Capitulo 1: El Hombre De Otro Tiempo

[Fecha estimada:15 De Junio 3995]

Ubicación: Instalación subterránea – Zona de desarrollo mental

No sé exactamente qué día fue, pero Cal jura que era 15 de Junio. Lo anotó en una tapa de conserva oxidada con carbón, como si eso hiciera alguna diferencia.

Ese fue el día en que me encontró. O más bien, en que abrió la cápsula sin querer.

Yo no recuerdo nada. Solo sé que, cuando abrí los ojos, me ardía todo. Como si el mundo entero me rechazara. Como si naciera de nuevo, pero sin ninguna alegría.

Y ahí estaba él. Flaco, encorvado, con cara de susto. Cubierto con ese poncho roñoso que huele a óxido y aceite viejo. No se me va más esa imagen.

A veces pienso que si no hubiera sido él… no estaría escribiendo esto.

Otras veces… me gustaría no haber despertado.

El calor dentro del edificio era asfixiante.

Cal avanzaba con pasos cortos, tanteando con la linterna una sala a medio derrumbar. El concreto estaba resquebrajado, y la vegetación se metía por las grietas como si intentara tragar lo poco que quedaba de esa antigua civilización.

—Qué lindo negocio me encajé… —murmuró para sí, limpiándose el sudor con su poncho.

Era una antigua instalación de origen incierto para él. Lo único claro era que el Culto de Fe le había pagado con fichas viejas y una malla solar de cuarta para conseguir un núcleo intacto. Algo potente.

Y él, terco como mula, estaba convencido de que ahí adentro podía quedar alguno.

Empujó una puerta a medio trabar. Un chirrido agudo lo hizo detenerse. Del otro lado, solo polvo y penumbra… y algo más. Una especie de cámara circular, medio enterrada, cubierta de lianas secas y mugre acumulada.

No brillaba. No hacía ruido. Pero… no estaba apagada.

—No sos una batería cualquiera —dijo Cal, agachándose.

Se sacó los guantes, con cuidado. Tocó la parte inferior del panel, donde una luz apenas titilaba. Un viejo logo de peligro asomaba debajo de una capa de mugre: "Módulo de Desarrollo M… – acceso restringido".

—Bah, boludeces de antes del Día del Vacío… —farfulló.

Metió un destornillador entre las placas. Lo que no sabía era que ese núcleo no estaba suelto. Estaba integrado. Y al forzar un panel, sin querer activó el protocolo de apertura.

Pssshhhk…

Un sonido sordo, húmedo, como un suspiro de algo que no debía estar vivo.

Las compuertas de la cápsula se abrieron lentamente.

Y ahí estaba.

Un hombre desnudo, inmóvil. Piel sin cicatrices, sin manchas, sin mutaciones, inmaculado.

Demasiado perfecto.

Demasiado limpio.

—La puta madre… —susurró Cal, retrocediendo medio paso.

El cuerpo se movió apenas.

Un espasmo.

Los ojos se abrieron de golpe.

Y gritó.

Un rugido seco, profundo, como si toda su vida hubiese estado conteniéndose. Como si el mundo lo hubiese tragado y ahora lo vomitara de nuevo.

Cal dio un salto, tropezó con un fierro y cayó de culo al piso.

—¡Pará, flaco! ¡No te agites!

Pero el hombre no se movía más. Solo respiraba. Agitado. Confundido.

Y ahí, sin saberlo, comenzó todo.

Los ojos de Alen no parecían entender el mundo. Miraban como si nada tuviera forma, como si todo fuera nuevo y doloroso al mismo tiempo.

Tragaba aire como si nunca hubiera respirado. Como si el cuerpo no le perteneciera del todo.

Se aferró al poncho con los dedos entumecidos. La piel le temblaba. Los músculos, perfectos pero flacos, apenas sostenían el peso de su cuerpo.

—"¿Me entendés? ¿Hola, flaco? ¿Me escuchas?"

Cal se agachó a su lado. El tipo lo miró, pestañeando lento. No hablaba. Pero lo miraba.

—"Te saqué de ahí. No sé si hice bien. Si vas a explotar, por favor hacelo lejos."

Alen ladeó la cabeza. Intentaba procesar el sonido. No era sordera. Era otra cosa. Como si cada palabra tardará en encontrarle sentido.

—"Shhh… ¿Quién sos? ¿Sabés tu nombre? ¿Nombre, flaco? ¿Nombre?"

Silencio.

El tipo se llevó la mano a la sien. Cerró los ojos. Y entonces se dobló del dolor.

