Capitulo 2: Hierro y Sangre

[Fecha estimada:21 De Junio 3995]

Ubicación: Ubicación: en la ruta, aproximándonos a lo que Cal llamaba "la frontera Gestante"

Cal me había dicho que no iba a olvidar lo que estaba por ver. Que el Culto del Acero tenía sus propios dioses, sus propias reglas, y una forma de mirar el mundo que lo hacía más extraño que cualquier zona radiactiva.

No sabía qué esperar. Me advirtió que no les gustaban las preguntas. Que no se reían, no bromeaban y desconfiaban de cualquiera que no llevara encima algún “metal bendito”. Me entregó una tuerca oxidada y dijo: “si te preguntan, decí que era de tu nono”. No entendí el chiste, pero la guardé. Por si acaso.

Durante esa semana, me sentí más presente. Como si el mundo comenzara a tener textura. Pero también estuve más alerta. Cal decía que me estaba endureciendo. Nunca supe si eso era algo bueno.

El motor del bondi volvió a fallar. Cal mencionó una chispa que no chispeaba y después le habló al vehículo como si fuera un perro viejo. No creía que aguantara mucho más, pero si el Culto tenía piezas... tal vez encontráramos lo que necesitábamos.

Tenía una sensación extraña en el estómago. No era hambre. Era otra cosa. Aun asi no importa lo mucho que me halla endurecido nada me iva a preparar para lo que venia.

El bondi se detuvo de golpe, sin un solo ruido raro que avisara. Solo el silencio. Un silencio que olía a problema.

Cal apretó los dientes, se quedó mirando el tablero con odio y al segundo siguiente salió disparado por la puerta.

—¡La concha de tu madre, chatarra de mierda! —gritó mientras pateaba la rueda delantera—. ¡Ni luces tenés pa’ avisar que te vas a morir!

Pegó otro golpe al capó, con fuerza.

—¿¡Núcleo de energía!? ¿¡Sensores inteligentes!? ¿¡Pantallas táctiles!? ¡Tanta mierda pa’ esto!

Dio vueltas alrededor del vehículo como un perro buscando dónde morderlo.

—La chata de mi viejo… —murmuró mientras se agachaba—. Sin una puerta, con un asiento solo y una botella de plástico atada al radiador… y esa hija de perra nunca nos dejó tirados. ¡Nunca!

Se levantó y escupió al costado.

—Pero vos, con tu sistema de autodiagnóstico y tu "inteligencia de ruta", sos más inútil que un grito en el vacío.

Pegó un golpe seco con el puño cerrado al costado del vehículo. Un clang hueco retumbó por el metal… y la chapa que habíamos puesto para cubrir la ventana rota se soltó y cayó al suelo con un estruendo.

Cal se quedó inmóvil. La mandíbula apretada. Sus lentes se deslizaron un poco sobre su nariz. Me miró. No dijo nada. Solo esa mirada que decía todo.

Respiró hondo, lento. Cerró los ojos por un segundo y, sin mirar atrás, murmuró:

—Necesito cazar algo. Si no como, te juro que prendo fuego esta carcacha.

Fue hacia el compartimento trasero, sacó su bolsa de trampas y la colgó del hombro.

—Vos quedate. No me sigás. Ando cruzado y no quiero morder al único que me cae bien últimamente.

Y se fue caminando entre los matorrales bajos, refunfuñando. Cada tanto le oía hablarle a las trampas, como si fueran viejas amigas que entendieran su humor.

Mientras Cal se perdía entre los arbustos, Alen encendió la fogata y preparó el campamento. Juntó piedras, colocó una lona en el suelo y organizó el espacio con la naturalidad de quien ya lo ha hecho muchas veces. No tenía apuro. Sabía que no se irían pronto.

El cielo se volvió un reflejo oxidado y el humo comenzaba a perfilarse en el aire cuando Cal regresó. Traía tres liebres colgadas de una cuerda y la frente cubierta de polvo y sudor.

—¿Viste? —soltó con un gesto triunfal, dejándolas junto a la fogata—. Las orejudas no se me escapan.

Sin perder tiempo, se arrodilló y comenzó a despellejar la primera con movimientos torpes. La piel se desgarraba mal, los huesos crujían de más y la sangre salpicaba como si lo hiciera a propósito.

Alen lo observó en silencio. No por asco, sino porque cada tirón mal dado le provocaba una inquietud extraña, como si algo estuviera fuera de lugar.

Sin decir nada, tomó la segunda liebre y la acercó. Mientras el cuchillo cortaba con precisión quirúrgica, comenzó a tararear. Una melodía suave, casi infantil. Le vino sin pensar. A medida que avanzaba, el gesto en su rostro se relajaba.

Recordó unas manos más pequeñas que las suyas, mostrándole cómo hacer el corte justo bajo la piel, cómo no romper el estómago, cómo evitar que la carne se amargara. Una voz le hablaba al oído con ternura, con paciencia.

“Así no se desperdicia nada.”

Era el recuerdo de su madre. O al menos, eso creía. Porque aunque sentía esa escena como suya, no estaba seguro de si realmente había sucedido. Pero le gustaba creer que sí.

Terminó la segunda y tomó la tercera con la misma calma. Tarareaba, como si en cada movimiento encontrara una forma de regresar a ese momento perdido.

Cal se quedó mirándolo sin hablar. Luego le pasó la cabeza de la primera liebre.

