Tratado de paz

Igfrid recordó la última vez que la había visto. Canaria sonreía feliz y tranquila en las playas de Shattar, en el nuevo continente; aquel día las olas verdosas del mismo tono que los ojos de Canaria, se mecían plácidamente y ella, con la luz del sol del atardecer en su rostro, se veía radiante. Los reflejos del sol moribundo en su cabello plateado la hacían ver como un hada, sobrenatural y hermosa.

—Tendré a tu hijo.

"Con esas palabras fui tan feliz en ese momento; y sostuve tu mano fuertemente, guiándote hacia donde nuestra gente nos esperaba, felices. Todos lo fuimos. En ese momento no podía pedir nada más."

Recordó las felicitaciones, la comida, la alegría de aquel atardecer… hasta que el momento agradable fue roto cuando la copa de vino que sostenía en su mano cayó gracias a la convulsión que el veneno provocó. Él había pensado que fue cauteloso al respecto de quién podía permanecer a su lado en su pequeño círculo de colaboradores, sin embargo su autoconfianza lo cegó.

En el piso, atado por los dolores del veneno fluyendo en su cuerpo e interfiriendo con sus circuitos mágicos, observó cómo Canaria, la mujer que esperaba a su futuro hijo, fue capturada y maltratada por alguien a quien solían llamar amigo.

Dado por muerto, Igfrid sobrevivió por mera voluntad. Su magia se había ido, su esposa le había sido arrebatada y, como un castigo divino por lo que había hecho antes, su cuerpo estaba lesionado a tal punto que le era difícil siquiera ponerse de pie.

—Sus circuitos mágicos están quemados… —August, su más fiel hombre, confirmó su estado después de encontrarlo agonizando.

Gastó medio año en reponerse lo suficiente como para viajar al Imperio de Lothien, donde las mareas de la inconformidad social se agitaban tanto que sólo hacía falta una pequeña chispa para hacer estallar todo.

Y la chispa fue Igfrid.

El príncipe justiciero que se autoexilió sin el conocimiento del público volvió para comandar al pueblo y sacar del trono al tirano. Su cabello dorado y sus ojos rojos, señal de su linaje, fueron suficiente prueba en un Imperio donde los líderes eran descendientes directos de los dioses.

Sin embargo su magia no había regresado por completo y tuvo que aprender a usar la magia tal y como los salvajes demihumanos lo hacían, tomándola por la fuerza del ambiente y no produciéndola dentro de sí.

Aprovechó su vida de comerciante en el exilio y trajo herramientas mágicas que incluso los plebeyos sin magia ni aptitudes podían utilizar. Las armas de las naciones del nuevo continente que apenas si tenían contacto con otros lugares fueron una ventaja aplastante.

Los revolucionarios pronto tomaron las ciudades del sur, donde la costa proveía de suministros traídos del nuevo continente; la guerra sangrienta no había parado en poco más de un año.

Un año y seis meses de no ver a Canaria, de no saber nada sobre el hijo de ambos.

Los rumores de que Silvine había tenido al heredero del imperio se difundieron en medio de las batallas y el avance del pueblo armado. El imperio de Lothien, a esas alturas, ya estaba dividido en dos: el sur era controlado por los revolucionarios y el norte por el actual emperador, Sigurd Regulus D'Tyr.

Una carta fue entregada luego de tomar el poblado más cercano a Lörien, la capital. El mensajero era un noble en el escalón más bajo que no se podía considerar siquiera en edad de ser llamado un hombre, con un poder mágico comparado al de un plebeyo con talento. El chico temblaba mientras lo escoltaban dos soldados revolucionarios, quienes sostenían las armas mágicas desconocidas que Shattar había entregado gustosamente, hechas de un metal desconocido moldeado como un tubo adherido a un mecanismo que brillaba cuando el maná del ambiente se cargaba lo suficiente cuando se apretaba un botón y era disparado con algunos segundos de retraso en una ráfaga de luz lo suficientemente poderosa como para atravesar el corazón de una persona que no usaba armadura, y también podía perforar las armaduras de baja calidad. Esas armas eran precisas y mortales en manos adecuadas incluso ante las armaduras de nobles mayores, siendo la cabeza y los huecos de las armaduras los objetivos principales.

