capítulo 1 Alexander Yavin

Alexander solía mirar las estrellas en silencio, no por admiración, sino por costumbre. Para él, las estrellas no eran belleza: eran advertencias.

Le recordaban que la historia no la escriben los justos, sino los que sobreviven.

En este universo, la supervivencia del más fuerte no es una ley escrita, pero sí es la única que se cumple.

Las razas luchan por no desaparecer. Algunas civilizaciones renacen, otras se apagan. Hay quienes se rinden, y otras pocas escriben su destino con fuego, hierro y sangre.

La humanidad…

La humanidad, pensaba Alexander, aún poseía un potencial inmenso. Incomprendido. Peligrosamente intacto.

Pero se encontraba abandonada, dividida, corrompida por dentro. Tan caída estaba, que ni sus enemigos la veían como una amenaza. ¿Para qué conquistar una civilización desordenada, sin recursos, sin cohesión?

No valía el esfuerzo.

A menos que alguien la reclamara.

Alguien dispuesto a reconstruirla desde sus cenizas.

Alexander Yavin.

¿Un protagonista? ¿Un idealista? ¿Un déspota en potencia? ¿O solo alguien que se cansó de obedecer sin sentido?

Graduado con honores de una de las últimas academias militares del sistema, Alexander comenzó a destacar desde joven.

A los 25 años ya era general. A los 28, mariscal de campo. Uno de los más jóvenes en lograr tal rango. Pero eso no lo llenó. No bastaba con dirigir tropas. Empezó a mirar más allá del campo de batalla.

Se interesó en la política. No para ganar votos, sino para entender cómo se construyen los imperios.

¿Por qué? Quizá por lo que vivió.

Nació en la Tierra, en lo que alguna vez fue Rusia. En una llanura aún fértil, donde el aire era respirable y el cielo todavía azul. Allí vivió sus días más felices, rodeado de sus padres, sus amigos y un mundo que, aunque deteriorado, aún parecía tener redención.

Pero el colapso llegó rápido. Disturbios. Cortes de energía. Epidemias. La economía colapsó. Las élites —tecnócratas, burócratas, empresarios— decidieron que la Tierra era un lastre. Un estorbo. Su familia, como muchas otras, se hundió.

Su madre enfermó. Su padre fue reclutado forzosamente y nunca regresó. Alexander, aún un niño, trató de cuidar de ella con lo poco que tenían. Hasta que llegó la guerra.

Esa maldita guerra.

Recuerda esa mañana con una claridad insoportable.

Soldados llegaron a su casa. Golpearon la puerta. Dijeron que debían evacuar a los menores. "Por seguridad", decían. "Para cuidarlos."

Su madre trató de detenerlos. Ya no tenía fuerza. Solo lágrimas. Apenas pudo levantar una mano.

Pero fue inútil.

Alexander fue arrancado de sus brazos.

Gritó. Pateó. Lloró. Nadie lo escuchó.

La última imagen que tiene de su madre es su rostro febril y su mirada resignada. Nunca la volvió a ver.

Y lo que vino después fue peor.

No lo llevaron a un refugio. Fue vendido.

Uno más entre muchos. Una red de tráfico de menores disfrazada de ayuda humanitaria.

No habla de esa época. No quiere. No puede. Solo recuerda la oscuridad. El frío. El hambre. Las cosas que vio. Lo que hizo para sobrevivir.

Escapó. Pero no salió ileso.

Desde entonces, Alexander Yavin no busca redención.

Solo orden. Y control.

Fue rescatado por una patrulla del Ejército Federal Provisional. Trasladado a un centro de rehabilitación orbital, su comportamiento frío y analítico llamó la atención de un oficial retirado: General Alaric Vossen.

Vossen no era un burócrata. Había servido con honor en conflictos interestelares menores y era conocido por su integridad, algo poco común en el aparato militar. Reformista silencioso, había sido relegado a labores de formación por ser demasiado honesto para los altos mandos.

Vio en Alexander algo diferente. Una voluntad endurecida. Una mente en silencio que observaba todo. Lo recomendó personalmente para ingresar a la Academia Estratégica de Carthagos, donde se forjaban los futuros líderes del ejército.

Alexander no destacó por carisma. Destacó por disciplina. Por su comprensión fría y rápida de la estrategia.

Por su silencio. Por su obsesión con el control.

Vossen se convirtió en su mentor. No un padre, pero sí un arquitecto. Le enseñó que el verdadero poder no está en disparar primero, sino en saber cuándo hacerlo y por qué. Le introdujo en los círculos reformistas dentro del ejército. Le enseñó que incluso una institución corrompida puede servir si sabes cómo usarla.

Pero el sistema no perdona a quienes quieren cambiarlo.

Cuando Alexander era ya teniente, Vossen fue acusado de conspiración. Las pruebas eran débiles. Los cargos, falsos. Pero bastaron. Fue enviado a una colonia minera olvidada. Murió meses después, oficialmente por "accidente de navegación".

Alexander supo la verdad. Y entendió que no bastaba con reformar el sistema.

Había que construir uno nuevo. Desde los cimientos.