Rosemarie

Despertó con la sensación febril pegajosa en todo su cuerpo; sus extremidades se sentían pesadas, y sus ojos ardían un poco. Aún así, Igfrid sentía un entusiasmo poco común al enfrentarse con los rostros de su séquito que hacía tantos años no veía ni recordaba. Recorrió con los ojos las caras de los sirvientes que se presentaron ante él mientras lo alistaban para su día a día. Recordaba perfectamente a una de ellas, la chica que lo había envenenado en su temprana infancia y provocado que su fiebre de maná se adelantara de los siete a los cinco años. En esa época se había vuelto bastante poderoso para su edad, ya que su maná descontrolado lo mantenía en un estupor febril; había sido envenenado a tal grado que de verdad perdió sus facultades mentales por años hasta que su cuerpo se acostumbró a la cantidad descomunal de mana que producía en un esfuerzo de su cuerpo para salvarse.

El rostro pecoso y los ojos verdes de la niñera la hacían parecer una chica inocente. Ella era una pobre noble de rango medio que estaba atrapada en su trabajo como una de las niñeras del hijo de la primera esposa del monarca, la mujer que había perdido el título de kralice ante una extranjera y relegada a las sombras.

Cualquiera en sus cinco sentidos estaría naturalmente feliz de servir a la casa de los krales, a pesar de atender a un segundo príncipe cuya facción política era prácticamente inexistente debido a la enferma obsesión de la kralice degradada por el emperador.

Sin embargo la chica, engañada por la misma mujer que Igfrid despreciaba y se hacía llamar su madre, se había aliado con la facción de Sigurd. ¿Cómo es que la primera esposa del kral, Rosemarie, había convencido a la idiota niñera de que había sido contactada por la actual kralice y no por ella, una simple reina? Con los talentos que poseía la mujer que lo dio a luz, estaba seguro de que no le fue difícil y que en más de un ardid oculto bajo las sombras de la corona tenía que ver.

Esa niñera, cuyo nombre se había perdido para él en el tiempo durante su vida pasada, se llamaba Hilderange; silenciosa y de apariencia olvidable pero capaz. Probablemente aquel último rasgo la convirtió en el objetivo de las maquinaciones de Rosemarie.

También recordaba que el final de la pobre Hilderange no fue dulce ni piadoso. Incluso atentar contra un príncipe sin facción aparente era un pecado que se pagaba con la vida.

Igfrid pensó que aún sí se mostraba cauteloso ante esa joven tonta y los demás trabajadores de su séquito seguramente no habría gran diferencia en su destino, pues con su pequeño cuerpo su magia apenas era la suficiente como para usar sus habilidades de nacimiento y reforzar sus músculos en casos de emergencia, así que debía buscar los ingredientes para minimizar los efectos del veneno que muy pronto le administrarían. Simplemente pensar en las consecuencias que tuvo la primera vez que había vivido tal desgracia lo hacía conmocionar; definitivamente él no deseaba perder años de su ventaja temporal actual sólo porque era un niño sin recursos.

Igfrid no deseaba caer en el entumecimiento mental en el que se perdió meses tras ser envenenado, hecho que hizo que todos creyeran en su tragedia como el príncipe discapacitado y que utilizó para escapar años más tarde.

Sería fácil para él despedir a la chica en cuestión y levantar el dedo acusatorio contra su propia progenitora, quien en la línea temporal anterior seguramente lo había envenenado como una trampa para culpar a su rival. Probablemente en ese caso no le creyeran del todo, pero la duda se planetaria en el Kral, reconociendo que la obsesión de Rosemarie podría llegar a tales extremos y seguramente lo separarían definitivamente de su progenitora…Aunque eso a la larga le traería más problemas que beneficios, ya que la familia de Rosemarie era un gran recurso que Igfrid podría utilizar.También estaba la opción de seguirle la corriente a Rosemarie y acusar a la Kralice de intentar asesinarlo, aunque podría desencadenar problemas antes de tiempo con los que no era capaz lidiar en ese momento, como la fractura emocional de su hermano mayor o el levantamiento prematuro de Duat, siendo la Kralice Emmanuelle una princesa mestiza de las colonias.

Al final decidió tomar el asunto de frente y hacer las pociones necesarias; también debía arreglar los pendientes que tenía con la mujer que lo había dado a luz, en ese orden.