—Sos bueno con eso… —dijo, casi en voz baja—. Da un poco de miedo, la verdad.

Alen no respondió. Solo siguió con lo suyo. Porque ahí, con el cuchillo en la mano y el fuego crepitando, había encontrado una calma que no sabía que necesitaba.

Con las tres liebres ya despellejadas y la carne limpia, Alen revisó alrededor buscando algo útil. Cerca del borde del campamento, entre los restos de una vieja estructura oxidada, vio dos barras de hierro medio enterradas en la tierra seca. Las arrancó con un tirón y las limpió con calma.

Primero usó un poco de la grasa que había sacado de la liebre, luego un paño raído que colgaba del lateral de su mochila. La mugre cedió lo suficiente como para dejar el metal a la vista. No brillaba, pero bastaba.

Las apuntaló sobre unas piedras, formando un cruce sobre la fogata. Cortó la carne en tiras parejas y empezó a pincharlas una a una, formando unas brochetas improvisadas. Cada gesto era simple, metódico. Como si su cuerpo recordara sin esfuerzo lo que debía hacer.

Cal lo observaba desde el otro lado del campamento, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. No dijo nada. Solo lo miraba como si estuviera viendo a un extraño hacer algo que no encajaba del todo con lo que creía saber.

Alen tarareaba en voz baja mientras trabajaba. El fuego empezaba a lamer la carne, y el aire se llenaba del olor fuerte y cálido del cocido. Sus movimientos eran naturales, casi automáticos. Algo en el recuerdo de su madre —una imagen borrosa, pero firme— lo guiaba paso a paso.

Su expresión, usualmente tensa o ausente, ahora parecía otra. Se lo notaba tranquilo. Incluso feliz. Como si en ese gesto simple, casi doméstico, encontrara algo parecido a la paz. El contraste era fuerte. Ese mismo hombre que podía quebrar un cuello sin pensarlo, ahora movía las brochetas con la delicadeza de un ritual.

Cal, finalmente, alzó una ceja.

—¿Y vos de dónde aprendiste eso? —preguntó, señalando las brochetas con un gesto de la cabeza—.

Alen no respondió. Solo giró la carne sobre el fuego, como si el comentario no hubiese sido más que viento pasando entre las piedras ya que este seguia argel por el bondi.

El crepitar de la carne al dorarse se mezclaba con el sonido tenue del fuego, y el aroma lo envolvía todo. Alen retiró una de las brochetas, sopló apenas y la sostuvo unos segundos en el aire antes de acercársela a Cal.

—Tomá —le dijo, sin mirarlo directamente.

Cal la tomó sin decir nada, aunque no disimuló la forma en que olfateó la carne antes de darle una mordida. El primer contacto con la lengua le arrancó una mueca: estaba caliente como el infierno. Pero aun así, no se detuvo.

Mordió otra vez, con más hambre que prudencia. La carne estaba tierna, con el punto justo de cocción y un leve sabor ahumado que delataba el tiempo exacto sobre el fuego. No había condimentos ni especias, pero tampoco los necesitaba.

—La puta... —murmuró con la boca llena—. No pensé que ibas a saber hacer esto tan bien.

Alen, que ya sostenía su propia brocheta, solo encogió los hombros. Tarareó algo por lo bajo mientras soplaba la punta antes de morder.

—¿De tu vieja, no? —preguntó Cal, masticando todavía.

—Sí —respondió él dudando—. Lo poco que me acuerdo, viene de ahí.

Cal tragó con esfuerzo, se limpió con el dorso de la mano y volvió a mirar la brocheta.

—Esta sí que me la llevo a la tumba... Es la primera vez en semanas que no siento que estoy masticando caucho o rata cruda.

Alen sonrió apenas, más con los ojos que con la boca.

Cal levantó la brocheta vacía como si brindara con ella.

—Si el Culto del Acero te ve cocinar así, te canonizan. Pero por ahora... hacete cargo de la próxima tanda. Quiero otra antes de que me arrepienta de compartirte el combustible.

El fuego seguía ardiendo, bajo, parejo. Y por un momento, en medio de ese paraje seco y desolado, los dos hombres comieron en silencio. Uno satisfecho, el otro sereno.

Cal masticaba con los ojos cerrados, como si la carne fuera un lujo perdido en el tiempo. Se quemaba la lengua, pero no le importaba. Cada bocado lo hacía gruñir satisfecho, sacudiendo la cabeza.

—¡Mierda, pibe! Esto... esto no es carne de ruina. Esto es casi pecado.

Alen no respondió. Solo lo miraba mientras removía las brasas con una rama, atento al color del fuego.

Cal le lanzó una mirada de reojo, medio bromeando.

—¿Qué más sabés hacer que no contás?

Alen solo lo miró, tranquilo, casi en paz. Luego bajó la vista y clavó los ojos en la carne humeante. Pasaron unos segundos. Entonces, sin levantar la voz, dijo:

—¿Culto del Acero?

Fue como encender un generador viejo. Cal dejó el trozo de carne a medio camino, como si esa pregunta abriera una puerta que no esperaba.

—Ah. Eso.

Se acomodó mejor junto al fuego, con una expresión que mezclaba respeto y cautela.

—No es un grupo fácil de explicar. No son bandidos, ni son comerciantes... aunque comercian. No son soldados, aunque van armados hasta los dientes. Son... creyentes. Tipos raros que rezan a máquinas viejas, que hablan con drones rotos como si fueran santos. Veneran el hierro, las luces, lo que quedó del viejo mundo.