Vesseror era el nombre del chico que temblaba como una hoja al viento cuando lo enviaron hacia los miembros de la revolución para entregar la misiva. Había sido elegido como sacrificio por un padre que no veía el valor de tener a un hijo con tan mínima calidad de maná y quien ni siquiera tenía una bendición de los dioses a una edad tan tardía como lo era los catorce años. Ni siquiera tenía la capacidad para ser un paje o un escudero adecuado, así que como el desecho que era, lo habían enviado con un grifo viejo y una bandera de rendición al sur con la única tarea de entregar un mensaje.

Si Vesseror volvía o moría a manos de los revolucionarios era algo que a su padre no le importaba, aunque había sido claro que prefería lo último.

En cuanto bajó del grifo, su ser fue registrado de la manera más bochornosa que pudo imaginar a manos de un hombre que le doblaba la altura, aunque acostumbrado al maltrato de su padre y los caballeros a los que servía como ayudante, agradeció que no había sido nada doloroso. No era extraño para Vesseror ser golpeado, empujado y abusado verbalmente sin motivos especiales salvo existir como una mancha de la nobleza, entonces el registro para detectar cosas peligrosas no fue tan duro a pesar de ser vergonzoso.

Otros soldados de la revolución que estaban presentes y con las armas extrañas en sus manos, miraron atentamente lo que había pasado; Vesseror sintió la lástima más que la burla emanar de esos hombres que apenas y tenían una armadura de cuero sobre su pecho y vestían con sus ropas pobres sin protección mágica visible.

—¡Son unos miserables! —Dijo el hombre, y luego escupió. La sustancia pegajosa que fue expulsada de su boca, manchó la piedra blanca de las calles del poblado. —Enviaron a un simple escudero con un grifo viejo que apenas si puede volar.

Los soldados que estaban ahí asintieron y las miradas de lástima hirieron más a Vesseror que lo que sus anteriores superiores pudieron haberle hecho. No le gustaba el sentimiento que traía el ser visto como algo indefenso y pobre, mucho menos si quien lo pensaba era un plebeyo.

El hombre llamó a otro un poco más pequeño, quien traía en sus manos una soga hecha de un material oscuro que parecía absorber la luz. Vesseror sólo pudo observar la cara del nuevo hombre desconocido, salpicada de pecas, con miedo; sabía que no podía ni debía resistirse, pues no quería morir. Él era un noble débil que no tenía nada bueno, ni en el aspecto físico o el intelectual siquiera; para un grupo de plebeyos con armas extrañas como las que llevaban era una presa fácil.

Sus manos fueron atadas con esa cuerda extraña y sintió cómo el poco flujo de maná fue cortado en el acto. Las náuseas no se hicieron esperar y pronto su cuerpo se dobló cuando sus piernas temblorosas colapsaron sin fuerza.

—No debe tener mucho maná si sólo se cayó, ¡levántalo y llévenlo con nuestro kral! —Dijo el hombre gigante que lo había revisado antes.

Un par de revolucionarios con las armas extrañas en sus manos se unieron al que levantó a Vesseror. El acto había sido rudo y grosero, pero no lo lastimó. El temblor de sus piernas empezó a desaparecer mientras caminaba un poco más, aunque la náusea permaneció. Realmente el chico no sabía si esta última era por la soga o por la ansiedad de la ignorancia sobre lo que pasaría con él en el futuro.

Fue llevado a base de empujones hacia una casa en el centro de la ciudad. Los signos de la guerra se veían en el poblado, pues algunas construcciones tenían agujeros hechos seguramente por explosiones mágicas. Un par de grifos sobrevolaban la plaza y unas mujeres que parecían demihumanas daban instrucciones a algunos revolucionarios que esperaban junto a sus respectivas monturas voladoras.

Las mujeres parecían ser faunos, con su piel en muchos tonos de azul y sus orejas largas y puntiagudas. Unas cornamentas sobresalían de sus cabezas y en su cabello algunas llevaban adornos parecidos a las hojas de un árbol. Vesseror nunca había visto algo como eso. En realidad, en Lothien los demihumanos eran escasos, siendo la mayoría esclavos.