Como un príncipe que aún no había obtenido la bendición de los dioses, tenía restringido la mayoría del palacio; su educación era básica y no requería conocimientos sobre magia hasta que la primera fiebre de crecimiento acelerado se manifestase poco antes de los siete años. El entrenamiento con la espada era como el de cualquier aprendiz de soldado sin maná, con una espada de madera que su cuerpo de cinco años apenas podía levantar y debido a su rango noble, debía entrenar con su hermano dos años mayor, Sigurd. En sus memorias su trato siempre fue negligente aunque, hasta cierto punto, tenía un poco más de libertad que su estúpido hermano mayor.

Pronto revivió tales recuerdos un poco más tarde en la mañana de aquel día en el área de entrenamiento de los caballeros de la guardia del kral; los golpes de la espada de su hermano al que llamaban un genio de la espada, que él apenas y podía parar, lo hacían retroceder como si estuviese peleando contra un gigante. Injusto desde la edad y el desarrollo tan diferente entre ambos, incluso si sabía que Sigurd tenía prohibido usar sus habilidades mágicas puesto que él ya había recibido la bendición de los dioses y había pasado el primer gran periodo de crecimiento satisfactoriamente. Y cuando recibió el primer golpe directo a su carne blanda, Igfrid ni siquiera se quejó aunque quería hacerlo.

El Igfrid que había vivido anteriormente estos entrenamientos injustos normalmente sólo esperaría a que su hermano terminara con la lluvia de golpes que le propinaba mientras Sir Rafreid, el instructor de los príncipes, le gritaba lo que debía hacer para defenderse.

El anciano caballero era de la vieja escuela que prefería la práctica realista a la repetición mecánica, lo cual era idóneo para los combates en batallas como las que Igfrid había pasado en su vida anterior, sin embargo era demasiado duro para un niño de cinco años.

—¿Por qué no simplemente te rindes, hermano? ¡Tú no estás hecho para la espada! —Le dijo Sigurd mientras dejaba caer la espada de madera con dirección hacia su hombro, Igfrid apenas pudo desviarla con la experiencia de su vida pasada a pesar de que su cuerpo no se movía como quería y que su fuerza era un chiste, mitad gracias a su fiebre leve y mitad debido a que todavía no estaba acostumbrado a su nuevo cuerpo.

Igfrid no respondió a las provocaciones de su hermano, prefirió priorizar salir lo más ileso posible de la práctica; sabía que tarde o temprano Sigurd sería puesto en su lugar.

Aún así, gracias a la experiencia en el combate que había vivido, Igfrid logró hacer que Sigurd perdiera el equilibrio y golpearlo con toda su fuerza un par de veces. Sabía que a comparación con los caballeros adultos con los que Sigurd entrenaba, sus golpes no tendrían mayor efecto.

No pasó mucho tiempo cuando cayó al suelo, incapaz de continuar con su infructífera resistencia. En su estado, ya era toda una hazaña haberle hecho frente a Sigurd, quien acostumbrado al Igfrid dócil, se retiró con una mirada inquieta.

—Estás mejorando… —Le dijo dubitativo como frase de despedida.

Tras ser apaleado y luego de que su instructor le diera el visto bueno a su avance como espadachín, Igfrid de retiró del lugar con su séquito a cuestas: dos niñeras, una de las cuales era Hilderange y un guardia real que recordaba habían cambiado en su vida pasada tras el envenenamiento.

El invernadero de la casa médica del palacio era una de las zonas que no tenía prohibidas, pues estaba en la misma zona que el área donde residían los médicos reales, una zona bastante visitada por él en el pasado debido a la costumbre de Sigurd de dañarlo en las sesiones de entrenamiento con la espada; Igfrid nunca se había quejado de ello, ni siquiera antes de volver a ese tiempo, pero le molestaba y en sus tiernos años había llorado más de una vez mientras lo trataban, cosa que sólo hizo que su madre lo regañara.

Gracias a eso, durante su vida anterior se guardaba sus quejas para complacer a la mujer que lo abandonó en cuanto se dio cuenta de que no le sería de utilidad. Ahora, simplemente lo estaba dejando pasar porque sabía que lo que le esperaba a su hermano no sería grato; dejarlo reír un poco más era una gracia que estaba dispuesto a conceder… por el momento. Por sobre todo no quería llamar la atención usando magia antes de tiempo sólo para humillar a Sigurd, eso no sería razonable ni conveniente.