Alen asintió levemente, como si procesara cada palabra. No por falta de entendimiento, sino por el peso de lo que escuchaba.

Cal lo observó por un momento más largo de lo normal. Luego murmuró, medio para sí:

—Vos... hablás mejor que antes.

Alen clavó la rama en la tierra, como marcando un punto.

—No aprendí. Recordé.

Cal no dijo nada al principio. Solo lo miró, esta vez con menos burla y más curiosidad. Como si empezara a entender que Alen no era solo un tipo raro salido de una cápsula, sino algo más complejo. Algo que, incluso, podía dar miedo si se cruzaba de la forma equivocada.

Cal tomó otro trozo de carne, esta vez más despacio. Masticó en silencio unos segundos antes de hablar, como si pensara bien cómo decirlo.

—Escuchame, pibe... cuando estemos ahí, con el Culto... lo mejor es que no digas de dónde venís.

Alen no respondió, pero su mirada se afiló un poco.

—No es por vergüenza ni nada —aclaró Cal—. Es porque hay cosas que es mejor dejar en las sombras. Hay gente a la que si le mostrás una chispa, quiere ver el fuego entero.

Tomó un trago de su cantimplora, hizo una mueca y siguió:

—Negociamos con ellos por chatarra valiosa, núcleos viejos, datos en chips oxidados... y a cambio me van a dar una malla solar. No una cualquiera, de esas de carpa o de mochila. Una de las que se usaban para drones de exploración. Ligeras, flexibles... ideales para cargar el núcleo del bondi durante el día.

Se echó hacia atrás, mirando el cielo rojizo que empezaba a mancharse de azul oscuro.

—Con eso, no vamos a necesitar parar cada dos días. Podríamos llegar hasta las ruinas del Sur sin quedarnos tirados.

Alen siguió callado. Pero por su forma de asentir, Cal supo que entendía el valor de lo que decía.

—Ah, y otra cosa —añadió Cal, apuntándolo con el hierro que saban como brocheta—: no los mires raro. Si uno le habla a una tostadora, vos asentís. Si otro dice que un satélite le mandó una profecía, vos sonreís. ¿Entendido?

—Entendido —respondió Alen, seco.

ero lo que Cal no dijo, aunque lo pensó, fue: Y si preguntan por vos… no existís.

Porque en un mundo donde los secretos valen más que la comida, a veces lo más sabio es ser invisible.

La fogata ya era brasas. El calor apenas tocaba, pero la noche había dejado de ser hostil.

Cal se acomodó en el suelo con un suspiro largo. Se quitó el sombrero, luego los lentes, y por último esas gafas gruesas que siempre llevaba encima. Por un momento quedó desnudo ante la noche: su piel blanca como hueso, el cabello fino que casi brillaba con la luz de las llamas, y los ojos rojos que parecían más cansados que peligrosos.

Respiró hondo. Una vez, dos veces. Como si solo ahora pudiera bajar la guardia.

Alen se sentó cerca. No dijo nada. No hacía falta.

Ambos miraron hacia arriba, donde el cielo se extendía como un mar sin fondo. Estrellas, miles, algunas titilaban con fuerza, otras apenas eran un parpadeo.

—Constelaciones —dijo Alen, rompiendo el silencio.

Cal giró un poco la cabeza.

—¿Eh?

—Un hombre… muy parecido a mí —agregó Alen, sin apartar la vista del cielo—. Me enseñó a guiarme por ellas.

No dijo quién era. No lo necesitaba. Pero en su voz había un dejo suave, casi cálido. Como si esa memoria le ofreciera cobijo.

Cal sonrió.

—Mi viejo también me enseñó algunas. Aunque no creo que sean las mismas.

Señaló al cielo, trazando líneas invisibles con un dedo:

—Esa de allá —dijo— la llamaba "la Llave". Decía que siempre apunta al norte si estás perdido. Y esa otra, en forma de media luna, es "la Trampa del Lobo". Si seguís su curva, evitás las tormentas eléctricas del Este.

Alen observó las estrellas que Cal indicaba. No reconocía ninguna.

—En mis recuerdos... estaban la Cruz del Sur, Orión, la Osa Mayor.

Cal negó despacio con la cabeza.

—Esas ya no existen, pibe. O cambiaron. El cielo también muta, como todo.

Quedaron en silencio unos segundos más. Un silencio cómodo. De esos que no se sienten vacíos, sino completos.

—Pero igual sirven —añadió Cal, cerrando los ojos—. Mientras no pierdas la costumbre de mirar arriba... nunca estás del todo perdido.

Alen no dijo nada, pero se quedó ahí. A su lado. Con la vista en el cielo.

Esa noche, por un instante, no fueron carroñeros ni sobrevivientes. Solo dos amigos compartiendo estrellas distintas, buscando sentido en lo que todavía brillaba.

La brisa de la mañana olía a tierra húmeda y madera quemada. Pero en la mente de Alen, lo que soplaba no era viento, sino fuego y gritos.

Se revolvía en sueños, atrapado en una secuencia rota de imágenes que no podía detener.

Un campo de batalla. Cuerpos sin rostro cayendo uno tras otro.

Una cabaña desvencijada en medio de la tormenta, iluminada por rayos.

Sus manos sujetando una caña de pescar... luego una hoja, cortando carne en medio del lodo rojo.

Y esos hombres. Los que hirieron a Cal.

