Lothien cayó en una noche. Los gritos de los habitantes de la ciudad capital se escucharon a kilómetros a la redonda. Aquella fue la misma noche en la que el tirano loco Igfrid Severe D’Tyr ascendió al trono.
Envuelto en su oscuridad, él pudo oírlos, y con él, sus acólitos. Fue la oportunidad perfecta: infiltrarse en un corazón desgarrado, en una nación carbonizada por los deseos de venganza de quien ahora era su gobernante.
Los cultistas del crepúsculo renacieron, trayendo consigo la promesa de la resurrección de los muertos gracias al poder destructivo y la corrupción de la tierra de Lothien, donde las bendiciones desaparecieron por la obra divina de los mismos dioses como castigo, y la tierra fue regada con sangre y podredumbre, convertida en ceniza gris estéril.
Igfrid fue seducido por ellos, por el conocimiento de los dioses devorados por el más allá del universo y renacidos en corrupción, los que dormitaban en los confines del mundo. Robó su conocimiento, realizó rituales blasfemos mientras estudiaba la manera de traer de vuelta a Canaria. No le importaba nada más, sólo traerla de vuelta.
Arakbamel Amon, el único dios del más allá, foráneo y primigenio, se le presentó habitando un contenedor humano. Con su rostro y cuerpo corruptos y decadentes, le ofreció poder y conocimiento más allá del entendimiento humano, tentando su ya tambaleante y furioso corazón.
E Igfrid lo escuchó… mientras se ocupaba de seguir a la escurridiza Silvine, quien se movía frenéticamente por el continente, escudándose con el niño que, habiendo confirmado a través de la tortura de los sirvientes del castillo, era su hijo y el de Canaria.
Igfrid pudo escuchar los susurros del dios caído tan claro y tan fuerte que a veces pensaba que eran sus propios pensamientos.
Tan profundo, tan insistente, tan esperanzador.
El punto álgido de su decisión llegó con la captura de Silvine.
Los ojos rosas de la mujer estaban llenos de ira y frustración mientras que en el castillo en ruinas de la ciudadela de Arbos, ubicada en el país al este de Lothien, Eregar, la había acorralado por fin.
Lejos habían quedado los días ya en los que Igfrid era el príncipe salvador de Lothien; cegado por la ira y la necesidad de venganza, alimentado por las blasfemias de los cultistas y sus herejías, tras él se levantaban sus ejércitos, el revolucionario y el imperial, como marionetas muertas atadas a su voluntad.
La magia que había adquirido lo había convertido en el tirano del país de los muertos, el emperador nigromante.
Arbos sucumbió al terror de los soldados revividos, silenciosos y pútridos como el corazón de su emperador, mientras los vivos huían y morían para formar parte de sus filas, en su imperio donde ahora todos eran iguales.
Nobles, demihumanos, plebeyos, niños y ancianos marchaban conectados a una sola voluntad, con sus cuerpos corroídos por el tiempo, algunos con apenas carne sobre sus huesos helados.
El ejército de los no muertos arrasaba con todo a su paso, cualquiera que se atrevió a impedirles llegar hasta Silvine fue extinguido y absorbido…
Hasta que ella al fin fue alcanzada e Igfrid, después de tantos años, pudo ver el rostro de su hijo.
El niño tenía el hermoso rostro de Canaria. Y temblaba, agarrado de la falda de Silvine.
—¡¿Crees que ha terminado, que todo por lo que luché acabará así como así?! —Ladró ella, incapaz de aceptar su derrota, y tomó al niño entre sus brazos como si fuese un muñeco; el pequeño estaba asustado de Igfrid, pero también parecía estar asustado por el cambio de actitud de Silvine cuando esta le acercó una daga al cuello. El niño empezó a llorar.
—Si lo sueltas, te daré un poco de misericordia. — Le advirtió. La voz de Igfrid era fría a pesar de que su ira lo estaba consumiendo. Su propio aspecto había cambiado tanto desde el tiempo en que Canaria murió, que realmente parecía el emperador nigromante.
—¿Misericordia? Ja…. Tú y yo sabemos que eso no existe… —El aspecto angelical de Silvine se había perdido, su rostro se contorsionaba en un rictus de desesperación y ansiedad. Sus manos temblaban y presionaban la daga en contra del cuello del niño, que no paraba de llorar.
Ella ya no poseía nada más que su ingenio. No sabía cómo es que Igfrid había anulado el uso de magia en la ciudadela, pero eso no la iba a detener. Seguramente él deseaba mantener a su hijo con vida.
