Cuando despertó, la luz del sol aún no salía; lo último que recordaba era la cara necrosada de Arakbamel, con sus ojos rojizos a punto de reventar abriéndose tanto que quizá al final lo hicieron.
A través del balcón pudo ver el cielo frente a sus ojos, oscuro con una tonalidad violeta y manchado con las estrellas casi infinitas, la imagen de las dos lunas y el gran astro errante que aparecía cada cinco años; ese cielo que había olvidado observar desde hacía mucho tiempo.
Contemplando la inmensidad del cielo olvidado a través del balcón abierto, se perdió a sí mismo hasta que por fin se dio cuenta del lugar que lo rodeaba.
Sintió en su piel las telas finas y delicadas de su ropa de dormir, las suaves mantas que cubrían su cuerpo, gruesas y del color de la realeza, que estaban probablemente hechas con la piel de una bestia mágica como el vulperia.
La noche era fresca y la suave brisa mecía las cortinas traslúcidas; la luz de las lunas reflejaba luces en los muebles dorados de la estancia.
Su cuerpo se sentía pesado y los objetos se sentían demasiado grandes, y luego se incorporó en medio de aquella semipenumbra cercana al alba.
Se dio cuenta de que sus manos eran pequeñas y algo regordetas, sin las marcas del uso de la espada y las herramientas mágicas.
Las observó detenidamente como si fuese la primera vez que reconocía su existencia.
Luego esas manos viajaron a su cara, suave y redonda. A su cabello dorado, corto y suave…
Se levantó tan abruptamente que casi cae de la cama, que ahora se le mostraba tan grande como si estuviera hecha para un gigante, y corrió hacia el gran espejo cercano a la cajonera.
Entonces su corazón se aceleró.
¡Había funcionado! Había vuelto en el tiempo.
Regresó lo suficientemente atrás como para no salir de la competencia por el trono, como para luchar por cambiar todos los acontecimientos terribles que habían sucedido desde que era pequeño.
Riendo frenéticamente, cubrió su rostro infantil con sus manos, pensando en el por qué había sido tan tonto la primera vez que había estado allí; su madre lo deseaba como una herramienta para llegar a su padre y éste último lo ignoró cuando pensó que no podía traer nada para aportar al imperio.
Él simplemente salió de ese círculo familiar extraño por su cuenta, a pesar de que su hada estaba completamente enredada entre sus tentáculos. Había sido tan estúpido al creer que el amor que sentía el emperador había Canaria por ser la hija de su amado medio hermano podría protegerla. ¡Había sido tan iluso al pensar que quizá ella sería feliz rodeada de las personas que decían ser sus amigos y familiares mientras él hacía su vida en algún lugar alejado de Lörien!
Todo había terminado tan mal por culpa de su ingenuidad…
Igfrid caminó hacia el balcón abierto, mirando el infinito mar estelar sobre la ciudad blanca que se extendía a la lejanía… Una imagen tan diferente a la que había visto la última vez que vislumbró desde esa misma habitación la ciudad de Lörien.
Esa ciudad donde Canaria murió a manos de la perra.
Cerró sus puños con fuerza mientras recordaba aquel día fatídico dónde todo se volvió confuso y sin vida. Dónde perdió lo único que amaba, a su preciosa Canaria.
Aún podía recordar la primera vez que la vio, perdida en los jardines del palacio cercanos a la torre donde lo habían recluido al pensar que era un pobre discapacitado mental. Todavía podía escuchar su voz infantil y oler el perfume de su cabello plateado brillando con los rayos del sol del mediodía. Embelesada con las flores que él mismo había plantado, las aethriles.
“Son mis flores favoritas porque me recuerdan a mi madre… Ella también se llama como la flor”
Le había contado eso con una gran sonrisa en su rostro mientras él no sabía exactamente como actuar. Su belleza e ingenuidad en medio de la corte despiadada lo habían conmocionado.
Canaria había sido la única que se acercó a él sin ver a un pobre príncipe olvidado. Ella le había ofrecido más que cariño y amor desde que la conoció.
Lo protegió incluso de las burlas y desprecios de su medio hermano: el príncipe heredero y su prometido.
¡Cuánto había odiado a Sigurd cuando se dio cuenta de que la contradictoria sensación que tenía por Canaria era nada más que amor! ¡Cuánto había deseado sacar su máscara de discapacidad y quitarle todo a su hermano mayor!
