Capítulo 1: Lunes por la mañana

Estoy corriendo.

No porque llegue tarde.

El aire frío me corta la cara y me cuesta respirar, pero no aflojo. Cada paso es una orden que me doy a mí mismo: más rápido, más fuerte.

No voy a frenar. No hoy.

Hoy es el día.

Los exámenes de ingreso a la Central de F.I.N.A.L.

Fuerza de Intervención Nacional y Alto Liderazgo.

Hasta el nombre impone.

La mayoría de la gente no sabe qué hacen realmente. Hay rumores, claro. Que se meten donde la policía no llega, que manejan cosas del gobierno que nadie quiere contar. Que si una polilla gigante aparece, ellos están ahí antes que nadie.

Y si no están, es porque ya lo sabían.

Quiero entrar por mi Padre.

Milo Star.

Oficial de F.I.N.A.L.

Muerto en servicio.

Mi héroe.

Sigo corriendo. Paso a paso, más cerca de esa cúpula inmensa que asoma entre los edificios.

El estómago me da vueltas. No sé si es por nervios o por lo que representa todo esto.

Mi Madre me pidió que no dijera que soy su hijo.

"Zendo, no quiero que te acomoden. Ni que te juzguen por llevar su apellido."

Lo entiendo. De verdad.

Pero, aunque me lo calle... este uniforme, este lugar, esta carrera... todo esto es por él.

La edad mínima para rendir los exámenes es veintiuno, y ya que terminé el colegio hace tres años, estuve preparándome, entrenando y estudiando. Y trabajando medio tiempo. El gimnasio no se paga solo.

Los exámenes son tres:

Uno físico, para ver si tienes cuerpo.

Uno teórico, para ver si tienes cabeza.

Y uno psicológico, para ver si sabes a dónde te estás metiendo.

Si logro pasarlos, entraré a la academia. Estaré nueve meses sin poder ver a mi Madre, pero valdrá la pena: podré ser un oficial de F.I.N.A.L. Aunque no debería pensar en eso, ya que es futuro y tengo que ir un paso a la vez. Primero estos exámenes, y luego la academia.

Doblo la esquina.

Respiro hondo.

Y freno en seco.

Hay un chico en el suelo. Parece de mi edad, complexión parecida a la mía. Está acorralado por cuatro tipos que claramente no tienen nada mejor que hacer un lunes a la mañana. El chico no está herido, pero su expresión lo dice todo: "¿Por qué me están molestando?"

No lo pienso.

—¡Ey!

Los cuatro se giran hacia mí. Uno de ellos se ríe. Otro me escanea de arriba abajo.

—¿Qué pasa, héroe? ¿Quieres una paliza también?

No tengo tiempo para pensar. Apenas uno de ellos gira hacia mí, lo encaro de frente.

—Ey, genios —digo—. ¿No les enseñaron a no meterse con los que no pueden defenderse?

No espero respuesta. Mi puño ya está volando. Impacta de lleno en la mandíbula del primero, que da un par de pasos hacia atrás tambaleando.

El segundo me lanza un golpe al estómago, pero lo bloqueo con el antebrazo y respondo con un directo al pómulo.

De reojo veo al chico de pelo largo. Es más alto que yo, más delgado, la piel pálida y el cabello atado como un samurái. Se mueve como si estuviera bailando un ritmo que solo él escucha. Lleva una katana en la cintura. Una katana real. ¿Quién camina con eso por la calle?

No la desenvaina. Solo saca el mango y lo usa como maza. Golpea el brazo de uno de los matones que intentaba acercarse a él. El tipo grita, pero no se cae. Otro se le viene encima y él le planta una patada directa al pecho, mandándolo al suelo.

Uno me agarra desde atrás, intenta sujetarme los brazos. Giro el torso, le pego un cabezazo hacia atrás y me libero justo a tiempo para esquivar otro puñetazo. Le meto un gancho ascendente que lo deja viendo estrellitas.

—¡Cuidado! —grita el chico al que estaban molestando.

Pero el de la katana ya lo vio venir. Con una precisión ridícula, golpea al atacante en la rodilla con el extremo de la vaina, haciendo que esta se doble y el tipo caiga de lado. Luego le lanza el mango directo al estómago. Todo con la misma expresión indiferente.