Si los ojos de su padre y toda la corte se dirigían a él ahora, no podría tomar a Rosemarie y todo lo que estaba detrás de ella en sus garras… siempre estaría vigilado. Seguramente cambiarían a todo su personal y a sus tutores, y su libertad se vería restringida tanto que ni siquiera podría estar tranquilo en su habitación.

El emperador, en cuanto mostrara algún potencial excepcional, lo tomaría como un candidato al trono indiscutiblemente, incluso si eso significaba hacer a un lado al hijo de la mujer que ama más que a cualquiera.

Esa frialdad que el emperador poseía incluso ante su propia familia, en cierto sentido, era de admirar… Aunque eso llevó al padre de Canaria a la muerte.

El Kral siempre anteponía el bienestar del reino a sus emociones, ¿no era ese un emperador ideal?

En efecto, su progenitor era la imagen perfecta de un emperador, pero el peor tipo de padre, hermano y esposo que podría haber.

El emperador realmente parecía inmune a los sentimientos de su familia o a los suyos propios. Irónico que no fue inmune a la magia seductora de Silvine, ni a sus estúpidas habilidades tramposas.

La médico que lo atendió está vez fue una aprendiz joven de cabello oscuro y ojos grises; él no la recordaba, probablemente era una estudiante de alguno de los médicos reales.

—¿Desde cuándo tienes fiebre? —Preguntó ella dulcemente.

—No estoy seguro… —Respondió tranquilamente. —Solo me siento un poco cansado.

La joven médico miró a las niñeras como si quisiera golpearlas.

—Si se siente mal, su excelencia, debe decirlo. Aunque es una fiebre leve, el cuerpo se su excelencia es precioso, sobre todo porque todavía es un niño. Le daré instrucciones a las niñeras reales para que aprendan a detectar las fiebres leves y algunas pautas a seguir. Siendo todavía tan pequeño es imposible que tome pociones, por lo que debemos tener una estricta vigilancia sobre usted, ¿entiende?

—¡Si! —La sonrisa inocente y fingida de Igfrid se apoderó de su rostro.

—Con esto hemos terminado, su excelencia. ¿Puede esperar afuera en los jardines mientras doy instrucciones a sus niñeras por favor?

El joven príncipe bajó del asiento donde estaba sentado con ayuda de Hilderange y caminó lentamente hacia la puerta, dónde lo estaba esperando su guardia en turno, silencioso y discreto como una sombra.

Como visitante cotidiano del área médica, Igfrid conocía bien a casi todos; usualmente, luego de su apaleamiento de parte de Sigurd y vigilado a la lejanía por su séquito, Igfrid permanecía en los jardines médicos mientras contemplaba su miseria teniendo a los aethriles como acompañantes. Sentado en una de las bancas de los jardines a la espera de que el efecto de las pociones aplicadas sucediera, pues debido a que era todavía un niño los tratamientos que requerían magia no se utilizaban, se dedicaba a sumergirse en sus pensamientos infantiles con la esperanza de recibir el amor y la atención de sus padres. Decidió seguir su costumbre y pronto se encontró observando los pequeños sembradíos de flores medicinales del ala médica.

Rara vez el herborista encargado de aquellas flores preciosas tanto por su belleza como por su versatilidad en tratamientos médicos se acercaba a él como lo estaba haciendo ahora, en un compañerismo silencioso, pero era algo que Igfrid apreciaba mucho.

El príncipe recordaba al aciano perteneciente a la nobleza alta y sobre todo, sus enseñanzas. En las épocas en las que fingía ser un discapacitado, ese anciano le explicaba las cosas tantas veces como las estrellas en el cielo, sin enojarse y sin pensar que era una pérdida de tiempo. El día que él había decidido irse del palacio y dejar a su doppelgäger, Igfrid había tomado una de esas preciosas flores de pétalos azules cristalinos y el anciano simplemente lo dejó pasar con una sonrisa, como si supiera que todo lo que había hecho hasta ese momento era un engaño.

–Son tan hermosas… –Suspiró Igfrid, esperando iniciar una conversación con el viejo Claude como las que recordaba en sus memorias de un tiempo perdido.