Sus gritos. Sus ojos.

Su silencio al morir.

Alen despertó de golpe, con el cuchillo en la mano. El corazón le latía tan fuerte que le dolía la garganta. La respiración entrecortada.

Un sonido entre los arbustos lo alertó. Se giró, agachado, listo para matar si era necesario.

Pero solo era una liebre. Pequeña. Deforme. Una oreja más corta que la otra.

Lo miró.

Y huyó.

Alen no se movió. Aún tenía el cuchillo en la mano.

—¿Nos atacan? —preguntó Cal, medio dormido, quitándose el sombrero que le cubría el rostro. Su voz rasposa estaba cargada de alarma, aunque sus ojos aún no se habían enfocado del todo.

Alen negó con la cabeza.

—Una liebre —dijo. Su voz sonó áspera, como si no fuera suya.

Cal gruñó y se acomodó de nuevo, aún medio tapado con la manta.

—La puta madre que no pueden dejar dormir al projimo...

Alen guardó el cuchillo. Se frotó el rostro, intentando alejar la niebla que todavía le cubría la mente. Pero no desaparecía del todo. Algunas imágenes se quedaban colgadas, como si buscaran un rincón donde esconderse dentro suyo.

No dijo nada más.

El día había comenzado. Pero en su pecho, la noche aún no se había ido.

El sol aún no asomaba por completo cuando Alen se alejó del campamento.

Los pasos eran cuidadosos, no por miedo, sino por costumbre. Como si supiera exactamente cómo moverse sin dejar huella, sin hacer ruido. Entre las piedras quebradas y la vegetación retorcida, algo llamó su atención: una planta de hojas finas con bordes serrados.

Gengibre.

Más allá, un arbusto bajo, de aroma fresco.

Albaca.

Y, junto a una roca cubierta de musgo, unas flores blancas, pequeñas.

Manzanilla.

Se agachó, observándolas con detenimiento. No supo por qué sabía qué eran… solo que lo sabía. Como si esas cosas hubieran estado ahí dentro desde siempre, esperando el momento para despertar.

No lo pensó demasiado. Las recolectó con cuidado, separando tallos y raíces, dejando lo que no servía. En el camino de regreso al campamento encontró unas latas oxidadas y abolladas. Las limpió con arena y ceniza, las golpeó con una piedra hasta aplanarlas y dobló los bordes hacia arriba.

Platines.

No eran bonitos, pero servirían.

Cuando volvió, el sol comenzaba a pintar el horizonte. Cal aún dormía, con el sombrero sobre la cara y la boca entreabierta.

Alen no dijo nada. Solo dejó las plantas acomodadas a un costado, limpió los platines improvisados, y se sentó junto al fuego ya apagado de la noche anterior.

Mientras removía las brasas, un pensamiento cruzó su mente.

No era aprendizaje.

Era memoria.

Y eso le inquietó más que cualquier tormenta.

El olor fue lo primero que lo despertó.

Cal se removió bajo su sombrero, olfateando el aire como un sabueso viejo y desconfiado.

—¿Qué…? —murmuró, levantando la cabeza.

El vapor de una lata humeante flotaba junto al fuego revivido. Alen estaba sentado con las piernas cruzadas, la mirada fija en el líquido que removía con un palito. No dijo nada, solo extendió la lata hacia él.

Cal la tomó con desconfianza, dio un sorbo, se quedó quieto.

—¿Manzanilla… y jengibre? —frunció el ceño—. ¿De dónde sacaste esto?

Alen se limitó a señalar hacia el horizonte, donde había salido al amanecer.

—Solo... recordé cómo eran.

Cal bufó, entre desconcertado y resignado.

—Cada día das más miedo, ¿sabés?

Alen no respondió. Dio un sorbo de su propio té, aún mirando el fuego.

—Hoy hago el trato —dijo Cal tras un silencio largo—. Vos sos mi cocinero, ¿sí? No abras la boca más de lo necesario, y si te preguntan, cocinás, nada más. Si supieran lo que hacés con un cuchillo…

La frase quedó flotando. Ambos sabían a qué se refería.

Alen asintió.

—¿Culto… del Acero? —preguntó, con ese tono seco, como si cada palabra le costara el doble.

Cal lo miró un momento, notando algo en su forma de hablar.

No tartamudeaba. No buscaba las palabras.

Estaban ahí.

—Mejor no digas que no sabés quiénes son —dijo finalmente—. Y menos que viniste de una cápsula. Lo mejor es que piensen que siempre estuviste conmigo. Lo van a tragar. Nadie se mete con un loco que viaja con un loco más grande.

Alen volvió a asentir, sin levantar la vista.

Cal tomó otro sorbo del té. Respiró profundo. Se veía más tranquilo.

—Y poné tus plantas en el segundo piso —agregó, señalando con el pulgar hacia arriba—. No quiero esas porquerías en el taller. Ese piso ya es un chiquero con toda la chatarra.

Alen apenas curvó la comisura de la boca.

Algo parecido a una sonrisa.

Luego se puso de pie, agarró las hierbas que había recogido y subió por la vieja escalera del colectivo, dejando atrás el olor del té y la conversación.

Cal tardó casi una hora en raspar lo suficiente del núcleo como para darle algo de energía al colectivo y alen se limito a volver a poner la chapa en la ventana, esta vez con mas firmeza supuso el. El viejo armatoste vibró como un gigante dormido despertando con resaca. No era mucho, pero bastaría para avanzar... a paso de tortuga, con todos los sistemas secundarios apagados. Ni ventilación, ni luces, ni estabilizadores. Solo ruedas, motor, y la esperanza de que no se apagara en medio del camino.