Los únicos demihumanos con los que él había tenido contacto eran con los semielfos que transportaban desde las colonias de Lothien en el nuevo continente para ser vendidos como esclavos. Los elfos eran parecidos a los humanos, así que no era de extrañar la aparición de semielfos y el albor de su uso como asistentes de la nobleza de Lothien debido a su buen aspecto y su semejanza con la gente común.

Para los nobles, los faunos y otros tipos de demihumanos eran aberraciones que no podían poner a la vista, pero a Vesseror esas mujeres fauno le parecieron hermosas a pesar del corto tiempo que pudo observarlas.

La puerta de la casa fue abierta y Vesseror obligado a entrar. Por consiguiente, tuvo que dejar de ver a aquellas mujeres desconocidas y hermosas.

El lugar parecía una posada lo suficientemente decente como para alojar a gente de la nobleza baja, aunque estaba un poco sucio. Lo guiaron hacia el segundo piso y en su camino por las escaleras pudo ver manchas de sangre que le hicieron estremecerse.

Llegaron a una habitación donde un miembro revolucionario con su característica arma en las manos esperaba junto a la puerta. Saludó a los escoltas que guiaban a Vesseror con el puño sobre el pecho, tocó dos veces la puerta y ésta fue abierta al poco rato.

Vesseror no tenía valor para ver lo que estaba más allá de la puerta; sus ojos se fijaron en el piso y la madera pulida que ahora estaba sucia y polvosa. Escuchó cómo los soldados revolucionarios daban su saludo y las pisadas de alguien acercándose.

—Vino con una bandera de rendición, dice traer una misiva urgente. —La voz del joven hombre con pecas explicó brevemente la situación mientras lo empujaba al frente. Fue entonces que Vesseror alzó la cabeza para ver a quién le estaban informando.

Una cara hermosa aunque masculina, unos ojos rojos, tan rojos como la sangre y brillantes como gemas malditas que parecían hechizar a cualquiera que los mirara, así como lo hacían los ojos de la diosa de la guerra; y su cabello dorado, no rubio, dorado como el metal precioso dedicado al dios supremo de la creación. No había duda, Vesseror se encontraba frente al que se había autoproclamado el príncipe Igfrid, al que los revolucionarios llamaban su kral, su emperador.

Todos los nobles creían que ese que se llamaba a sí mismo el príncipe Igfrid Severe D'Tyr era un advenedizo que se hacía pasar por el trágico príncipe asesinado. El padre mismo de Vesseror fue uno de los pocos que vio el cadáver la noche que el anterior emperador murió, cuando la criminal que urdió todo el plan huyó a pesar de que la familia real le había dado la gracia de no mandar a ejecución a toda la casa de los Von Lancet.

El chico, movido por una fuerza inexplicable, se dejó caer de rodillas. La sangre noble reconocía el poder de los emperadores desde la fundación de Lothien mismo; era imposible para alguien de la nobleza de la casta más baja no arrodillarse ante el llamado de su instinto natural.

Uno de los soldados que escoltaban a Vesseror se acercó al príncipe Igfrid, extendiéndole groseramente la misiva que Sigurd D'Tyr le había enviado.

Igfrid tomó el sobre que el soldado, de nombre Fürter, le extendió con un semblante serio. Sus ojos viajaron por las letras de tinta oscura ávidamente luego de rasgar el sello que sólo un miembro de la familia real podía abrir. Por supuesto, Igfrid lo había abierto con cuidado sin descartar un ataque con veneno o alguna maldición desconocida, pero sus amuletos y defensas de piedra de maná no reaccionaron.

En cuanto vio las letras del pergamino, supo el por qué no había trampas o cosas extrañas que podían hacerles tomar ventaja, pues quien había escrito la misiva no había sido su hermano, si no Silvine.

Silvine, quien se había apoderado del imperio y quien le ofrecía una entrega de rehenes de ambos bandos como puente para un acuerdo donde Lothien reconocería la independencia del territorio tomado por el brazo revolucionario. Entre los rehenes, el nombre de Canaria Von Lancet aparecía. Frunció el ceño.