–En muchas más maneras de lo que uno pensaría, su alteza. –La voz de Claude era suave, con una entonación lenta y rítmica que le recordó a Igfrid las viejas oraciones en el lenguaje antiguo. –Los aethriles son como un regalo divino, ¡no existe planta más benéfica y bella en todo el mundo!

–¿Es así? –Preguntó, abriendo los ojos como si estuviese sorprendido. Igfrid sabía sacar provecho de su linda cara a pesar de que la odiaba; desde pequeño, su apariencia tan parecida a la de su madre lo había marcado. Al ir creciendo y observar un rostro semejante al de la mujer que odiaba, su percepción de sí mismo se distorsionó al grado de no querer espejos cerca de él; sin embargo, Canaria lo había amado con ese rostro funesto.

–¡Por supuesto, príncipe Igfrid! No sólo su belleza externa es lo que la hace tan especial… sus propiedades únicas al convertirse en polvo a manos de los expertos, pueden salvar vidas.

Igfrid se levantó de su asiento de un salto. Sus moretones estaban ya casi desvanecidos a pesar de que su cuerpo gritaba por un dolor muscular lo suficientemente intenso como para que el simple hecho de caminar le fuese terrible. Se acercó a las flores, brillantes a la luz del sol. Las hojas parecidas al cristal teñido y semitransparentes parecían frágiles, pero no lo eran; él sabía, a fuerza de haberlas usado tantas veces, que aquellas flores de apariencia delicada eran tan duras que hacer polvo de ellas necesitaba el mana de un noble de rango medio por varios días.

–¿Puedo llevarme una?

–Todas son suyas, su majestad. Sin embargo, si no es una grosería mi curiosidad, ¿para qué la desea?

–Un anhelo… quizá. Esta flor trae calma a mi corazón.

El viejo Claude sonrió ante lo que escuchó. En lo personal, el anciano creía que la nobleza era demasiado dura con las almas jóvenes, sobre todo los círculos imperiales. Caminó hacia la mata más cercana de aethriles y con unas tijeras de flujo de maná pequeñas que siempre llevaba consigo debido a su trabajo, cortó una. Mientras la flor estuviera a la luz del sol durante el día, no se marchitaría, así que esperaba que se mantuviera inmortal en la habitación del príncipe que había pedido por ella.

De vuelta en su habitación, Igfrid tomó el aethril y lo guardó en un cajón con llave en una caja conservadora que le pidió a su séquito. Sabía que la flor no se marchitaría dentro de la herramienta mágica, pero aún así pensaba que era mejor que se apurara; debía ser cuidadoso cuando empezara a procesarla y convertirla en polvo, pero sólo podría hacerlo de noche. Además, como su bendición de los dioses todavía no llegaba, era incapaz de solidificar su maná como en su vida pasada, así que Igfrid necesitaba conseguir una piedra de maná para convertirla en un mortero lo suficientemente resistente.

—Mi señor, ¿no es mejor mantenerla en un jarrón precioso a la vista de todos? —Le preguntó la niñera jefe, una mujer de alto rango noble ya entrada en años. Sus manos estaban manchadas con las marcas del uso de mana para crear herramientas mágicas, con tonos azulados. Demether, su tía abuela sanguínea, y la mujer que fue su verdadera figura materna.

—Es un tesoro… y los tesoros se deben de resguardar. —Respondió con su voz infantil tratando de sonar lo más ingenuo e inocente posible. —¿No es lo que dijo la abuela cuando guardó los juguetes que usé de bebé?

La anciana sonrió melancólica y un poco sorprendida.

—¿No era muy pequeño su excelencia para recordar aquel día?

—Los recuerdos también son un tesoro, así que quedan guardados bien en mi mente. —Replicó. Él siempre había tenido buena memoria incluso antes de volver.

—Ya veo… —Respondió la anciana con algo parecido al amor maternal en sus ojos.

*******

Unos pocos días después, Igfrid pidió visitar a su madre la segunda reina, la llamada bajo el título de Vassel kralice, Rosemarie Von Eastrit D’Tyr. Su belleza era legendaria; tan hermosa a pesar de ya no ser joven, con su rostro inmaculado que parecía el de una muñeca de labios rosados y ojos dorados y brillantes. Dorados como el dorado banal del oro que bañaba su habitación y su vida llena de lujos y complots ridículos en pos de un amor que ella no podía obtener.