Sí, esa era su oportunidad.
Escapar con el niño, de todos modos, no es que el mocoso necesitara uno o dos dedos si era necesario… sólo tenía que mostrar que hablaba en serio…
El sonido de una espada contra la carne se escuchó por sobre el llanto del pequeño.
Igfrid le había cortado el brazo a Silvine sin importarle dañar a su propio hijo.
Con el impacto del golpe, ella había salido impulsada hacia atrás y el pequeño rodó por el piso como si fuera un simple objeto.
Tardó en darse cuenta, su mente estaba nublada con su arrogancia y su confianza en ser la amada de los dioses. Entonces, tras unos segundos, se dio cuenta de lo que había pasado.
Ella había perdido su brazo derecho y el niño había recibido una herida en el hombro, aunque no profunda.
El llanto seguía, lastimero, obligándola a asumir la realidad, mientras que los no muertos que la rodeaban hasta hace poco tomaban al niño aterrorizado y herido y se lo llevaban consigo.
El sonido del metal cortando carne se escuchó de nuevo.
Su brazo izquierdo se perdió en la furia de Igfrid. Ella ni siquiera se había dado cuenta de que él se había acercado.
¿Es así como iba a terminar su vida? ¡No podía ser cierto!
—¡Yo soy la enviada de los dioses! —murmuró en shock, como si intentara despertar. Luego, la ira llenó su corazón. —¡Este mundo fue hecho para que yo sea feliz! ¡No puedes estar haciéndome esto!
Igfrid la miró con ojos llenos de desprecio; miró como la sangre roja de la mujer que tenía a sus pies fluía como pequeños ríos sobre el suelo de mármol rosado.
“Herí a nuestro hijo, Canaria.”
Es lo único que pudo pensar en ese momento.
Se acercó a la furiosa y herida Silvine tranquilamente. La ira que antes había poseído a Igfrid había desaparecido súbitamente, como si de pronto su capacidad para sentir se hubiera muerto.
Paso a paso, acortó la distancia mientras Silvine intentaba escapar, empujando su cuerpo sin brazos con su piernas, incapaz de levantarse.
Ella no llegó muy lejos cuando Igfrid por fin tomó su larga cabellera con su mano derecha y dolorosamente la incorporó jalando de su cabello violentamente.
Silvine dejó escapar un grito de dolor, aunque lejos de provocarle alegría a Igfrid, simplemente la ignoró.
Ignoró todos los gritos y amenazas mientras la arrastraba hacia las mazmorras de la ciudadela que había tomado, dejando un rastro de sangre.
—Te daré la misma hospitalidad que le diste a Canaria. No te mueras. —Igfrid dijo eso mientras la arrojaba hacia la celda apestosa, dónde uno de los cultistas que se habían unido a él empezó a atender sus heridas.
Después de atrapar a Silvine, Igfrid se dio cuenta de que el niño no solo lo temía, lo odiaba.
No hablaba, no lo miraba, parecía muerto en vida.
Los cultistas eran los únicos humanos que permanecían al lado del tirano, y también quienes cuidaban de su hijo. El niño que tenía el rostro de Canaria.
Ni siquiera sabía su nombre.
“Es tan pequeño y tan frágil como Canaria…”
Si él lograba revivir a su esposa, ¿podrían ser felices juntos, los tres?
Silvine había hecho tanto daño a todos, que sonaba casi imposible.
Ese niño ni siquiera reconocía a Canaria o a él como parte de su familia. La perra le había lavado el cerebro, haciéndolo creer que en realidad eran madre e hijo.
Entonces las propuestas de Arakbamel Amon eran su única salida.
A Igfrid no le importaba si Amon quería destruir el mundo… Realmente ya no le importaba si todos morían, a pesar de que algo dentro de él sentía que debía eliminarlo de alguna manera. Sin embargo, el dios venido del más allá del universo le hizo una oferta que no podía negar.
“Dame tu cuerpo, y te daré el poder del tiempo.”
El contenedor humano del dios foráneo era frágil e inestable, sin suficiente espacio para el maná desbordante que el dios ofrecía. Su apariencia delgada y sus ojos sumidos en eternas ojeras eran solo una mínima parte de la realidad de aquel humano que había sido su avatar desde que era un niño. El humano en el que había ingresado no tenía voluntad, no tenía fuerza y a pesar de tener potencial mágico, su mente perturbada lo hacía volátil y difícil de manejar. Un niño corrupto de la manera en la que lo había sido no era el mejor de los contenedores, pero era útil hasta cierto punto.
