El eco de los cañoneros mágicos resonaba en las puertas devastadas de la capital del Imperio de Lothien; la sustancia morada de las energías remanentes que habían chocado contra el suelo, que antaño estaba cubierto de losas blancas y brillantes, parecían suciedad. La sangre no se había hecho esperar en aquella escena apocalíptica llena de confusión y caos. Hombres y mujeres habían caído en el primer impacto con severas amputaciones debido a las explosiones. Las plumas de los grifos de los cañoneros mágicos caían como si fuesen copos de nieve, siendo pulverizadas casi al llegar al suelo debido a la radiación mágica de una sola figura humana. Era un hombre de cabello dorado y largo, con el rostro empapado de sangre y lágrimas.
Lejano al caos y el dolor de los hombres que hasta hace poco él había liderado, el príncipe rebelde que portaba el nombre de Igfrid Severe D’Tyr yacía arrodillado con un bulto entre sus brazos. De cabello color plata, de ojos aguamarina que parecían contener la tranquilidad del mar del este, con la última sonrisa plasmada en sus labios, el bulto que Igfrid sostenía entre sus brazos era la cabeza de su amada.
“Canaria…. Canaria… Canaria… Canaria… Canaria… Canaria… Canaria, Canaria, Canaria, Canaria, Canaria, Canaria, Canaria, Canaria, Canaria, Canaria, Canaria, Canaria, CanariaCanariaCanariaCanariaCanariaCanariaCanariaCanariaCanaria…”
“¿Qué estaba pasando?”
“¿Qué es lo que tenía en sus manos?”
“¿Qué… qué… Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Porqué? ¿Porqué? ¿Porqué? ¿Porquéporquéporquéporqué…”
“¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!”
Todo había sucedido tan rápido, tan terriblemente inesperado que Igfrid no supo qué es lo que había ocurrido hasta que el cuerpo de Canaria Von Lancet colapsó con un golpe seco, haciendo llover sangre debido a la fuerza del impacto con el que su cabeza fue separada de su cuerpo. El ruido de los disparos, del derrumbe de las edificaciones cercanas y los gritos de los soldados y los cañoneros mágicos nació en el preciso momento en el que Igfrid, con los ojos rojos infundidos en maná e ira, se arrodilló ante el cuerpo de la mujer por la que se había unido a la revolución.
Más allá de aquel caos infernal del frente de batalla que se creó con el ataque repentino a uno de los rehenes, la sonrisa satisfactoria de una mujer que presenciaba todo desde lo más alto de la muralla nació. Sus ojos rosados, marca indiscutible de que pertenecía al linaje de la familia real (una bastarda), brillaban con una complacencia insana tras los cristales azulados y montura dorada de las gafas mágicas para ver a grandes distancias.
Silvine, cuyos ojos rosados habían hipnotizado hasta al anterior gobernante, vestía una armadura femenina; su pecho pronunciado, sus curvas suaves y su rostro angelical enmarcado por su cabello color melocotón la hacían parecerse a la diosa de la pasión, Astrif.
Sin embargo, lejos de su apariencia hermosa e inocente, su espíritu oscuro y rencoroso se jactaba de la desgracia que había caído sobre la casa Von Lancet y sobre lo que ahora estaba ocurriendo.
La revolución, cosa ridícula per sé, había sido liderada por el príncipe ausente que había engañado a todos con aquel rostro bonito tan semejante a su madre. Y todo por una simple mujer que estaba destinada a morir de todos modos. ¿Para qué quería el ex miembro de la familia real, Igfrid, a una mujer inútil y estúpida como Canaria? Era Silvine quien, elegida por los dioses, estaba destinada a ser feliz y nadie podía evitarlo.
Entonces, ¿por qué Igfrid había elegido a Canaria? ¿Por qué los dioses le habían dado a Canaria toda la alegría que en realidad debía habérsele otorgado a ella, y sólo le habían dado el título de kralice al lado de un imbécil como Sigurd?
¡Por supuesto, toda la culpa era de Canaria Von Lancet!
Se había reído tanto, se había sentido tan feliz cuando su cabeza cayó gracias a la cuchilla mágica que el escolta en la entrega de rehenes había escondido para tal propósito.
Las luces del tratado, la ceremonia, todo había sido planificado por ella. Era verdad que Canaria no podía ser dañada siendo una rehén, pero no lo era.
Canaria, desde hace meses atrás se había vuelto una esclava, subyugada por el collar de esclavitud oculto en su ropa andrajosa con la que iba a ser entregada. Como su esclava, Silvine tenía la total facultad de matarla donde, cómo y cuando sea que quisiera pues era algo de su propiedad, por tanto, Canaria Von Lancet no podía considerarse una ciudadana o un rehén.
Silvine no incumpliría el contrato con los dioses, pero Igfrid sí lo haría. Cegado por el odio y la venganza, Igfrid atacaría a Sigurd y el territorio de la parte sur de Lothien que se había independizado sería llevado a la ruina. Nadie, ni los dioses, juzgarían a Lothien por defenderse del ataque que los rebeldes iniciaron luego del contrato.
Habían muerto los rehenes que serían entregados a manos de los rebeldes cuando Canaria cayó, pero, ¿qué importaba? Eran defectos menores que sólo aumentarían la ira de los dioses contra los rebeldes.
¡Todo había sido tan perfecto, tal como lo había imaginado!