En la línea del tiempo que Igfrid había abandonado, Rosemarie lo había procurado hasta que descubrió que era inútil, un niño que no le serviría para sus aspiraciones con respecto a llamar la atención de su marido. Ella, una mujer que haría cualquier cosa para que el emperador posara sus ojos al menos un momento sobre si, lo había botado a la basura como un objeto inservible en cuanto supo que no podía usarlo.

Igfrid aún recordaba esos ojos dorados bañados en desprecio cuando lo despidió a la torre este como un mero juguete roto; aquel momento… él nunca pudo olvidarlo.

Lo había dejado al cuidado de Demether en aquella torre que había construido su tatarabuelo para encerrar a su Kralice debido a los celos; el área circundante estaba llena de balizas que neutralizaban el maná, por lo que un descontrol de Igfrid debido a su estado mental sólo terminaría destruyendo la torre y a los habitantes de ésta.

Él vivió en esa torre desde el momento en que su mente se perdió con las fiebres intensas nacidas de su envenenamiento, sufriendo el constante ardor al sentir como sus circuitos mágicos se sobrecargaban y lo empujaban al borde de la muerte. Incluso a veces podía sentir su órgano de maná bombeando hacia su cerebro el calor del espeso mana que fluía por todo su sistema nervioso y se concentraba en su cabeza, haciéndole tener alucinaciones.

Demether murió mientras él empezaba a recuperarse… Ni siquiera pudo despedirse de ella.

Estaba seguro de que si Rosemarie lo hubiese abrazado cuando Demether murió, Igfrid no habría mantenido toda su farsa del enfermo mental, pero ella no lo hizo.

Simplemente se olvidó de él hasta que ella se suicidó por la depresión de su amor no correspondido y el abandono por completo del Kral.

Entonces hoy se enfrentaría de nuevo a ella en ésta nueva oportunidad, todo por el bien de Canaria, en la habitación que sólo había visto un par de veces en toda su vida; ese lugar tapizado de oro y rojo, los colores favoritos de quien antaño había llamado madre.

Más que nervioso, Igfrid estaba frustrado. Le era nauseabundo el hecho de pedir prestado el poder de alguien como Rosemarie y su familia para cumplir su propósito.

Como de costumbre, el lugar donde ella lo recibió era su despacho junto a su habitación en el palacio del placer, donde Rosemarie se encargaba de la administración del harén y otras cosas peculiares como miembro de la familia Von Eastrit y de la familia real.

Tal y como el día en que Igfrid fue desechado, la luz del sol del mediodía entraba filtrado por las cortinas tenues de los grandes ventanales, haciendo brillar cada objeto dorado del mobiliario; dorado de aspecto cálido, pero frio y banal como la misma habitante del lugar.

Y ella, en medio de la habitación tan afín a su corazón, lo esperaba con una sonrisa en sus labios, tan falsa como siempre; su cabello gris azulado caía con gracia a los lados de su rostro, remarcando sus bellas facciones que le hicieron odiar a Igfrid las propias.

Rosemarie se levantó de su asiento, caminando como una madre preocupada hacia él; el tacto de aquella mujer, con su vestido rojo y amplio de seda, le causó repelencia. Él no quería ser tocado por la mujer que lo había desechado, en realidad, en ese momento no quería ser tocado por ninguna otra mujer que no fuese Canaria. Sin darse cuenta, Igfrid se había quedado estático como un muñeco ante el afecto falso que su madre le profesaba.

Las pantomimas de la mujer llamada Rosemarie, para Igfrid, carecían de significado o función ahora que él conocía sus verdaderos colores. Quizá, pensó, en el corazón de un infante todo su acto funcionaría como lo hizo alguna vez, pero no ahora. Ahora, Igfrid había regresado con una vida tras de él, con la experiencia de todas las traiciones y las desgracias que ella y otros le habían causado tanto a él como a Canaria. Y no pensaba olvidar.

—Oh, Igfrid... ¿Ocurre algo, cariño? —Preguntó ella con acentuada preocupación. Aquella actuación causó icor a Igfrid, quien internamente parecía estar cansado de tal hipocresía.

