apoyó su mentón en el hombro de Elliot y cerró los ojos. Por fin. No por videollamada, no por letras en una pantalla. Por fin estaba ahí, en su piel, en su cuerpo.

—¿Querés que te muestre el resto? —preguntó Joaquín, con un tono juguetón.

—¿Incluye la cama? —dijo Elliot con una ceja levantada.

—Incluye lo que vos quieras, inglés descarado.

Rieron, rieron como niños, como si no hubiera pasado tanto tiempo esperando ese momento. Recorrieron cada rincón: la cocina donde Joaquín preparaba panqueques en las madrugadas, el pequeño balcón con dos sillas viejas y una maceta llena de flores, el baño que tenía un espejo rajado pero que Elliot encontró encantador. Hasta que llegaron al dormitorio.

La cama estaba impecable, con sábanas nuevas, suaves, del mismo azul que Elliot había dicho que le gustaba. Sobre la almohada, una carta.

—¿Qué es esto? —preguntó Elliot, mirándola.

—Escribí algo para vos anoche. Por si me quedaba sin palabras al verte.

—Spoiler: no te quedaste sin palabras —sonrió.

Elliot la abrió. La leyó en silencio mientras Joaquín lo observaba desde la puerta, nervioso. Cuando terminó, no dijo nada. Solo se acercó, lo abrazó con fuerza, y besó su frente, los ojos, la nariz, hasta llegar a los labios.

—Gracias —susurró—. Nunca nadie me había esperado así.

—Nunca nadie había valido tanto la espera —contestó Joaquín.

Se acostaron sobre la cama sin sacarse ni los zapatos. Solo para estar más cerca. Se quedaron ahí, uno al lado del otro, hablando bajito, riendo de cosas tontas, contando anécdotas, intercambiando miradas que decían más que las palabras.

Se acariciaron los dedos. Se miraron en silencio. El mundo se volvió apenas un murmullo afuera.

Y en medio de esa calma, Joaquín soltó una carcajada.

—¿Qué? —preguntó Elliot.

—Nada. Es que… no puedo creer que estés acá. Te juro, no quiero parpadear por si desaparecés.

Elliot se acomodó más cerca, rozando su nariz con la suya.

—Entonces no parpadees. Yo me encargo de cuidarte los ojos.

Y así, entre chistes malos, caricias suaves y palabras susurradas, se fue apagando el día. No había prisa. El amor se desenvuelve mejor cuando se lo deja florecer lento.