La mañana amaneció tibia en San José. La brisa entraba por la ventana y movía lentamente las cortinas, mientras los rayos del sol acariciaban suavemente los rostros dormidos de Joaquín y Eliot.
—Buenos días —susurró Joaquín, su voz aún ronca por el sueño, mientras miraba a Eliot con ternura.
—Buenos días, amor —respondió Eliot, aún con los ojos entrecerrados—. ¿Esto es real?
—Sí… y si es un sueño, no quiero despertar nunca.
Después de un desayuno liviano pero lleno de sonrisas compartidas, Joaquín miró a Eliot y le dijo con picardía:
—Hoy es un día solo para nosotros. Nada de teléfonos, nada de planes. Vamos a hacer lo que el corazón nos pida.
Primera parada: el mercado.
Joaquín le mostró a Eliot frutas exóticas, le enseñó a decir “mamón chino” y “guanábana” con acento local. Eliot reía a carcajadas cada vez que lo intentaba.
—Estás adorablemente perdido en el idioma —dijo Joaquín.
—Y felizmente encontrado en vos —respondió Eliot, tomándole la mano.
Después caminaron por el centro, sacaron fotos tontas frente a murales callejeros, se regalaron miradas silenciosas, como si cada una dijera: “No puedo creer que estés aquí”.
En una pequeña fonda, probaron casado con carne en salsa y jugo natural de maracuyá.
—Esto está increíble. Quiero aprender a cocinarlo —dijo Eliot.
—Entonces te vas a tener que quedar más tiempo… —dijo Joaquín con una sonrisa pícara.
Eliot se quedó en silencio un segundo, mirándolo con una mezcla de amor y miedo. Joaquín lo notó, pero no dijo nada. No todavía.
Más tarde, en un parque, se tiraron en el pasto. Eliot usó el pecho de Joaquín como almohada.
—¿Podés creer que estamos acá? —preguntó.
—No. Pero tampoco quiero entenderlo. Solo quiero sentirlo.
El sol empezaba a bajar. Volvían caminando lento, sin apuro, como si el tiempo les perteneciera. Joaquín lo tomó de la cintura y lo acercó más. No necesitaban hablar. Cada paso, cada roce de dedos, cada mirada… lo decía todo.
Esa noche, mientras se preparaban para dormir, Eliot lo miró con los ojos brillantes.
—Gracias por este día. Lo voy a guardar en mi alma.
Joaquín le acarició la mejilla.
—Y mañana te voy a regalar otro.