—¿Podríamos hablar a solas, Rosemarie? Seriamente. —La voz del susurro de Igfrid no parecía la de un niño de cinco años; en realidad, cuando Rosemarie lo escuchó, su rostro cambió por completo, como si se hubiera dado cuenta de que el ser que estaba abrazando era una serpiente y no su hijo.

La mujer se incorporó dignamente, como si su personalidad hubiese mutado de la de madre a la de noble, y con su semblante real, ordenó a sus doncellas la preparación de la sala de té privada.

Las doncellas de Rosemarie eran capaces y rápidas, sin embargo, extrañas. En los recuerdos de Igfrid de la línea temporal que había abandonado, aquellas mujeres no sólo eran doncellas, si no que también eran soldados capaces. Con sus rostros cubiertos con velos gruesos bordados con círculos mágicos para que ellas pudiesen ver a través de ella, esas mujeres vivían en el anonimato con sus cuerpos envueltos en vestidos que ocultaban incluso el más mínimo atisbo de piel y cabello.

Pronto, Igfrid fue guiado a la sala privada de Rosemarie, en una habitación oculta más allá del escritorio donde se encargaba de sus asuntos; tal y como ella, la habitación desbordaba lujo y elegancia, sin embargo, se sentía fría, sola.

Cuando se sentaron uno frente al otro las doncellas bañadas en anonimato iniciaron su danza sobre el mantel blanco de la mesa de té. Las tazas y las bandejas fueron ordenadas como si se tratara de una pequeña obra de arte, puestas en un silencio espeso mientras los participantes de aquella reunión se estudiaban mutuamente.

Momentos más tarde, los únicos en aquella habitación oculta propiedad de la Vassel Kralice Rosemarie eran tan sólo ella y su hijo.

—¿Qué es lo que deseabas conversar tan diligentemente, cariño? —La voz modulada de la mujer estaba destinada a embelesar a sus interlocutores, ejecutándolo como una maestra política y del engaño, sin embargo, para Igfrid la amabilidad de Rosemarie le parecía enfermiza.

La miró a los ojos, enfocándose en aquellos orbes dorados que le producían tantos sentimientos de rechazo, pensando en que incluso aquella parte de su cuerpo parecía mentir. Mentía con su rostro sereno y amable, con su mirada que a veces parecía emanar cariño. Todo en Rosemarie era falso.

Igfrid entrelazó sus manos, colocándolas sobre la mesa; sus ojos rojos parecían brillar con un fuego que nadie se había percatado que poseyera, o quizá siempre había sido así.

—Basta de máscaras, Rosemarie. Quiero hacer un trato. —Pronunció sonriente y en voz baja el príncipe de cinco años, como si deseara que sus palabras sólo llegaran a oídos de la mujer que tenía en frente, como si ellos no estuviesen a solas. Por supuesto, Igfrid no confiaba en la mujer que se llamaba a sí misma su madre, incluso si estaban a solas Igfrid sabía que realmente no era así.

La respuesta a las palabras de Igfrid nació con una sonrisa que parecía un fresco arroyo en la primavera, una sonrisa que Rosemarie nunca había utilizado, como si se diera cuenta de que no había necesidad de sus gestos falsos, cayendo en la autocomplacencia al reconocer que sus anhelos y planes estaban dando frutos.

—Ah... ¡Mi hijo al fin muestra su sangre fluyendo por sus venas! —Rosemarie parecía deleitada por su descubrimiento e Igfrid simplemente la observó, pensando sobre la reacción de la mujer que tenía frente a él. Para el segundo príncipe, la reina estaba complacida de que su pequeña herramienta que llevaba el título de hijo fuese funcional. Seguramente, ella estaba planeando las maneras en las que podría utilizarlo. Seguramente ella estaba pensando en las artimañas que usaría para levantarlo como su carta de triunfo en pos de ese amor unidireccional y enfermizo que ella sentía con respecto al emperador, al Kral.

—Entonces... ¿cuál es ese trato que tanto te interesa, Igfrid? —Los delgados dedos de Rosemarie empezaron a juguetear con el borde plateado de su taza de té, danzantes y relajados como si ella fuese una niña traviesa. Incluso su postura noble se había liberado a tal punto que parecía una madre relajada junto a su precioso hijo, sonriendo afablemente, casi con adoración. Aquel cambio de ambiente chocó a Igfrid, sin embargo, su larga vida anterior lo habían preparado con antelación, respondiendo con una cara infantil inocente y alegre, tal y como se esperaba de él.

