Capítulo 8 – EL RECUERDO

La ocupación de Varnak Strain no fue rápida, ni limpia. Fue prolongada, dolorosa y costosa.

Los informes llegaban desde todos los frentes: las pérdidas humanas comenzaban a contabilizarse por decenas de miles, y los recursos logísticos del Nuevo Orden sufrían una presión constante. Los transportes de personal, abastecimiento y refuerzos recorrían los cielos de aquel planeta selvático bajo fuego antiaéreo, mientras las tropas descendían en zonas tomadas por insurgentes que no reconocían más ley que la del hierro.

En los búnkeres de comando de Terra Primaris, las discusiones entre los mandos del Estado Mayor se habían vuelto más intensas. El conflicto, en apariencia contenido, estaba drenando recursos con una velocidad alarmante. El general Valgor hablaba de desgaste prolongado, la general Del’Shan de la necesidad de precisión quirúrgica. Pero Alexander Yavin ya había tomado una decisión.

El planeta no sería abandonado. Se mantendría bajo ocupación completa, sin importar el precio.

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Mientras tanto, en lo más profundo de las selvas de Varnak Strain, Kael Varn observaba desde su puesto de vigilancia. Su barba crecida, su rostro endurecido por el clima y los años de guerra, lo hacían parecer más viejo de lo que realmente era. Sus ojos, sin embargo, conservaban una inteligencia feroz. Había sobrevivido demasiado como para doblegarse fácilmente.

Kael no era un idealista. Era un producto del entorno.

Nacido en los barrios marginales de una estación orbital desmantelada, huérfano desde niño, Kael había crecido entre mafias menores y bandas de contrabandistas. Cuando su madre contrajo la Plaga Roja B-16, una enfermedad hemorrágica devastadora que azotaba las zonas pobres sin acceso a atención médica, Kael tuvo que ver cómo agonizaba lentamente, escupiendo sangre sobre mantas viejas mientras él intentaba, sin éxito, conseguir ayuda.

A partir de entonces, su vida se volvió una escalada violenta de supervivencia. Robó. Mató. Traicionó. Y se convirtió, eventualmente, en el líder de un ejército irregular de criminales, mercenarios y desertores. Varnak Strain era su reino.

Pero Kael no era un simple bandido. Había leído. Había aprendido. Sabía exactamente cómo funcionaban los imperios, y qué sucedía cuando uno dejaba de pelear.

—Ellos nos llaman escoria —dijo Kael a uno de sus lugartenientes esa tarde—. Pero yo vi a su querido Nuevo Orden bombardear hospitales en la Zona Delta. ¿Eso no es escoria también?

El fuego de artillería lejano retumbó como respuesta.

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Mientras tanto, el Consenso, desde sus sectores aún seguros, comenzaba a enviar suministros encubiertos a los señores de la guerra de Varnak. No porque creyeran en ellos, sino porque mientras el Nuevo Orden estuviera atrapado en aquella guerra asimétrica, tendrían tiempo para reorganizarse, consolidar las colonias neutrales mediante diplomacia o soborno, y evitar su propia desaparición.

En Kireas IV, los informes llegaban con creciente entusiasmo: la guerra de desgaste estaba funcionando.

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En Terra Primaris, las consecuencias se hacían sentir.

Las industrias fueron adaptadas a una economía de guerra total. Se nacionalizaron plantas de ensamblaje, se crearon nuevas corporaciones estatales con capital estatal bajo el nombre de SIREM (Sistema de Industrias de Reconstrucción y Expansión Militar). El Crédito Estelar Unificado mantenía su solidez gracias a una combinación de control monetario férreo, expropiaciones calculadas y comercio con colonias neutrales, mientras el aparato propagandístico reforzaba la imagen de Yavin como figura de unidad y redención.

Aun así, las bajas crecían. La opinión pública se dividía.

En los centros urbanos del Nuevo Orden, el patriotismo se elevaba. Desfiles militares, transmisiones públicas con mensajes de unidad, y vídeos de soldados rescatando niños bajo fuego cruzado daban esperanza a millones. En los sectores rurales, sin embargo, el cansancio era palpable.

Las madres lloraban en silencio. Los soldados regresaban mutilados. Y los economistas advertían que el costo de mantener la guerra en Varnak podría ser insostenible si esta se prolongaba dos ciclos más.

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Epílogo – El Páramo de la Tierra

Alexander Yavin caminaba en silencio entre las ruinas de lo que una vez fue su hogar.

La antigua granja donde pasó su infancia, en los páramos ahora conocidos como la zona de aislamiento de Terra Primaris, había sido conservada como un gesto simbólico. Nadie vivía allí. Nadie osaba tocarla. Era un santuario muerto, rodeado de campos áridos y muros oxidados que alguna vez contuvieron vida.

No quiso entrar.

Se detuvo frente al porche donde su madre solía sentarse al atardecer. El mismo porche donde, siendo niño, había jurado algún día protegerla. Fracasó.

El viento arrastraba polvo y memorias que él intentaba reprimir. Pero no podía.

Recordó su risa. Su tos. Su último susurro.

Apretó los puños. Cerró los ojos.

No lloró. No podía hacerlo. No después de todo lo que había hecho.

El gran líder del Nuevo Orden, el arquitecto de una nueva era, se quedó allí por largos minutos, en silencio.

Y luego se marchó. Sin mirar atrás.