Yo, por mi parte, recibo un golpe cruzado que me corta el labio. Me tambaleo medio segundo, pero me afirmo. Aprieto los dientes y le devuelvo el favor con un cruzado limpio.

Poco a poco, los matones retroceden. Dos de ellos ya están en el suelo, otro se sostiene el brazo y el último ayuda al que recibió el rodillazo.

—Están locos... —escupe uno, y todos salen corriendo entre insultos.

Me quedo agitado, los puños aún en alto.

El otro se sacude la ropa como si hubiera esquivado un charco.

—¿Eso era todo? —dice, con un tono que parece más aburrido que desafiante.

Lo miro. Tiene una mancha de sangre en la mejilla... pero no es suya.

—Gracias —le digo, mientras me limpio el labio con el dorso de la mano.

Él solo asiente. Como si esto fuera un lunes cualquiera.

Sigo agitado, todavía con la adrenalina, dándome vueltas en el pecho. El chico de pelo largo —el de la katana— se acerca caminando tranquilo, como si todo esto hubiera sido un paseo más por la ciudad.

—Gracias por la ayuda —le digo, con una sonrisa de lado, mientras me limpio el labio con la manga—. Tienes buen timing.

Él me mira con esos ojos que no dicen nada, pero lo observan todo.

—No hay problema —responde, simple.

Me rasco la cabeza, todavía tratando de procesar lo que acaba de pasar.

—¿Siempre salís a pasear con una katana en la cintura, o fue casualidad que justo hoy se alinearan los planetas? ¿Y ese estilo? Parecías un reloj suizo. Cada golpe iba justo donde tenía que ir.

No es que quiera ser pesado, pero... ¿Una katana? En serio.

Él baja la mirada apenas, como si ya supiera que iba a preguntarle eso.

—Prefiero no hablar de eso —dice, sin sonar cortante, solo... firme.

—Está bien, está bien. Respeto. —Levanto las manos como diciendo "me callo". Tampoco quiero que me clave la mirada como si me fuera a partir al medio.

Camina un poco más, como si ya se fuera a ir, pero antes de alejarse del todo, me dice:

—Kan.

Lo dice casi como quien entrega un dato porque siente que es lo correcto, no porque quiera conectar.

Tardo un segundo en entender, y le respondo enseguida:

—Zendo. Zendo Star. Aunque no hace falta que te lo aprendas, no creo que volvamos a cruzarnos... pero igual, gracias otra vez.

No me responde, solo asiente. Un gesto mínimo con la cabeza. Y se va. Así nomás.

Lo veo alejarse con esa katana atada al costado como si fuera parte de su sombra, como si siempre hubiese estado ahí.

El chico se encuentra arrodillado mirándome.

—¿Estás bien?

Asiente, todavía medio temblando, y me agarra para levantarse.

—Sí... gracias. En serio.

Le doy una sonrisa para aflojarle la tensión.

—¿Cómo te llamas?

—Daniel.

—Zendo —respondo, automático, con un pequeño golpecito amistoso en el hombro—. Zendo Star.

Se queda mirando al piso, medio incómodo. Después levanta la vista y me dice:

—No sé por qué me estaban molestando... Creo que fue por la mochila. Yo iba camino al examen de ingreso a F.I.N.A.L., y—

—¡¿Vas a rendir el examen de F.I.N.A.L.?! —lo interrumpo, con los ojos bien abiertos.

Él se sorprende, como si no esperara que alguien se emocionara por eso.

—Sí...

—¡Yo también! —le digo, sin poder evitar la alegría—. ¡Qué buena onda! ¿Te imaginas si entramos los dos? ¡Oficiales de F.I.N.A.L.! ¡En la misma generación!

Daniel sonríe, algo tímido, pero se le nota entusiasmado.

—Sería genial.

No sé si tiene lo necesario. No por maldad, es más una corazonada. Se lo nota amable, con buenas intenciones... pero no estoy seguro de que esté hecho para esto. Igual, ¿quién soy yo para decirlo? Además, me cayó bien.

Así que me guardo el pensamiento.

—¿Vamos juntos? —le pregunto, señalando con la cabeza hacia la gran cúpula que asoma entre los edificios.

Duda un segundo, pero después asiente.

—Dale.

Y arrancamos los dos, uno al lado del otro, rumbo a lo desconocido.

Al examen que puede cambiarlo todo.