Un flash. Una imagen.

Un brazo metálico. Un número. Un grito ahogado.

Después, oscuridad.

Cal lo sostuvo antes de que se desplomara del todo.

—"Tranquilo, ya está. No te caigas, que no tengo fuerza pa' levantarte, boludo."

Logró sentarlo contra la pared. Le puso un trapo en la cabeza, como si eso sirviera de algo. Luego miró la cápsula una última vez. Aún chispeaba. Iba a explotar o apagarse en cualquier momento.

—"Esto no va a durar mucho. Y no pienso quedarme a ver cómo se prende fuego."

El tipo respiraba con más ritmo ahora. Todavía sin hablar, pero ya no parecía tan perdido. Sus ojos se fijaron en Cal. Más alerta. Como si empezara a sospechar.

—"No te voy a hacer nada, loco. Tranquilo. Soy Cal. Cal, como... calavera, pero sin la 'avera'. ¿Estamos?"

Nada. Solo una mueca leve. Podía ser dolor. Podía ser una especie de sonrisa.

Cal se puso de pie y miró a su alrededor. El lugar temblaba sutilmente. Algo se había activado. Alarmas viejas que ni sabían que seguían vivas.

Tenían que irse.

—"Vamos. Hay que rajar de acá antes que se nos venga abajo. Te juro que si me estás engañando, si sos un robot asesino, al menos avisame antes de que me claves algo."

Le puso el brazo por encima y lo ayudó a incorporarse.

El tipo casi no podía caminar. Pero puso un pie delante del otro.

Desnudo, tambaleante, con el cuerpo cubierto de polvo y el poncho encima, como un fantasma que recién salió del infierno.

Caminaron a oscuras por pasillos derruidos. Escuchaban ruidos metálicos que venían de los muros, como si las paredes tuvieran hambre.

Cal apuró el paso.

El otro lo seguía, arrastrando los pies.

Cuando salieron al aire libre, el sol les pegó como una cachetada.

Alen cayó de rodillas. Tosió. Respiró polvo. Tosió de nuevo.

Cal se arrodilló a su lado, le puso una mano en la espalda.

—"Bienvenido al mundo, flaco."

El otro levantó la vista.

Sus labios se movieron apenas, sin emitir sonido.

Miró el cielo como si no supiera qué era. Parpadeaba mucho, como si le ardieran los ojos. Quizás sí. Quizás nunca los había usado del todo.

—"Dale, no te me mueras ahora. Recién te despertás."

Alen no entendía, pero algo en su cuerpo respondía. Como si siguiera órdenes viejas. Como si tuviera que sobrevivir aunque no supiera por qué.

Agarró la tela del poncho con fuerza. Luego miró a Cal. No había reconocimiento, pero sí... algo parecido a necesidad.

Cal suspiró y se levantó.

—"Vamos, flaco. Te llevo. Pero después me vas a deber una grande."

Sin decir más, lo subió al carro tirado por un viejo motor de arrastre, lleno de chatarra y partes sueltas.

Alen se dejó caer, con el cuerpo vencido, los ojos clavados en el horizonte.

El viento soplaba seco. Detrás quedaba el último respiro de un mundo que ya no existía.

Los pasos de Cal hacían un ruido seco contra el cemento resquebrajado. El silencio del lugar pesaba como plomo, interrumpido solo por el golpeteo de sus botas y mi respiración torpe. Estaba cubierto con su poncho grueso, el sombrero apenas asomando sobre unos lentes oscuros que reflejaban el cielo turbio. De cerca, parecía un fantasma salido del polvo.

—Bueno, che... —murmuró sin mirarme—. Ya que saliste entero, más te vale no morirte ahora.

Yo no decía nada. Ni siquiera entendía las palabras. Solo lo seguía. Caminaba como podía, las piernas tambaleantes, los pies desnudos contra el suelo áspero. Cada paso me sacaba chispas de dolor, pero no tenía adónde volver.

Cal se detenía cada tanto, revisaba rincones, apartaba escombros con una palanca oxidada. Buscaba entre las ruinas como quien revisa un cadáver para ver si le queda algo útil.

—No hay nadie, ni fierros que valgan. Pero vos... vos sos otra cosa.

—Y encima todavía tibio... eso no pasa todos los días —rió por lo bajo, pero la risa no tenía alegría.

Yo tropecé con todo. Unos huesos viejos. Una silla de ruedas fundida al piso. Cables que colgaban del techo como raíces muertas. Una vez me caí. Cal se giró y chasqueó la lengua.

—Pará, pará, no te me rompas ahora...