—Vamos a llegar —dijo Cal, limpiándose el sudor de la frente—, un par de horas más tarde, pero llegamos. Eso sí, no toqués nada brillante.

El colectivo avanzó como un murmullo por el desierto oxidado, crujiente, lento y pesado, como si el metal mismo temiera acercarse al destino que los esperaba.

Y entonces, a lo lejos, se alzó la muralla.

No era una construcción pulida ni armónica.

Era una monstruosidad apilada de restos de autos, placas de blindaje, engranajes oxidados y columnas hechas con chasis de camiones. Parecía haber sido construida por manos fanáticas y desesperadas, más que por ingenieros. Pero resistía.

Un cartel colgaba torcido sobre una de las puertas, pintado con trazos gruesos, como si la pintura hubiera sido sangre seca:

"La carne es debilidad. El hierro es redención."

Y colgando de la muralla, sujetos por cables o grilletes oxidados, había cuerpos. Algunos aún se movían débilmente. Otros ya eran solo hueso y piel. Todos humanos, o algo que alguna vez lo fue. Mutantes deformes, figuras retorcidas, y unos pocos humanos normales con símbolos marcados a fuego en la piel: miembros caídos en desgracia del propio Culto, tal vez.

—No mires mucho —murmuró Cal, bajando un poco la cabeza mientras se acercaban—. Les gusta que los demás crean que siempre están mirando. A veces… lo están.

Alen observó en silencio.

Su mandíbula estaba apretada, pero no dijo nada.

Sólo sus ojos se movían, recorriendo las formas de los cuerpos colgados, los símbolos, las estructuras.

Analizando. Recordando.

La entrada principal se abrió con un chirrido, empujada por dos figuras altas cubiertas con armaduras hechas de piezas de motor soldadas entre sí. Llevaban máscaras antiguas de soldador modificadas con filtros, y sus voces sonaban metálicas por los altavoces adheridos al pecho.

—Identifíquense.

Cal levantó una mano, bajando el vidrio manualmente.

—Soy Cal. Comerciante. Traigo piezas, relés, núcleos quemados y... buen hierro. Como siempre.

Uno de los guardias asintió. El otro clavó su mirada en Alen.

—¿Él?

—Cocinero. Bueno. Silencioso.

Un par de segundos de tensión. El silencio era espeso como humo viejo.

El guardia asintió lentamente y golpeó dos veces una palanca oxidada a su lado. La puerta del muro se abrió, dejando ver el interior: un laberinto de estructuras metálicas, humo, chispazos eléctricos... y ojos. Muchos ojos, entre cables, sombras y respiradores.

Cal respiró hondo.

—Bienvenido al fierro, Alen —murmuró—. No te separes. Y recordá: acá la carne se arrastra... pero el metal no olvida.

El colectivo avanzó lentamente por la calle principal, y Alen miraba en silencio por la ventanilla rota del copiloto, los ojos recorriendo todo como un cazador silencioso.

La ciudad no era como las otras ruinas que conocían.

Había vida. Pero una vida distorsionada.

Antiguos rascacielos reforzados con chatarra, postes de luz sostenidos por cadenas, cables gruesos colgando como raíces de árbol entre los edificios.

Entre los callejones, gente con implantes visibles, algunos con brazos completamente metálicos, otros con ojos de cristal que giraban en distintas direcciones.

Niños corriendo descalzos, con cascos viejos en la cabeza como si fueran coronas.

La decadencia era evidente, pero también lo era el orden.

Había patrullas de figuras con armaduras hechas de piezas recicladas y luces rojas encendidas en el pecho, caminando como si patrullaran una zona de guerra.

Y todos se apartaban cuando pasaban.

En los muros estaban pintados más lemas:

"El alma es un circuito."

"Quien sangra, debe soldarse."

"La perfección es acero."

El colectivo tomó una curva cerrada, pasando por debajo de una torre oxidada que tenía una sirena apagada en la cima, y finalmente se detuvo frente a un edificio más antiguo, sólido y gris, que aún conservaba un símbolo reconocible: una gran cruz roja pintada en una de sus paredes. Aunque ahora, esa cruz tenía un engranaje negro superpuesto.

—Ahí —dijo Cal, apagando el motor con un suspiro de alivio—. El templo médico. O como les gusta llamarlo… “El Sagrario de la Restauración”.

Alen bajó sin decir una palabra, cargando con él la pesada celda de energía, el corazón de su antigua cápsula.

La sujetaba como si ya no pesara nada.

Entraron al edificio empujando una de las puertas dobles. El interior tenía una mezcla extraña de hospital, taller mecánico y santuario.

El suelo estaba limpio, pero había manchas de aceite por todos lados. En las paredes, en lugar de cuadros, había planos antiguos y circuitos iluminados.

Y en el centro, bajo una luz blanca intensa, un altar metálico.

Detrás de él, un hombre alto con un brazo totalmente mecánico y ojos cibernéticos levantó la vista. Vestía una túnica negra con costuras de cobre y una máscara que dejaba ver su boca, donde los dientes eran de acero pulido.

—Bendito sea el núcleo —dijo al ver el objeto que Alen sostenía.