Igfrid sabía que el poder mágico de la nobleza estaba colapsando debido a las bajas y al constante desgaste que la guerra provocaba; no faltaba mucho para que las defensas mágicas del país se derrumbaran, extendiendo una invitación para los países cercanos y sus ansias de expansión y venganza. Los soldados que naturalmente vigilaban las fronteras habían sido movilizados hacia el caos del sur y se había quedado un número mínimo en los puestos fronterizos simplemente para asegurar el adecuado funcionamiento de la barrera mágica.

Sigurd y Silvine estaban acorralados y querían parar todo lo más rápido posible. Además, Silvine tenía un hijo, un príncipe que necesitaba crecer en un país pacificado.

Un niño de la misma edad que la que ahora tendría su propio hijo.

Canaria había sido perseguida por un pecado que no había cometido, al extremo de ser buscada incluso años después en una tierra recóndita por el rencor que Sigurd le tenía, en pos de venganza por el asesinato de su padre.

En el último año, Igfrid se había arrepentido tantas veces de no regresar a tiempo y desenmascarar al verdadero asesino del anterior gobernante. Ahora tenía la posibilidad de hacer lo último, sin embargo, la vida de Canaria pendía de si aceptar el intercambio de rehenes o no.

Silvine había sido clara, si la misiva era rechazada los rehenes serían ejecutados por alta traición, no habría independencia de la parte sur y en cuanto se diluyera la revolución, cada noble y plebeyo que había participado en el bando contrario sería ejecutado junto a toda su familia, sin excepción.

Igfrid sabía que las últimas dos aseveraciones nunca pasarían, pues el ejército que comandaba tenía las de ganar. La carta simplemente se podía resumir en una amenaza fácil y simple para él: Toma a tu esposa y acepta los términos sobre la paz o mira cómo muere.

El tratado de paz que el reconocimiento de independencia de la parte sur de Lothien tenía implícito era a lo que Silvine apuntaba. Un tratado irrompible a menos de que uno de los países involucrados deseara ser destruido por la mano divina de los dioses, era ese tipo de tratado que ya no se usaba desde hace siglos.

Igfrid arrugó el pergamino que sostenía con sus manos mientras pensaba en lo que debía hacer. Silvine se había mostrado astuta al revivir uno de los antiguos rituales y poner a Canaria como moneda de cambio para evitar la negativa de los revolucionarios.

Su rostro noble y estoico no parecía enojado a pesar de tener el ceño fruncido, en realidad cualquiera que viese a Igfrid en ese momento pensaría que él estaba meditando qué hacer. Sólo August, su fiel acompañante y mayordomo, reconoció la furia en el rostro de su amo.

August era el hombre que se hacía cargo de todo lo referente al príncipe Igfrid. De nacimiento pobre, era un semielfo que anteriormente había sido un esclavo. Su lealtad hacia el príncipe y la señora Canaria era inquebrantable, tanto así que en cuanto se dio cuenta de lo que había sucedido trató de rescatar a su señora a pesar de saber que era una tarea casi imposible. Fue August quien salvó a Igfrid de morir y quien se encargó de los negocios comerciales de éste mientras se recuperaba.

—Llévenlo a una habitación para que descanse, pues mañana llevará la respuesta. No dejen de vigilarlo pero no lo lastimen. —La orden salió de los labios de Igfrid, al cual Vesseror quiso besarle los pies por no mandarlo a la horca. Y aunque estaba preocupado por lo que pasaría en cuanto regresara con su familia, sabía que luego de esto, probablemente, lo tratarían mejor si terminaba en la pacificación de Lothien.

Los soldados salieron de la habitación con el mensajero, dejando tras de sí sólo a August e Igfrid; este último caminó con pasos firmes hacia el escritorio donde firmaba todas las órdenes para el ejército revolucionario. Los pocos nobles que se habían unido a su causa eran granjeros y nobles que habían sufrido el aumento de los impuestos a manos del Sigurd y las exigencias ridículas de su esposa. El templo se había descuidado de tal manera que los rituales sagrados dejaron de correr, las cosechas eran mínimas y las herramientas de los dioses fueron desechadas, con la excusa de que Silvine, quien había sido nombrada como la emisaria de los dioses, necesitaba nuevas herramientas que los dioses le habían dicho cómo crear. Sin embargo esas nuevas herramientas para ceremonias clericales nunca llegaron y las reliquias sagradas se perdieron.