Me levantó como pudo. Sus manos olían a óxido y grasa vieja. Me sostuvo del brazo, suave al principio, como si no supiera cuánto peso tenía yo.

—¿Cómo te digo? ¿Nene? ¿Cosa? ¿Zombi?

Me miró de arriba abajo, rascándose la barba que apenas asomaba bajo el pañuelo del cuello.

—Ya está... callado sos mejor. Vamos, que el colectivo no está tan lejos.

Y seguimos. Caminamos entre ruinas, por un camino que ya no era camino. A lo lejos, entre el humo y el polvo, se alzaba la silueta del colectivo: un vehículo viejo, reforzado con placas, lleno de cables, bolsas y chatarra atada con sogas.

El sol bajaba, y yo apenas aguantaba los ojos abiertos.

Pero Cal no apuraba el paso.

—No te hagas drama... —dijo mientras escupía al costado—. Ya vas a entender. O no. Total, a mí me sirve igual.

Subimos al colectivo. Él primero, como si volviera a casa. Yo, como si entrara a otro mundo.

Adentro olía a cuero, aceite y comida vieja. En un rincón, un montón de piezas ordenadas con cuidado. En otro, mantas, herramientas y un cuaderno con dibujos. Todo tenía polvo, pero todo tenía uso.

—Bueno, cosa... —dijo sentándose en un banco reforzado con placas metálicas—. No sé quién sos, ni qué sos. Pero si estás vivo, es porque algo falló.

—Y a veces, lo que falla... también sirve.

Cerró la puerta del colectivo con una patada y encendió un pequeño generador.

Yo me acurruque en el suelo, temblando, con la piel ardiendo y la cabeza llena de imágenes que no entendía.

Fue la primera noche.

Y no dije una sola palabra.

La noche cayó como una sábana pesada. Afuera, el viento zumbaba entre los escombros como si las ruinas llorarán por lo que fueron. Adentro, en el colectivo, Cal roncaba suave, envuelto en su poncho, mientras el generador chisporroteaba al borde del silencio.

Yo estaba hecho un ovillo en un rincón. Tenía una manta que olía a grasa, metal caliente y humo viejo. No sabía si temblaba de frío, fiebre o miedo. Pero mis ojos, cuando al fin se cerraron, no descansaron.

Y entonces llegaron.

Primero, los gritos.

No los entendía, pero me atravesaban. Hombres con armaduras negras corriendo entre explosiones. El cielo rojo. La tierra temblando. Yo —o alguien que era yo— corriendo también, con un arma en la mano. El olor a pólvora, sangre y tierra quemada.

Un casco. Una orden.

Fuego.

Después, una cena.

Una mesa de madera. Alguien servía sopa en platos humeantes. Risas suaves. Una mujer con ojos tristes acariciaba mi mejilla. ¿Era mi madre? ¿Era una madre?

Yo no hablaba, pero sonreía. Sentía calor. Seguridad.

Cambio. Un campo.

Trigo alto, viento leve. Una casa a lo lejos, una bicicleta tirada en el suelo. El sol caía lento. Pájaros cruzaban el cielo.

Ciudad.

Neones. Niebla. Robots patrullando. Alguien me perseguía. Yo saltaba por una ventana. Un brazo metálico. Un disparo. Un nombre gritado.

Después... oscuridad.

Una habitación blanca. Cables. Monitores. Mi cuerpo suspendido en líquido.

Y un rostro mirándome desde el otro lado del cristal. El suyo era familiar aunque borroso.

Pero sus ojos estaban llenos de rabia.

Me desperté gritando.

Pero no había sonido. Solo el jadeo de mi respiración.

Mi garganta no conocía las palabras. Solo el miedo.

Cal ni se movió. Dormía profundo, con la pistola cerca, como siempre.

Yo me quedé despierto, mirando el techo oxidado del colectivo, tratando de entender quién era esa gente, esos lugares… y por qué los sentía tan míos.

No sabía mi nombre.

Pero en algún rincón de mi cabeza, esas escenas… me pertenecían.

Aunque también me dolían.

El sol se filtraba por las ventanillas rajadas del colectivo, dibujando líneas torcidas sobre el suelo de chapa. El calor empezaba a empujar desde temprano, y el aire olía a polvo caliente y aceite viejo.

Alen abrió los ojos de golpe.

Estaba sudado, con la manta hecha un nudo entre sus piernas. Se sentó de golpe, con el pecho agitado, como si aún corriera entre ruinas en llamas.