—Te lo dije —interrumpió Cal, levantando las manos—, esto les va a encantar. Es puro, es viejo… y estaba activo hasta hace poco.

El hombre caminó alrededor de Alen, sin mirarlo directamente, analizando el núcleo.

Lo tocó suavemente, casi con reverencia, y murmuró algo que sonó más a una oración que a una inspección técnica.

—A cambio... —empezó Cal.

—Recibirás lo prometido. Una malla solar triple capa. Portátil. Conector universal. No se calienta, no se rompe. Digna de la carne que no teme al hierro.

El trato se selló con un gesto. El intercambio fue rápido.

Mientras el Cultista retiraba el núcleo con sumo cuidado, como si fuese el corazón de un dios dormido, Cal volvió a mirar a Alen.

—No digas nada —le susurró—. Solo observá. Aprendé. Ellos no olvidan las voces.

Alen asintió apenas, sin mostrar expresión. Pero sus ojos se movían con detalle.

Miraban todo.

Memorizaban todo.

Porque aunque aún no sabía quién había sido…

…sabía que este lugar le decía algo.

Y no estaba seguro de si eso lo tranquilizaba…

…o lo ponía en guardia.

Mientras Cal negociaba con entusiasmo con el encargado —hablando de voltajes, acoplamientos y “sol radiante” como si fueran términos sagrados—, Alen se mantenía unos pasos atrás, observando… hasta que un leve ruido quebró su atención.

Un chirrido apenas audible. Como un quejido corto, rápido, contenido.

Venía de una caja cubierta con una lona vieja, que uno de los acólitos transportaba por un pasillo lateral.

El movimiento de Alen fue casi natural. Como si su cuerpo supiera moverse antes de que él lo decidiera.

Se alejó de Cal sin que este lo notara, siguiendo al sujeto por pasillos metálicos cada vez más oscuros y apartados del centro.

Fue entonces cuando se detuvo.

A su izquierda, a través de una ventana sucia de vidrio reforzado, vio algo que lo congeló.

Incubadoras.

Una hilera completa.

Dentro, bebés.

No eran muchos. Todos dormían. Conectados a sensores, algunos con pequeñas placas metálicas adheridas al cráneo o al pecho.

Uno tenía un brazo vendado con algo que no parecía piel.

Alen los observó en silencio. No mostró nada en su rostro. Pero en sus ojos, algo se encendió.

Una chispa. Memoria o rabia, era difícil decirlo.

Otro quejido. Esta vez más claro.

Volvió a caminar.

Al fondo del pasillo encontró una puerta metálica entreabierta. No tenía símbolos ni marcas sagradas.

Solo una palabra grabada con cuchilla en la chapa oxidada:

“ASCENSIÓN”

Empujó la puerta.

El interior era un quirófano improvisado, lúgubre, iluminado por una lámpara colgante que oscilaba lentamente, proyectando sombras largas.

Las paredes estaban cubiertas con partes de animales: garras, patas, cráneos abiertos.

Algunos colgados como en una carnicería. Otros conectados a sistemas rudimentarios de soporte vital.

Un cuervo con un ala reemplazada por una pieza de dron.

Un gato con ojos electrónicos… muertos, sin brillar.

Un mono con cables que sobresalían del cuello, aún con sangre seca.

El cultista, ajeno a la presencia de Alen, tarareaba mientras abría la caja.

Dentro, un cachorro. Pequeño. Tembloroso.

Su único “defecto”: un colmillo más largo que el otro, que lo hacía sobresalir incluso con la boca cerrada.

—Este… tiene potencial —dijo el hombre, sacando una herramienta.

—Quizá… lo consiga. Quizá este sí lo entienda.

Entonces, el movimiento.

Rápido. Letal.

Alen apareció detrás, tan silencioso como una sombra.

Un brazo alrededor del cuello. El otro, hundiendo su cuchillo en la base del cráneo.

El cuerpo cayó como un saco de metal y huesos.

El silencio volvió.

El cachorro lo miró. No lloró. Solo jadeaba, el cuerpo temblando por el miedo, los ojos grandes fijos en Alen.

Alen lo observó por un largo rato.

Luego, se arrodilló. Le cortó las ataduras con el mismo cuchillo.

El cachorro dio un paso, dudó… y se acercó a su pierna.

—No —fue lo único que dijo Alen, como si con eso bastara para establecer los términos.

Pero el cachorro no se alejó. Solo se sentó a su lado, pegado, como si hubiera decidido que ese era su lugar.

Alen suspiró.

Se volvió una última vez a mirar la sala. Los cuerpos. Las máquinas.

Y mientras se marchaba con el cachorro tras él, murmuró algo que apenas se escuchó.

—Esto no es redención.

Alen miró al cachorro. Este lo miró de vuelta.

Suspiró por segunda vez en menos de un minuto —lo que para él ya era casi un exceso—, y se inclinó con cuidado. Lo envolvió con su chaqueta y lo alzó con un solo brazo.

—Silencio —murmuró.

El cachorro, como si lo entendiera, dejó de jadear. Se acurrucó contra su pecho, oculto bajo la tela. Alen lo sostuvo con firmeza, caminando entre pasillos como si fuera solo uno más, sin llamar la atención, sin correr… pero sin detenerse.

Mientras avanzaba hacia la salida, escuchaba los sonidos del culto a su alrededor: oraciones mecánicas, metales chocando, la voz lejana de alguien recitando un “Versículo del Circuito”.

Nada parecía notar lo ocurrido.