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Igfrid no podía verla desde donde estaba, pero sabía que ella, esa zorra, estaba presente. Sus ojos rojos cubiertos de ira, sus manos manchadas con el líquido rojo que manaba de la cabeza de Canaria… él la haría pagar por todo.
Sintió como el maná de su cuerpo se desbordaba, como el calor del odio que sentía fluía por su sistema de circulación de maná; la radiación, que ya era perceptible desde el momento que el caos de la batalla entre los rebeldes y la armada imperial inició, se hizo más fuerte. Un impacto invisible se extendió por todo el llano, atravesando incluso las murallas de la ciudad fortificada; era una fuerza desconocida que nacía de una simple persona con un maná desbordante, aplastando a todos los presentes.
Los grifos que sobrevolaban la escena, asustados y empujados por la fuerza que no habían sentido antes, perdieron la capacidad de vuelo y cayeron en picada, y tratando desesperadamente de evitarlo, chocaron entre sí. Aquella fuerza desconocida no hacía distinción entre los soldados del imperio y la fuerza revolucionaria; pronto las banderas y las espadas no pudieron ser levantadas, las armaduras de metales preciosos adornadas con piedras de maná se tiñeron de rojo con la lluvia de carne y plumas que caía del cielo.
Algunos soldados y revolucionarios murieron aplastados por las aves que caían y por el impacto fortuito de las espadas, arcos y escudos que los cañoneros mágicos dejaron caer antes de caer ellos mismos.
Los que estaban tras las murallas, los que plácidamente veían desde las almenas el caos que una única muerte había iniciado, también fueron presa de la subyugación de la fuerza misteriosa.
Silvine, asustada y dolorida por la sensación de ser aplastada, trató de llevar su mano derecha hasta su pecho. Tenía un mal presentimiento, una sensación casi animal la llamaba a huir apresuradamente, como si su vida dependiera de ello.
Entonces se escuchó el rugir parecido al de un animal moribundo; aquel sonido heló su sangre, como si fuese la seña para apresurarse, como si le anunciara que si no podía hacerlo en ese momento, su vida finalizaría.
Los segundos se hicieron minutos y cuando su mano al fin alcanzó el collar que adornaba su cuello, Silvine levantó la mirada.
Una muralla de fuego se levantó frente a sus ojos, dirigiéndose hacia ella a tal velocidad, que pudo sentir el calor abrasador justo antes de desaparecer con el artefacto mágico de teletransportación.
En el centro de las llamas devoradoras, en un campo de fuerza rodeado por el fuego que incendiaba todo a su alrededor, el hombre llamado Igfrid Severe D’Tyr sostenía ahora el cuerpo de la que había sido su esposa.
Había restaurado su cuerpo pero no podía restaurar su alma. Su cabeza, que había sido recolocada con magia, ya no tenía mancha alguna. No había marcas de lo que había ocurrido cuando murió, con su piel suave, tal como él la recordaba; se había encargado de eso diligentemente.
“Si Canaria no está en este mundo, no vale la pena seguir viviendo. Si Canaria no está en este mundo, no me importa que el imperio, el continente o el mundo desaparezcan…”
“Si Canaria no está en este mundo, debería arder todo hasta los cimientos.”
Había recuperado su magia con el impacto de la muerte de la persona que amaba más que a sí mismo, y esa magia lo ayudaría a que la mujer que inició todo aquello, pagara.
Le habían quitado todo sin siquiera saber por qué.
Ella se había llevado a su esposa, a su hijo…
Igfrid reconocía que estaba dispuesto a sacrificar los primeros años de aquel niño mientras recuperaba a Canaria.
Todo había sido claro para él desde el principio. La casualidad de las fechas en las que Canaria había sido capturada, el rumor de que Silvine no podía ver a nadie durante el embarazo debido a su debilidad y por ello su tardía respuesta al asunto de la Iglesia.
Igfrid quería ignorarlo, pero sabía que Silvine deseaba un niño con el linaje real para deshacerse de su estúpido y manipulable hermano.
En su ceguera, Igfrid había pensado que todo lo tenía controlado, pero no era así. Se dio cuenta demasiado tarde de que había subestimado el conocimiento de Silvine al respecto de los asuntos de los dioses. De esos dioses en los que había confiado, pero que le habían defraudado.
Si los dioses estaban del lado de un ser como Silvine, él los rechazaría.
Tocó la frente de Canaria como si ella en realidad estuviese dormida. Susurró unas palabras en la lengua antigua de Lothien mientras se despedía de ella y del tacto de su piel, que había perdido la calidez.
El cristal mineral pronto cubrió el cuerpo de la mujer que Igfrid amaba, sellándola en un capullo translúcido mientras el remolino de fuego y destrucción desaparecía, dejando a la vista la imagen apocalíptica de cadáveres calcinados, de personas que se habían congelado ante la inminente muerte y que el viento dispersó como un polvo fino y gris.
Las murallas blancas de Lörien se habían vuelto de color negro y rojo, deformadas y derretidas por las llamas de la furia de Igfrid. Más de la mitad de la ciudad se había perdido, y la totalidad de las personas en esa zona seguramente habían muerto. El fuego en la parte que las llamas calcinantes no había tocado se dispersó por todos lados, como una enfermedad, encerrando a los habitantes entre la piedra derretida y las murallas blancas que habían sobrevivido, sin medios para escapar.
Más allá, el castillo de los gobernantes de Lothien permaneció intacto con sus paredes blancas y la bandera ondeante del reino. Igfrid sabía qué debía hacer a continuación: quemarlo todo hasta las cenizas.