Cal ya estaba de pie. Había abierto el portón lateral del colectivo y andaba revolviendo un cajón oxidado lleno de latas, piezas sueltas y tuercas. Llevaba los lentes puestos, la piel cubierta como siempre, y mascaba algo seco entre los dientes.

—Dormiste como si te hubiera pasado un camión por encima —dijo, sin mirarlo.

Alen no respondió. Solo lo miraba. Algo había en sus ojos que no estaba la noche anterior. Una especie de presencia. Como si el cuerpo hubiera sido ocupado por alguien más.

Cal se giró, notó esa mirada.

—¿Te acordás de algo? —preguntó, casi sin querer, mientras le lanzaba una cantimplora.

Alen la atrapó torpemente. Bebió con ansiedad, dejando que el agua le escurriera por la barba incipiente.

No contestó. No sabía cómo.

Pero entonces hizo algo que no había hecho el día anterior: se levantó solo.

Todavía torpe, pero con decisión. Caminó hacia la salida del colectivo y miró hacia el horizonte. Las ruinas se extendían como un mar seco. Antenas dobladas, estructuras vencidas, y al fondo, una torre oxidada que alguna vez fue parte de una autopista.

—Mirá vos… —murmuró Cal, cruzándose de brazos—. Ayer eras un fardo, hoy ya te plantas.

Se acercó despacio, tanteando el terreno. Le tocó el hombro con la punta de los dedos.

—Escuchame, Alce... —dijo, sin saber aún cómo llamarlo—. No sé qué viste anoche, pero a veces... los recuerdos no son más que eso: imágenes sin dueño. Y este mundo no es lugar para quedarse enganchado con lo que fuiste. Acá lo que importa es lo que sos ahora. Y ahora sos… bueno, sos lo que hay. Y conmigo, por ahora.

Alen lo miró. Por un segundo, pareció querer decir algo. Los labios se movieron apenas, como tanteando el lenguaje.

Pero no salió nada.

—Tranquilo. Ya va a salir. A veces las palabras vienen después del hambre —bromeó Cal, dándole una palmada en la espalda—. Vení, vamos a buscar algo que no esté vencido hace dos siglos.

Alen lo siguió. Paso a paso. Todavía sin nombre, sin voz. Pero con una sombra de sí mismo empezando a despertar.

El sol caía como plomo derretido desde arriba, rebotando en las estructuras metálicas oxidadas. Cal caminaba adelante, con pasos cortos y seguros, saltando sobre los restos del pasado como si fueran parte de un juego que conocía de memoria.

Alen lo seguía. No entendía del todo adónde iban, pero no dudaba. Observaba. Cada movimiento de Cal, cada gesto con las manos, cada vez que se agachaba para revolver algo entre los escombros.

Se detuvieron frente a lo que alguna vez fue una estación de servicio, casi irreconocible bajo la herrumbre y el polvo.

—Acá encontré un par de latas —dijo Cal, mientras apartaba un par de chapones y entraba a lo que quedaba del mini mercado—. Con suerte, alguna quedó atrapada entre el freezer y el olvido.

Alen miraba alrededor. Vidrios rotos, estantes volcados, una caja registradora fundida. Todo parecía muerto. Pero Cal no buscaba vida: buscaba restos.

Metió el brazo entre dos planchas de metal y sacó algo. Lata de conserva abollada, sin etiqueta.

—Cientos de años de ruina y aún así aguantan —dijo, dándole unos golpecitos para asegurarse que no estaba inflada—. Si no huele a culo de bicho, la calentamos.

Alen la tomó con cuidado. Se la quedó mirando.

—¿Querés saber si es comida? —preguntó Cal, señalándola—. Tenés que mirar el culo. Si está hinchado, a la mierda. Si está chato, podés jugártela.

Hizo el gesto con las manos, exagerado, como enseñando a un chico. Alen asintió. No dijo nada, pero observó con atención.

Pasaron una hora revolviendo. Encontraron otra lata, medio oxidada, y una botella con líquido verdoso que Cal tiró sin oler.

—Esto te lo tomás y ves a los dioses del metal en vivo.

De regreso, Alen llevaba las latas. No hablaba, pero sus ojos no paraban de escanear el paisaje.

Ya en el colectivo, mientras calentaban la conserva sobre una pequeña hornalla solar improvisada, Cal buscó algo entre sus cosas. Sacó una tabla de metal oxidado, un trozo de carbón, y lo puso entre ellos.

—Esto no se come, pero sirve para otra cosa —dijo.

Escribió una letra.

A

—Esto se llama "A". Es la primera. Como si fuera el líder de la barra. Cada palabra que vas a usar tiene alguna de estas. Son como partes de una máquina. Juntas hacen funcionar todo.