Salió al patio justo cuando el sol comenzaba a alzarse entre los restos de estructuras oxidadas.

Y ahí estaba: el colectivo.

El segundo piso brillaba.

La malla solar nueva, negra como la noche, se desplegaba con un suave zumbido, acoplándose magnéticamente al techo como si fuera parte del vehículo desde siempre.

—¡Mira eso! —gritaba Cal desde abajo, sonriendo como un niño en su cumpleaños—. ¡Casi parece una nave vieja de exploración! ¡Hermosa, ¿eh?! ¡Te dije que era buen trato!

Alen se acercaba en silencio, el paso firme, la mirada seria… pero Cal no lo notó de inmediato.

—Ah, ahí estás. Pensé que habías ido a mear y te habías caído en una cloaca o algo... —rió—. Vení, te vas a caer de culo con esto. Ya carga un dos por ciento y todavía ni amanece bien.

Pero entonces lo vio.

No algo visible… sino el gesto.

Alen venía rápido. Demasiado rápido para alguien tan sereno.

Y aunque su cara estaba como siempre —seria, callada—, sus ojos miraban a todos lados. Su respiración era tensa, contenida.

—¿Alen…? ¿Todo bien?

Alen lo miró solo un segundo.

—Tenemos que irnos —dijo, y no se detuvo.

Cal parpadeó, confundido, pero alcanzó a sentirlo.

Ese tono. Esa urgencia contenida.

—¿Te metiste en problemas? —susurró, siguiéndolo.

—No.

—¿Mataste a alguien?

Alen no respondió.

Abrió la puerta del colectivo y subió de un salto al primer piso, cerrando con fuerza. Desde afuera, Cal solo alcanzó a oír un leve chillido… como un quejido agudo y suave.

Entrecerró los ojos.

—No puede ser...

Entró justo cuando Alen guardaba la chaqueta cuidadosamente en una vieja caja de herramientas vacía, dejándola entre trapos limpios. El cachorro asomó un ojo y lo volvió a esconder al ver a Cal.

—¿Es un perro?

Alen lo miró.

—Un problema.

Cal se llevó la mano al rostro.

—Por todos los núcleos oxidados… ¿mataste a alguien para robarte un perro?

—Lo salvé —dijo Alen.

Esa frase le cayó a Cal como una roca.

Era la primera vez que lo oía decir algo tan claro, tan directo… y con ese tono.

El silencio duró un momento.

—Bueno... —resopló—. Si nos persiguen, yo te entrego y me quedo el perro, ¿estamos?

El cachorro asomó la nariz. Cal le acarició la cabeza con un dedo enguantado.

—Feo… pero simpático. Como vos.

Alen cerró la tapa de la caja y revisó la hoja de su cuchillo en silencio. Cal, por primera vez, notó un leve rastro de sangre seca en la funda.

—Vamos a arrancar —dijo Alen, mirando por la rendija del portón.

Cal encendió el colectivo.

El rugido del colectivo cobró vida justo cuando el sol rompía entre las torres retorcidas del antiguo mundo.

Cal sonreía, aún con el brillo del trato hecho pintado en el rostro, cuando una figura salió corriendo desde uno de los edificios del culto.

Era un sacerdote, con su túnica gris metálico ondeando detrás, el rostro cubierto con una máscara de placas oxidadas, y en la mano… un comunicador rústico hecho de restos de drones.

—¡¡ALERTA!! ¡¡ASESINATO EN SECTOR DE ASCENSIÓN!! ¡¡CIERREN LAS SALIDAS!!

Alen y Cal se miraron al mismo tiempo. No hacía falta hablar.

—¿Ahora sí? —dijo Cal mientras ya ponía la palanca en reversa.

—Ahora —respondió Alen, firme, y se aferró al soporte del asiento.

El colectivo dio un salto atrás, el motor forzado rugiendo con toda la potencia que su viejo corazón mecánico podía dar.

Las ruedas chirriaron sobre el suelo de piedra y polvo mientras giraban bruscamente, y comenzaron a retroceder por el camino principal, que ya no estaba tan libre como cuando llegaron.

Desde lo alto de una torre, uno de los robots de combate del culto activó su visor.

Giró su brazo mecánico con precisión clínica…

Y disparó.

¡CLANK!

Un arpón metálico voló como un relámpago, impactando con fuerza brutal contra la chapa que Alen había en la ventana del costado.

La chapa se abolló, se astilló parte del marco, pero resistió.

El arpón no logró perforar, aunque crujía, clavado, vibrando como una lanza maldita.

Alen ya tenía su cuchillo en mano, pero Cal lo detuvo.

—¡Ni se te ocurra abrir la puerta!

—No pensaba —dijo Alen, mientras el cachorro ladraba desde su escondite.

El colectivo maniobraba con esfuerzo, esquivando zonas donde los robots montaban vigilancia. Uno más alzó el brazo, pero el giro cerrado que Cal hizo por entre dos columnas de chatarra lo sacó de su ángulo de tiro.

—¡Aguanta, vieja bestia! —gritaba Cal—. ¡Aguanta un poco más!

Entonces pasó:

La malla solar, completamente desplegada y bañada por la luz directa del sol, comenzó a vibrar levemente. El núcleo, que apenas mantenía con vida al vehículo, se encendió como si hubiese bebido fuego líquido.

Un zumbido sordo recorrió todo el chasis.

Las luces internas parpadearon, y los indicadores del tablero saltaron de rojo a naranja… luego a verde.