El clero, molesto por lo que había sucedido, levantó sus quejas y decidió dejar de apoyar a la familia real hasta que las reliquias fueran devueltas. Silvine ordenó matar al santo pontífice argumentando que los dioses la habían elegido y el pontífice había ido en contra de los designios de los dioses al oponérsele. Entonces, ella tomó el liderazgo, aunque demasiado tarde. El país estaba empobrecido y las herramientas sagradas perdidas, las bendiciones no funcionaban sin ellas y el hambre estaba ya enraizada en toda la nación.

Los artículos que llegaban de las colonias se encarecieron tanto que incluso la nobleza superior tenía dificultades para mantener su estilo de vida.

Fueron los más pobres quienes al escuchar los rumores de que Igfrid estaba vivo, se acercaron a él por medio del miktar Alsen Lindt, un noble intermedio. A Igfrid en realidad no le importaba el país, o la gente que vivía en él; a él sólo le interesaba la seguridad de su esposa y por eso decidió abanderar la revolución.

No sabía a ciencia cierta el por qué Canaria no fue ejecutada en cuanto llegó a Lothien, o quizá en realidad simplemente no quería saberlo, autoengañándose. Sólo pensó que probablemente era por el descontento social de los plebeyos.

Las ejecuciones públicas de nobles siempre necesitaban la presencia del clero y la realeza, y para ese entonces, la iglesia ya se había separado de la casa real.

Luego, Igfrid y la revolución habían hecho su aparición un poco antes de que Silvine tomara el control de la Iglesia.

El destino le había dado a Silvine una carta para salirse con la suya, pero también le había dado a Igfrid la oportunidad de volver a tener a su esposa.

Empezó a escribir en un pergamino la respuesta a la declaración de paz, con la esperanza de volver a encontrarse con Canaria. Sus ojos rojos mostraron tal determinación que August pensó que Igfrid estaba poseído por el dios del fuego Igfër.

—¿Debo llamar a miktar Lindt?

—Sí, tenemos que acordar el número de soldados que acudirán al encuentro e informar a las bases de la costa y el este. Envía un mensajero con uno de los grifos requisados del enemigo, habrá cese al fuego por cinco días a partir de mañana. —Igfrid se levantó de su asiento, dejando la carta que estaba escribiendo a la vista. Tras el escritorio había un tapiz decorativo con el escudo de los siete dioses principales que ocultaba una puerta. —Esperaré a miktar Lindt en el laboratorio.

Igfrid cruzó el umbral de la puerta oculta sin siquiera escuchar la confirmación de August; desde que era joven, Igfrid estaba fascinado con la investigación mágica, y ayudado por su bendición de nacimiento lector, había aprendido mucho de los magos de la corte que ignoraban que un simple niño al que consideraban ineficiente podía robarles sus conocimientos.

El laboratorio, como le había llamado, no era más que una bodega que apenas si estaba limpia; el lugar había sido improvisado completamente y la mayoría de materiales y objetos eran de baja calidad, pues no había tenido tiempo de establecer una piedra de transferencia, además de que éstas usualmente funcionaban con demasiado maná, el cual ahora no podía extraer con riesgos que no podía afrontar.

Miktar Lindt llegó cerca de dos horas después; era un hombre joven de mente abierta criado por su abuelo, un miembro de la cámara de erudición que era rechazado por sus pensamientos netamente liberales. Su ropa, a pesar de ser un noble, era sencilla y de apariencia pobre, aunque limpia. El mismo Igfrid vestía parecido, a excepción del cinturón de metal precioso del que colgaban algunos frascos de cristal cuyo contenido era colorido y brillante y los talismanes de protección en casi todo su cuerpo.

Los ojos de Lindt eran de un azul transparente y el color de su cabello recordaba al musgo. En cierta manera sus colores denotaban su debilidad por la agricultura y los trabajos de la tierra. Si se había levantado contra la casa real era porque su amado territorio sufría, sus sembradíos se marchitaban y sus ríos se secaban. Lindt había sido criado por un erudito, pero decidió convertirse en un hombre de campo, y era por eso que Igfrid lo había instado a quedarse en la ciudad de Helm, que recientemente empezaba a retomar las actividades agrícolas. Era importante para el sur de Lothien que los alimentos básicos retornaran rápidamente, así que Igfrid otorgó semillas de trigo de Shattar, que podía cultivarse incluso en suelos sin bendiciones. Ahora lo llamaba para coordinar la entrega de los rehenes como uno de los tres miktar que habían cerrado filas en torno a la revolución.