Alen tocó la letra con el dedo. Luego miró a Cal.

—Vos —dijo Cal, señalándose—. Yo. Él. Vosotros. Esas cosas se dicen con letras. Y si las sabés usar… podés gritar sin hablar.

Hizo otra marca.

L

—L. Cómo "lata". Como "lo que sobra". Como "lo que se me cante".

Se quedó mirándolo un segundo.

—Te voy a enseñar. No porque me sobre tiempo, sino porque si alguna vez me pegan un tiro, vas a tener que arreglártelas solo. Y si sabés leer, podés encontrar señales. Carteles. Mapas. Nombres.

Alen bajó la vista, copiando las letras como podía. Torpe. Tenso. Pero lo hacía.

Cal sonrió apenas. No mucho. Apenas un gesto en la comisura de los labios.

—No hablás, pero no sos ningún pelotudo. Me gusta eso.

El olor de la comida empezó a llenar el colectivo. No olía mal. Y por un momento, entre letras, chatarra y calor, el mundo no parecía tan roto.

Ya en la mañana siguiente la respiración de Alen se cortó de golpe. Abrió los ojos de par en par y se incorporó bruscamente, con los dedos apretando el colchón improvisado como si fuera una trinchera.

Había fuego.

No en el colectivo, sino en su cabeza. Lo había visto. Sentido. Hombres corriendo, explosiones en la distancia, un cielo naranja lleno de humo. Estaba ahí. En un campo abierto, con armas que no conocía, junto a otros… soldados. Todos iguales a él. Gritaban códigos, pero Alen no podía entenderlos. Sin embargo, sus pies se movían como si supieran qué hacer.

Y entonces, todo ardía.

Volvió a la realidad jadeando. Transpirado. El calor de la mañana entraba por las hendijas del colectivo. Afuera, el viento movía las lonas colgadas como estandartes tristes.

—¿Otra vez con el temblor, dormilón? —dijo Cal sin mirarlo, mientras revolvía algo en una olla oxidada—. Vas a terminar con la chiripiorca una noche de estas.

Alen no respondió. Se frotó la cara, aún temblando. Miró sus manos. Ninguna marca. Ningún olor a pólvora. Solo suciedad y piel.

Se puso de pie, descalzo, cruzando el suelo metálico del colectivo hasta asomarse por la puerta. Respiró hondo. Necesitaba salir. Sentir aire, aunque fuera sucio.

Cal lo observó de reojo.

—Soñás fuerte, eh. Parecés un motor encendiéndose a los gritos.

Alen hizo un gesto con la mano. Algo entre "no sé" y "no puedo explicarlo".

—¿Siempre lo mismo? —preguntó Cal, ahora con algo más de interés. Alen dudó… y luego asintió.

—Mmm... ¿Puede ser la cápsula?-. Pregunto esperando alguna respuesta. Alen frunció el ceño. 

—O capaz sos vos nomás. Capaz que todo eso que ves… es tuyo. Pero todavía no sabés por qué.

El silencio se instaló. Solo el viento soplaba, sacudiendo los árboles muertos en la distancia. Alen volvió a mirar al horizonte, como si allá, entre ruinas y tierra agrietada, pudiera encontrar una respuesta.

—Mirá —dijo Cal—. Vos escribí. Lo que veas, lo que soñés. Aunque no tenga sentido. No por mí, por vos. Si lo ponés en papel, capaz se acomoda.

Le alcanzó una hoja manchada y un pedazo de carbón.

—Escribir es como vaciar el tanque. Si lo llenás mucho, explota.

Alen tomó el papel. No dijo nada. Se sentó contra la rueda del colectivo, con el sol pegando de frente, y empezó a trazar algo. Letras. Sílabas. Dibujos torpes que buscaban nombrar lo que sentía.

Luego de unas horas seguimos en en la ruta hasta llegar a lo que cal llamo punto de encuentro.Cal le había dicho que se quedara en el colectivo. Que no saliera ni por asomo.

Pero algo en la forma en que esos tipos se movían, en cómo lo rodeaban, cómo sus manos no soltaban las armas… algo no cerraba.

Desde adentro del vehículo, Alen los observaba. No entendía del todo lo que se decían, pero los cuerpos hablaban más claro que las palabras. Y cuando uno de ellos hizo ese pequeño gesto —esa inclinación apenas perceptible del cuchillo detrás de la espalda— lo supo.

Iban a matarlo.

Su cuerpo se movió solo.