—¿Eso es…?

—Sí —dijo Alen, mirando el voltímetro subir—. Carga directa.

El colectivo avanzó con más fuerza. Más potencia.

Ahora ya no huían. Corrían.

El sol caía sobre el techo como una bendición de otra era, y el hierro respondía con furia.

Un último portón de restos de tanques reciclados se abría a medias.

Cal lo miró, ajustó los dientes y gritó:

—¡AGÁRRATE, HERMOSURA!

El colectivo embistió el borde del portón con un ruido seco, arrancando placas viejas y lanzando pedazos al aire como si fueran papel.

Cuando salieron al desierto más allá, la ciudad quedaba atrás, rugiendo alarmas y caos.

El arpón seguía clavado, vibrando con cada salto… pero no lograron detenerlos.

Dentro, el cachorro ladró una sola vez.

—Ya estás a salvo —le dijo Alen, acariciándolo.

Cal soltó una risa nerviosa y pisó más el acelerador.

—Te juro que si esto sigue así, me va a dar un bobazo un dia de estos.

Mientras el colectivo se perdía en la línea del horizonte, dejando tras de sí una estela de polvo, el sacerdote permanecía quieto en el umbral del templo, observando.

A su lado, uno de los acólitos sostenía una vieja cámara ocular, acoplada a un dron de vigilancia.

Las imágenes eran claras: el rostro de Alen mientras cargaba al cachorro, el colectivo con su chasis remendado y su distintiva malla solar reluciendo como alas de fuego.

—¿Está seguro de que era un hombre? —preguntó uno de los técnicos, mientras revisaban los restos en el quirófano profanado.

—No —respondió el sacerdote, aún con la voz serena—. No era un hombre. Era un error.

El acólito entregó la imagen impresa en papel fotónico, una tecnología vieja pero confiable.

El rostro de Alen aparecía en medio del recuadro, entre sombras, serio y decidido.

El sacerdote la tomó con manos temblorosas, luego la entregó al escriba mayor.

—Redacta un decreto.

—¿Sobre?

—Excomunión total.

Los nombres son irrelevantes: bastará con llamarlos los Profanadores del Núcleo.

Quiero sus rostros, sus símbolos, su máquina de guerra, marcados como herejía.

El escriba asentía, escribiendo con tinta roja en un códice de hierro.

—¿Y la recompensa?

—Alta. Muy alta. Quiero sus huesos para los reactores. Su sangre para el altar.

Un último acólito llegó jadeando, trayendo un trozo de chapa arrancado del impacto del arpón.

El sacerdote lo miró en silencio.

—Dios sapien vio su pecado.

Y el hierro los encontrará.

En una cámara profunda bajo el templo principal, donde las paredes eran de acero puro y el silencio era una constante, tres figuras encapuchadas se reunían bajo el símbolo del engranaje rojo. No llevaban nombres, ni rangos visibles. Solo códigos y cicatrices.

—No podemos emitir un decreto público —dijo uno con voz distorsionada por un modulador—. Si los puestos menores descubren que dos forasteros asesinaron a un científico consagrado y huyeron, perderemos autoridad.

—Ya se está filtrando entre los acólitos. El olor a sangre en el quirófano se extendió —agregó otra voz, más aguda, casi burlona.

—Entonces mandaremos a los Cazadores del Eje —sentenció el tercero, más firme—. Silenciosos. Precisos. Implacables.

Uno de ellos activó una pantalla vieja conectada a un núcleo oscuro. Aparecieron las fotos: el rostro de Alen, el colectivo oxidado, el perro de colmillo torcido. Todo archivado.

—Objetivo prioritario: recuperar el núcleo de la cápsula.

—¿Y el sujeto?

—Vivo si es posible. Desmontado si no.

Se intercambiaron miradas bajo las sombras de sus capuchas.

—¿Y el carroñero?

—Un accidente útil. Si colabora, que siga vivo. Si estorba… que sirva de ejemplo.

Los tres asintieron, y una vieja compuerta se abrió sola.

De allí salieron figuras en silencio: altos, cubiertos de placas negras, con armas integradas en sus brazos y ojos brillando como faros en la niebla.

Uno de ellos olfateó el aire, aún dentro del templo, como si pudiese seguir el rastro desde allí.

—El hierro encontrará a los herejes —susurró el líder.

Y se fueron sin más palabra.

[Fecha estimada:21 De Junio 3995]

Ubicación: Ubicación: en la ruta.

No sé cómo lo llaman ellos.

Cazadores, guardianes, bestias.

Para mí, solo fueron sombras con olor a metal y muerte.

El primero no habló.

Tampoco gritó cuando lo hice caer.

Solo sangró... como todos.

A veces creo que mi mente inventa cosas.

Pero los ojos no mienten, y ese lugar apestaba a dioses rotos.

Hoy tengo algo que no esperaba:

Un compañero.

Leni.

Un perro blanco con una mancha marrón sobre el ojo derecho, que sube hasta la oreja.

Y otra que cubre por completo la izquierda.

Pequeño. Silencioso. Inteligente.

Me recuerda al hijo de alguien.

¿Mío? ¿De otro? No lo sé.

Pero se queda cerca.

No ladra. Solo observa.

Como yo.

Cal dice que no es buena idea tener algo así.

Que en este mundo las cosas se pierden.

Le dije que no era “algo”.

Es alguien.

Y esta vez no lo pienso perder.