Un cuerpo de los descendientes benditos por los dioses usurpadores era el mejor contenedor que podría encontrar, sin embargo, no podía poseerlo por la fuerza. Amon por sí mismo era un dios debilitado por los siglos en el olvido y el encierro en el que esos dioses arcanos y falsos lo habían condenado a él y a sus hermanos; se había contentado con dormitar a la espera de una grieta, con la esperanza de las ofrendas de los pocos seres que no lo habían olvidado en el eterno ciclo que estaba condenado a vivir cada cinco mil años, aunque debido a ciertas circunstancias se había saltado dos ciclos enteros. Cuando despertó se había alegrado de que el Gran campeón, el avatar de la muerte, no estuviese allí. Creyendo que esta vez al fin el titán dormido y corrupto por la influencia del carcelero despertaría para traer la oscuridad eterna, él necesitaba preparar el mundo para su llegada.
Fue grande su sorpresa al darse cuenta de que sus hermanos no habían despertado de su encierro en el sueño eterno, incluso si los falsos dioses también estaban debilitados y su espada y escudo desechadas antes de convertirse en lo que debían ser.
Los dioses falsos habían cambiado las cosas debido a que el rastro de los otros dioses primigenios renacidos por el-mas-allá-del-universo, como él, se habían perdido en el tiempo. ¿Qué es lo que había pasado en el último ciclo en el que había participado, hacía más de diez mil años? Ni siquiera lo sabía; Amon había sido sellado mucho antes siquiera de desarrollarse con su cuerpo divino, siendo éste destruido por las reliquias y el yelmo de dominación del carcelero.
Y ahora gracias a eso que había ocurrido milenios atrás y con ese cuerpo prestado enclenque, se dio cuenta de que Igfrid era lo suficientemente fuerte como para que no tratara de apoderarse de su cuerpo a la fuerza.
Por eso le ofreció un trato. Le daría pleno uso de su poder para traer de vuelta a la mujer mortal que tanto lloraba si luego le entregaba su perfecto cuerpo.
—Dame un mes para prepararme. —Le respondió, tan tranquilo como si su cuerpo y alma no estuvieran en juego.
En las mazmorras de la Ciudadela de Arbos, el tenebroso tirano del imperio de Lothien desolado hizo que muchos humanos vivos empezaran a desfilar con un propósito oscuro; con el poder que el joven Igfrid había robado de los libros antiguos de los Cultores del Crepúsculo y el conocimiento nigromántico, extrajo cada uno de los recuerdos que tenían que ver con su amada. El proceso, complicado de por sí, fue una tortura lenta y dolorosa tanto para sus víctimas como para él. Pronto el carácter de Igfrid ya retorcido de por sí por su pérdida se fue convirtiendo en algo cada vez más cercano a lo que el demonio que se autodenominaba dios deseaba.
Un cuerpo poderoso y corrupto, lleno de ira y odio por el mundo y los dioses que le habían arrebatado lo que más amaba, ¿podía Amon desear mejor contenedor? Su mente, ya intoxicada, sucumbiría a la locura y su voluntad tan pronto como lo tomara.
La última en ser torturada no fue otra que Silvine; la campeona de los dioses arcanos, ya sin su protección, no era más que otra mujer humana más. Amon presenció cómo con cada paso que daba, el destino de Igfrid no podía ser cambiado.
El día en que Silvine fue juzgada por Igfrid, ella se veía como un cadáver. Su belleza legendaria se había consumido con el castigo físico y mental de ser encerrada con alimañas y bestias con las cuáles competía por la comida podrida que Igfrid tenía la misericordia de proporcionar.
La voluntad y arrogancia de Silvine se había extinguido luego de ser visitada por todo aquel ser humano y no humano vivo que quisiera desahogar sus frustraciones en ella.
Encadenada y abusada por cientos de hombres durante meses, ¿no era incluso un logro que ella siguiera con vida? Amon al menos estaba genuinamente asombrado por la resistencia de la elegida de los dioses.
Incluso fue testigo de sus últimas horas en manos de Igfrid, quien la encadenó en la mesa de operaciones hecha de madera y le abrió el cráneo como si fuera algo rutinario.