—Seré el príncipe heredero, como lo deseas. A cambio, quiero libertad de movimiento y acción. —Ambos continuaron con sus rostros imbatibles llenos de un amor filial fingido, de sonrisas falsas de alegría levantadas como escudos imbatibles para ocultar el verdadero sentir de sus corazones y anhelos. Si alguien ajeno los observase, ellos serían el retrato perfecto de madre e hijo armoniosos, sin imaginar que el contenido de su conversación era tan escandaloso y anormal; cualquiera que supiera que el segundo príncipe de tan solo cinco años de edad estaba ofreciendo derrocar a su hermano mayor a cambio de hacer su voluntad creería que era una broma. Pero no lo era.

La resolución de Igfrid había nacido mucho antes de ese momento, en el futuro que no se lograría ver.

—Ah... —Ella empezó a reír, incluso su sonrisa era bella y queda, como la de un ave pequeña. —Oh, querido Igfrid... Que seas el príncipe heredero ya lo había decidido desde hace mucho, mucho tiempo; antes de que nacieras siquiera. —Las manos de la mujer enmarcaron el rostro de su hijo, acariciando sus mejillas y acercando su rostro suavemente, como lo haría una verdadera madre. —Como mi preciado, divino tesoro, ¿crees que te dejaré andar libremente por ahí? No puedo permitir eso.

Igfrid, entonces, tomó la mano derecha de la mujer que lo observaba con una especie de adoración enfermiza, y la envolvió entre las suyas. ¿Quién se había creído ella para tratarle así? Rosemarie apenas y sobrevivía como la sombra del Kral por utilidad, atada a su amor enfermizo a pesar de que tenía el poder suficiente para hacer tambalear a la corona. Los nobles de su facción apenas si podían contarse con los dedos de ambas manos, y los plebeyos la odiaban, ¿es que creía que él podría tenerle compasión o consideración? ¿Es que ella creía que por ser el fruto de su vientre, él sería tan fácil de manejar?

—Pero, Rosemarie,  lo que planeabas hacer. Y si yo lo sé… otros pueden enterarse también. Conozco todo lo que tu pequeña y hermosa cabeza quiere y lo que piensa hacer para obtenerlo… Esto es malo, Rosemarie; como tu preciado y filial hijo, no podría hacer nada para evitar que otros difundan rumores… ya que no tengo tal poder. ¿Qué haría entonces, si llegase a oídos del Kral? ¿Qué haría un pequeño y pobre segundo hijo sin su querida progenitora? ¡Sobre todo cuando la gente sabe que la vassel Kralice no era amada ni bien vista por el Kral! ¿Qué sería de mi? ¿Y qué sería de mi adorada progenitora, a sabiendas que el Kral solo busca excusas para expulsarla?

El rostro de Rosemarie se contrajo en una mueca de asombro y frustración; Igfrid estaba satisfecho con eso, sabía que por el bien de sus planes Rosemarie aceptaría, pues sus aspiraciones sobre que el emperador la voltease a mirar al menos por medio del hijo de ambos eran perceptibles.

—¿Quién...? —Susurró con los ojos fijos en él, llenos de furia contenida; Igfrid no podía determinar si su nerviosismo latente era debido al miedo o a la sorpresa, pero lo estaba disfrutando. Sabiendo ella que Igfrid había heredado su capacidad de nacimiento lector, Rosemarie estaba segura de que él no podía leer su mente (al igual que ella no podía hacerlo con él) ni la de la mayoría de adultos, pues todavía era un niño sin desarrollar. Y era por ese motivo que Rosemarie estaba asustada, puesto que daba a entender que él había llegado a esa conclusión sin usar su habilidad de nacimiento.

—No puedes arriesgarte a tanto, ¿verdad, Rosemarie? No desde que padre te ha delegado a las sombras como un simple sabueso... —Con una sonrisa, Igfrid besó la mano de Rosemarie apenas si rozando su guante y luego la soltó, levantándose de su asiento y regocijándose en su victoria.

Antes de salir de la habitación, Igfrid declaró su última petición.

—Esperaré por una de tus rosas especiales, madre.

Esa fue la primera vez para ese Igfrid retornado en llamarle bajo ese título, y quizá, la última.