El rostro de miktar Lindt se mostró preocupado cuando Igfrid le explicó las condiciones del intercambio.

—Quiere aplastarnos desde fuera. —Dijo, y tenía razón.

—Lo sé, por eso estaba ocupado en el laboratorio. Estoy muy cerca de encontrar la manera de activar defensas lo suficientemente fuertes para el nuevo territorio sin necesidad de drenar maná de la nobleza. —Igfrid había charlado con Lindt todo el tiempo sin siquiera mirarlo, enfocado en lo que estaba haciendo. Las piedras y círculos mágicos se alineaban frente a él, plasmados en un pergamino oscuro mate.

La lista de rehenes que los revolucionarios tenían que liberar era corta, la mayoría eran nobles con altos niveles de maná, lo que significaba que los deseaban para recargar las defensas del país.

Sin tantos nobles superiores, Silvine sabía que la independencia de la parte sur de Lothien no duraría mucho, pues no tendría una barrera fuerte contra invasores externos.. Ella podría incluso ayudar a países terceros a apoderarse del sur de Lothien sin incumplir el contrato de paz. Igfrid reconocía que el sur de Lothien sería frágil y vulnerable, y estaba preparado para ello. Había adquirido tecnología de los demihumanos en las tierras lejanas más allá de las colonias del nuevo continente y sabía que era cuestión de tiempo para que los demihumanos se dieran cuenta de que con su desarrollo tecnológico creciente, podían invadir los países que los habían cazado como meros animales irracionales.

—Sabes que el maná en el aire de Lothien es pobre a comparación de Shattar. Me lo dijiste el primer día que nos conocimos.

—Eso no importa. La tecnología de Lothien puede cubrir la deficiencia si se combina adecuadamente con la de Shattar. —Los ojos azules de Lindt brillaron con emoción.

—¿Puedes hacerlo? —Lindt se había acercado a Igfrid, poniendo sus manos sobre sus hombros. Aquello era grosero, pero no le importaba. En primer lugar a Igfrid nunca le interesó pertenecer a la familia real.

—Eres molesto. —Dijo, retirando las manos de Lindt de sus hombros. —Primero tenemos que establecer los parámetros de lo que ocurrirá en cinco días a partir de mañana, después… quizá te permita presenciar si mi investigación es correcta. Estoy seguro de que Silvine orquesta algo.

—Eso es seguro, pero no creo que intente atacar y deseche el tratado de paz como si nada.

—El tratado de paz entrará en vigor inmediatamente los rehenes sean entregados, después de ofrecer la ceremonia cada uno en su territorio. Los pilares de luz del tratado darán la señal para el intercambio, pero lo que ocurra antes o durante la entrega no afectará a éste. Es muy probable que intente matarme en ese momento. Sabe que sin un líder de la casa real la parte sur de Lothien no podrá sobrevivir.

La ceremonia donde los pilares de luz se alzan era algo que no se veía casi nunca; la luz del dios supremo era la señal de que ambos países sellaron su promesa en igualdad de condiciones y sin engaños, y no importaba si un país lo hacía antes o después, los pilares no se levantarían a menos que ambos realizaran el ritual; era la mediación del dios supremo, la última garantía que los países podrían utilizar para la paz. Las condiciones eran precisas para los participantes y era imposible de falsificar. Por eso a Igfrid le preocupaba la aseveración que Silvine había hecho en el contrato, la simple frase sobre que el contrato entrará en vigor inmediatamente después de entregar a los rehenes de cada parte.

Siendo así, Igfrid estaba preparando círculos de protección y talismanes lo suficientemente fuertes para defenderse de cualquier ataque. Desde que Canaria era un rehén, su seguridad y supervivencia estaban grabadas en piedra, pues no podía lastimar a los rehenes ni antes ni después de establecerse el contrato.

Al día siguiente, Vesseror fue enviado de vuelta con la respuesta.