Amon sabía que Igfrid tenía una habilidad para sondear las mentes de casi cualquier persona en busca de conocimientos, muchos de sus cultistas lo habían experimentado. Había pocas personas que eran inmunes, entre ellas estaba Silvine.
Tal vez era por la protección de los dioses o tal vez porque, Amon lo sabía, su alma y su mente ni siquiera eran de este mundo.
Pero Igfrid logró encontrar una manera de sondear sus más profundos recuerdos…
Tocar el cerebro directamente.
Lo había descubierto experimentando con un número bastante grande de elfos que había tomado de las ciudades donde eran esclavos, ya que la gran mayoría de esos demihumanos tenían inmunidad a los sondeos mentales.
No es que Igfrid no supiera que podía hacer hablar a Silvine, simplemente no podía confiar en lo que ella le dijera, y Amon estaba de acuerdo con tal lógica.
Las manos desnudas de Igfrid manipularon el cerebro al descubierto de Silvine, lanzando pequeñas descargas eléctricas en el proceso.
Pronto, la vida y los pensamientos de Silvine pasaron a Igfrid, experimentado cada día, cada hora de sus vidas.
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Tras regresar al palacio en ruinas de Lothien, el lugar de descanso de Canaria, llegó el día pactado. El cuerpo del mortal que el dios-demonio había ocupado estaba completamente deshecho a esas alturas. Sin poder soportar la magia y la corrupción de Amon, su piel se había ennegrecido y sus ojos eran como dos orbes sangrientas a punto de reventar; en pocas palabras, era un saco de huesos y sangre a la espera de ser liberado para ir al mundo de las sombras y la muerte.
Igfrid pronto olvidó al niño que parecía ser su hijo, dejando que vagara en el palacio fantasma, escoltado por dos cultistas como si fuese un prisionero noble.
Días enteros pasaba el emperador nigromante en la cámara donde había colocado a Canaria, mirándola como si fuese la única cosa que existiera en el mundo.
Durante las noches, Igfrid paseaba en las criptas del palacio, encerrándose en sus laberintos llenos de estatuas y sepulcros, como si los muertos pudieran darle algún consuelo.
Amon no sabía si Igfrid había perdido la voluntad o simplemente la locura lo había alcanzado de tal forma que todo le daba igual excepto Canaria.
De todas maneras, no tuvo que esperar mucho para que las cosas que se necesitaban para cerrar el pacto estuvieran listas.
La escena que se presentaba frente a ellos en la habitación principal del palacio blanco que ahora estaba manchado de humo y sangre, parecía más una simple transacción que un ritual. Un círculo mágico se levantó de un color rojizo que parecía sangre, absorbiendo las piedras de maná que anteriormente Igfrid había colocado alrededor de la estancia; las manos de ambos contratistas se entrelazaron, sin embargo para Arakbamel Amon algo parecía extraño.
Igfrid usualmente no portaba la corona de su imperio derruido; vestido de luto con los colores oscuros y rojos, se había negado a portar más artículos de la realeza que la espada mágica que siempre colocaba en su cintura. Pero al recibirlo como su nuevo señor, Igfrid había llegado al encuentro con Amon vestido como la realeza debería hacerlo. Arakbamel creyó que era una consideración hacia él, un pago pequeño por ayudarlo a recobrar a su amada esposa con su poder de manipular el tiempo y su promesa de mantenerla a ella y al niño a salvo.
El cadáver envuelto en cristal mágico había sido colocado en un pedestal como único testigo de lo que sucedería allí. El dios, complacido consigo mismo, observó como Igfrid se despedía de su amada y luego se acercó para por fin sellar el pacto.
—Mientras ella esté bien, nada más importa. —Dijo antes de estrechar su mano.
La magia de ambos fluyó como un humo oscuro que se arremolinaba alrededor; truenos arcanos se levantaron en los cielos aquella tarde, mientras que el dios foráneo, Arakbamel Amon, se había dado cuenta de que había sido engañado.
La corona real, pintada de oro y plata, era algo que él conocía muy bien, y que también… temía.
Esa corona real falsa había sido creada con los fragmentos de la espada del carcelero. ¿Cómo la había obtenido? ¿Por qué no se había dado cuenta?
Una risa macabra se alzó entre el caos oscuro y las chispas que los rodeaban.
—No podía confiar en ti. —Declaró Igfrid mientras reía irónicamente, sosteniendo su mano tan fuerte que Arakbamel, por primera vez luego de despertar en esa era, sintió miedo.