Sin embargo, Canaria parecía amar realmente a Sigurd. ¡¿Qué podría hacer?! Agonizante continuó con su careta, mirando desde las sombras como siempre a su adorada hada.
Canaria era una luz en medio del abismo en el que estaba sumido, siempre lo había sido, incluso en los días en los que ella hablaba emocionada sobre los proyectos que tenía junto a Sigurd. Y ahora, Igfrid tenía la oportunidad de proteger a esa pequeña niña que en este momento no era más que un bebé de cuna protegida por sus padres. Ese hecho no debía cambiar, Igfrid se encargaría de que Canaria mantuviera su familia feliz y perfecta como siempre lo había deseado.
Su corazón se estremeció al pensar en su amada dormida en su cuna, segura y alejada de toda maldad y sufrimiento.
“Me encargaré de que permanezcas amada y protegida por tu familia, pequeña Canaria, hasta que nos volvamos a encontrar en esta vida.”
—Definitivamente… —Promulgó en voz alta. —Crearé un mundo donde tú puedas ser feliz… Dónde puedas sonreír con tranquilidad. No me importa convertirme en lo que sea… Por ti, Canaria, desafiaré hasta a los mismos dioses.
Esa promesa se quedó en su corazón, marcada profundamente por sus sentimientos.
Sabía que en realidad su verdadero enemigo se resguardaba en el palacio real, respirando y soñando tranquilamente, siendo tratado como alguien importante para el país.
Si no hubiera sido por la estupidez de ese hombre, Silvine no hubiera tenido tanto poder.
Si ese hombre no hubiera ordenado al padre de Canaria ir a calmar la agitación en Duat, ella habría tenido quien la protegiera a toda costa y no hubiera tenido que vivir ni la mitad del profundo dolor de cohabitar con su horrible padrastro.
Pero Igfrid sabía que incluso si ahora iba y asesinaba al verdadero culpable, no cambiarían mucho las cosas. Él quería erradicar todo lo turbio con la precisión de un bisturí mágico. La corrupción y los desencadenantes para todo lo que había pasado en la línea temporal que había abandonado no sólo recaía en una o dos personas.
El nacimiento de Silvine… La estupidez de los dioses al traerla para ser su santa doncella, los poderes ridículos que le otorgaron. Eso era apenas un fragmento de todo lo malo que había ocurrido…
¡Habían tantos actores conocidos y desconocidos en esta obra fatídica que los dioses estaban tejiendo!
Incluso las intervenciones divinas debían ser neutralizadas de alguna manera.
También quería saber sobre los otros dioses dormidos que Arakbamel esperaba con ansiedad, sobre dónde estaban los cultores del crepúsculo y cómo es que habían sobrevivido en la ignominia por milenios. Ellos eran realmente un adversario que debía temer si en ésta oportunidad que había robado podía salvar a Canaria; de igual forma tenía que asegurarse que nada más interfiera en el futuro perfecto que él debía construir con sus propias manos.
Así se convierta en un héroe, o en un monstruo, todo sería por el bien de ella.
Sabía que Amon no había viajado con él, no lo sentía en ninguna parte de su ser.
Probó intentando expulsar su maná con la punta de los dedos y tratar de solidificarlo en busca de algún remanente o impurezas.
Con gran dificultad apenas pudo formar un pequeño hilo iridiscente. Al parecer todavía no tenía control de su maná, además en ese momento tenía mucho menos que cuando era un adulto.
Suspiró pesadamente.
—Parece que tendré mucho trabajo por hacer todavía…
Sería difícil para él si no podía siquiera formar un mortero de maná para hacer herramientas mágicas. Necesitaba aumentar su capacidad, y eso significaba que tendría que bailar con la muerte.
Presionar y presionar hasta quedar enfermo, casi de la misma manera cuando lo envenenaron por primera vez siendo un niño, hasta el punto de casi quemar sus circuitos mágicos.
Volvió a su cama, presionando sus circuitos mágicos con su corriente de maná, haciendo que su cuerpo empezara a calentarse. Si seguía de esa manera, probablemente tendría fiebre al amanecer.
Fue así, que Igfrid Severe D’Tyr inició con su ardua jornada, por el bien de Canaria.