Tomó un engranaje oxidado, pesado como una rueda de auto, de los que Cal usaba de repuesto para el eje trasero. Retrocedió, apuntó… y lo lanzó con toda la fuerza de su cuerpo.

El engranaje rompió la ventana del colectivo con un estruendo. Salió disparado como un proyectil y le reventó el cráneo al más cercano a Cal. El tipo cayó de rodillas primero, con los ojos en blanco y espuma en la boca, convulsionando antes de desplomarse muerto en el polvo.

Los otros dos quedaron helados, mirando hacia el vehículo.

Y entonces lo vieron.

Alen salió por la ventana rota, primero las manos, después el torso, hasta que cayó de pie en la tierra.

Los miró. Ellos lo miraron.

Y él… empezó a caminar.

Paso tras paso.

Más rápido.

Hasta que un grito surgió de su garganta, animal, primitivo, como si viniera de lo más profundo de su pecho y de otro tiempo. Un aullido de guerra sin palabras.

El segundo Despojado reaccionó. Llevaba una lanza. Intentó una estocada al torso, pero Alen giró el cuerpo justo a tiempo.

El codazo fue seco, directo al cuello.

Un tirón.

Y la lanza cambió de dueño.

Con ambas manos, Alen empaló al tipo en el abdomen.

No se detuvo. Siguió empujando hasta que sintió la resistencia del hueso.

Lo miró a los ojos.

Y dejó que el tipo sintiera cada segundo de su muerte.

Después soltó la lanza y lo dejó caer.

El último, desesperado, con un cuchillo en mano, se lanzó gritando.

Alen bloqueó el primer tajo con el antebrazo, desvió el segundo con el hombro y, en un giro seco, le tomó el brazo del cuchillo. Hizo palanca con fuerza.

Se escuchó el crack del codo rompiéndose.

El grito del tipo se cortó con la entrada del cuchillo en su estómago.

Una.

Dos.

Tres puñaladas.

Lo empujó contra un árbol, y con un rugido final, le clavó el cuchillo justo debajo de la clavícula. Con tanta fuerza que la hoja se hundió hasta el mango y quedó ahí, incrustado en el tronco. El Despojado quedó colgado, todavía vivo, con los ojos llenos de terror.

Alen lo miró.

La respiración agitada, el cuerpo temblando por la rabia.

Y sin pensarlo, le dio un puñetazo directo al rostro.

Un último acto brutal. Como para callar algo que gritaba adentro suyo.

La tierra seguía quieta.

Los cuerpos también.

El último hombre colgaba del árbol, jadeando como si el aire le quemara los pulmones. Alen lo ignoró. Lo había dejado vivo, clavado como un recuerdo. No supo por qué. Solo lo hizo.

Entonces se dio cuenta.

Sus manos… cubiertas de sangre.

El pecho, agitado.

Los brazos, tensos.

Y el silencio… un silencio raro. Como si el mundo estuviera conteniendo el aliento.

Se dio vuelta.

Y lo vio.

Cal, tirado en el suelo, con los ojos como platos.

No estaba herido.

Pero temblaba.

Las manos cubriéndose el cuerpo como si esperara el próximo golpe.

Alen se le quedó mirando, inmóvil.

Cal lo miraba como si no lo conociera.

Como si de golpe hubiera despertado junto a un animal salvaje que había estado dormido en su carpa todo este tiempo.

Alen bajó la mirada.

Vio al primer muerto.

El cráneo abierto.

El engranaje manchado.

Sangre, tierra, lanza, cuchillo, huesos rotos.

Volvió a mirar sus propias manos.

Y algo se quebró.

Un murmullo de culpa, de algo que no entendía bien.

No por ellos —por Cal.

Dio un paso.

Cal se estremeció.

Otro paso.

Y entonces Alen extendió la mano.

Despacito.

No como quien exige algo.

Como quien… ofrece algo.

Ayuda.

Perdón.

Una palabra muda que todavía no sabía decir.

Cal se quedó congelado unos segundos. Sus ojos todavía en shock, su cuerpo dudando.

Pero algo en la mirada de Alen —ese gesto torpe, casi infantil— le bajó la guardia apenas un poco.

Tomó la mano.

Y Alen lo levantó del suelo, sin decir nada.

Cal respiró hondo.

Tragó saliva.

—Che… —dijo con la voz rasposa—, ¿vos… sabés lo que hiciste?

Alen lo miró. No respondió. No podía.

—La concha de mi hermana… —Cal se agarró la cara—. Lo reventaste… al primero lo partiste al medio, loco. ¡Era un cráneo eso! ¡No una sandía!

Alen seguía sin moverse. Solo bajó un poco la cabeza.

—Y al segundo… ¡le metiste la lanza como si fuera un palo de escoba en una zanja!

Suspiró fuerte. Dio dos pasos, se agachó y recogió el cuchillo que había quedado clavado en el tronco, todavía con sangre fresca.

—Y este… este quedó clavado como un cartel. Ni a propósito te sale eso.

Silencio.

Alen lo seguía con la mirada. Apenas respiraba.

Cal volvió hacia él. Todavía le temblaban las manos, pero algo en su expresión empezaba a cambiar.

—Mirá… no sé qué carajo sos. Pero hoy me salvaste el pellejo. —Lo señaló con el cuchillo, sin amenaza, más bien como señalando un misterio—. Sos una máquina, ¿sabés? Pero… de esas que no sabés si van a arreglarte la vida o volarte la cabeza.

Se quedó callado un segundo. Luego frunció el ceño, resopló y giró hacia los cuerpos.

—Bueno… ya fue. Los fiambres ya están fríos. Vamos a ver si tenían algo de valor, ¿dale?

Y sin esperar respuesta, se agachó al lado del primer cuerpo, revisándole los bolsillos con la precisión de quien sabe separar basura de oro.

—Ropa buena… mirá vos… —murmuró mientras sacaba una campera con parches de cuero—. Estos hijos de puta venían cargaditos. Al menos nos vamos con las manos llenas.

Alen lo observaba. Cal ya estaba en modo carroñero de nuevo. Rápido, metódico. Como si así pudiera olvidar lo que acababa de pasar.

Pero algo cambió.

Cada tanto, Cal lo miraba de reojo.

Y ya no era con miedo.

Era con respeto.

Con cuidado.

Con una nueva forma de saber que no estaba solo… y que ese compañero que tenía, aunque no hablara, no era alguien que se pudiera ignorar.

Cal sacó una campera del cuerpo del primero. Estaba gastada pero era buena. Cuero, tela gruesa, costuras reforzadas.

—Mirá esta locura… —la sacudió para sacarle un poco de tierra y sangre seca—. Todavía sirve. Le falta un par de botones, pero ni ahí la dejo tirada.

Se dio vuelta y miró a Alen. Lo midió con la mirada. Luego suspiró, como tomando una decisión.

—Tomá. Te queda.

Se la extendió.

Alen lo miró, después la campera. Dudó un segundo, pero la tomó con ambas manos. Era pesada. Cálida. Por dentro tenía algo de lana vieja. Olía a cuero, sangre, y polvo viejo. Alen la sostuvo, la observó, y luego se la puso con torpeza.

—Sí, sí, así, tranqui… ya vas a aprender. —Cal dio una media sonrisa.

Se volvió hacia el cuerpo del segundo. Le sacó un cinturón de cuero con una funda tosca. Dentro, un cuchillo grueso, bien afilado, con mango de hueso.

—Y esto… esto te lo ganaste, hermano. —Se lo ofreció como si fuera un premio, aunque con cierto respeto—. No sé cómo carajo hiciste todo eso, pero si no fuera por vos… yo seria un fiambre.

Alen tomó el cuchillo.

Lo observó. Lo sostuvo con firmeza.

Y por primera vez, algo en su mirada cambió. Como si esa hoja, ese objeto, le hablara de algo que ya conocía sin recordar por qué.

Cal lo miró con una ceja levantada.

—Te queda bien en la mano, che… demasiado bien. Me da un poquito de cagazo, no te voy a mentir.

Alen lo miró. Y aunque no dijo nada, bajó un poco el cuchillo, como diciendo "no sos vos el problema".

Cal asintió.

—Bueno. Ya está. Nos vamos. Antes de que venga alguien con más ganas de joder.

Comenzaron a caminar de vuelta hacia el colectivo. El sol bajaba, las sombras se alargaban.

Alen, con la campera nueva, el cuchillo en la cintura, y la mirada fija hacia adelante.

Cal, al lado, todavía un poco nervioso, pero más tranquilo que antes.

Había algo raro en ese flaco… pero también, algo en lo que podía confiar.

O al menos… eso quería creer.

Cuando llegaron de vuelta al colectivo, Cal se adelantó, abrió la puerta, y antes de subir se frenó en seco.

Se quedó mirando el hueco donde antes estaba su ventana lateral. Vidrios rotos por todos lados. 

—La concha de tu madre… —dijo bajito, con esa mezcla entre tristeza y furia contenida que tienen los que viven remendando todo con alambre.

Se metió y pateó el piso. Después giró hacia Alen, que lo seguía con el cuchillo aún colgado de la cintura y la campera nueva ajustada.

—¿¡Rompiste mi ventana!? ¡¿De todas las cosas que podías hacer, tirás un engranaje por MI ventana!? ¿Sabés lo que me costó conseguir ese vidrio?. ¡La gran puta!

Alen lo miró. Bajó un poco la cabeza. No entendía todas las palabras, pero sí el tono. Y el gesto. Se sintió como un chico que rompió la pelota en el patio del vecino.

—¡Es vidrio de los viejos! ¡No hay más de esos! ¿Ahora qué hago, eh? ¿Cómo duermo sabiendo que cualquiera se puede meter por ahí?

Se hizo silencio.

Cal resopló. Caminó en círculos por dentro del bondi. Murmuraba cosas entre dientes.

Luego, bufó, resignado, y sacó una chapa vieja apoyada contra una pared. Medio oxidada, con un símbolo de tránsito que decía "NO GIRAR A LA IZQUIERDA".

—A ver si entendés, esto es mi casa. ¡Mi casa! No un campo de batalla.

Alen lo ayudó a sostener la chapa mientras Cal sacaba un par de tornillos de su cinturón y un destornillador oxidado.

—Esto va a andar… Más o menos. Queda medio pelo, pero bueh. Tapar, tapa.

Mientras ajustaba los tornillos, Alen lo observaba, atento.

—Una sola cosa te pido, flaco. La próxima… ¡abrí, por lo menos!

Alen hizo un gesto levantando el pulgar. Y por primera vez, medio escondida, se dibujó una leve sonrisa en su cara. Como si entendiera que, pese a todo, Cal no estaba enojado de verdad. Solo era parte de esa forma suya de sobrevivir: quejarse, putear… y seguir.

Cuando terminaron, Cal se tiró en su rincón, agotado. Se sirvió un poco de agua en una taza rota y la levantó como brindando.

—A vos te voy a tener que enseñar todo, eh. Hasta cuándo se puede romper algo y cuándo no. Pero bueno… —lo miró de reojo—… gracias por salvarme el culo, igual.

Alen asintió, más serio esta vez.

La noche cayó sobre el colectivo remendado.

Y por dentro, entre el crujir del metal y el polvo en suspensión, algo empezó a parecerse, muy de a poco… a un hogar.

[Fecha estimada:17 De Junio 3995]

Ubicación: Frontera De Territorio Torcido

Ese día me desperté con el sonido del viento golpeando la chapa torcida que Cal puso para cubrir la ventana rota. Y la sensación de estar atrapado en un sueño del que no puedo despertar. Pero en mis sueños, la calma es diferente. Ayer, todo cambió, aunque aún no sé cómo.

Miro mis manos. Las mismas que ayer apuñalaron, las que tomaron la vida de otros, las que rompieron la ventana de nuestro "bondi" por un impulso. Cada vez que cierro los ojos, veo a esos tipos caer, la sangre saliendo de ellos como si fuera algo ajeno. ¿Soy un monstruo? ¿O simplemente hice lo que tenía que hacer para sobrevivir?

Cal no lo dijo, pero lo vi en su rostro. El pánico. El miedo a lo que soy. Por un momento, sentí que él veía en mí lo que no quería ver en sí mismo. La violencia, el instinto que no sabe controlar. El grito de furia que salió de mi garganta, el peso de la lanza clavada, el cuchillo que se hundió en la piel... Yo no elegí nada de eso. Fue como si mi cuerpo hubiera reaccionado solo.

Cuando le extendí la mano, me di cuenta de que había algo más en juego. No solo lo que hice. Sino lo que eso significaba para mí. ¿Quién soy si esto es lo que soy capaz de hacer? Y cuando vi que aceptaba la ropa, que la necesitaba, que de alguna manera lo justificaba, me sentí extraño. Pero no podía parar. No podía dejar que algo tan simple me controlara. Lo había matado, sí. Pero también, por primera vez en mucho tiempo, me sentí... en control.

Lo que más me molesta ahora no es lo que hice, ni lo que está por venir, sino cómo todo esto me está cambiando. Ya no soy el mismo que despertó en esa cápsula, el que no entendía nada. Ahora sé lo que soy capaz de hacer. Y no me gusta.

Todo esto no me hace sentir más fuerte. Solo me hace más consciente de lo que estoy perdiendo.

Pero hay algo dentro de mí que me dice que debo seguir. Que todo esto es solo el principio. Y no tengo idea de cómo ni cuándo va a terminar.