¿Un aliado o una herramienta?
Las manos de Demether eran frías y se sentían bastante bien contra la piel de su frente y su mejilla ardientes en un calor febril que le había llevado a posponer los entrenamientos con Sigurd hasta nuevo aviso.
En efecto, el dejar de asistir a tales reuniones violentas que terminaban con Igfrid adolorido y moreteado era un alivio, no obstante el sufrimiento de la fiebre auto provocada por presionar su órgano de maná era casi equiparable a una paliza.
Los huesos le dolían y su piel le ardía, aunque no lo suficiente como para permanecer en cama. Si bien su cuerpo era el de un niño, su resistencia mental todavía era la del Igfrid que vivió toda una existencia miserable en la línea temporal que abandonó. La febrícula preocupaba a la niñera anciana Demether al grado de intentar cancelar la reunión decenal de Igfrid con su padre el Kral, pero el mismo pequeño príncipe le había insistido en que estaba lo suficiente bien como para asistir, mostrándose como un niño emocionado por convivir con su figura paterna.
—No quiero que padre se preocupe… —Fue esta última frase lo que conmovió más a Demether, quien, apoyándose en que la Reina Rosemarie había enviado a un tutor para el príncipe, permitió que el programa se celebrara como se tenía planeado con la condición de que Sir Vikhus no se despegara del príncipe ni un solo momento debido a su experiencia médica.
Sir Vikhus era realmente una gran adición al séquito de Igfrid. Siendo éste un hombre versado en diversas ciencias, aunque no era experto en ninguna, su versatilidad para la enseñanza era notable.
Sobre todo, el hombre era un elemento confiable de la casa Von Eastrit, por lo que tanto Demether como Rosemarie estaban seguras de que no lastimaría a Igfrid de ninguna manera.
Así pues, Igfrid fue llevado al palacio principal, escoltado por dos caballeros, Demether y Sir Vikhus; los caballeros todavía pertenecían a la Orden del Alba Eterna, que estaban directamente bajo el mando del Kral, por lo que Igfrid no tenía deseos de entablar relación con ninguno de ellos.
Viajando en los brazos de su tía abuela Demether, Igfrid se sentía un tanto avergonzado debido a que él se consideraba todavía un adulto, mentalmente al menos. No obstante, la oportunidad de ser mimado por la única figura materna que tuvo en toda su existencia era algo que su corazón dolido por la pérdida en la línea temporal anterior no iba a dejar pasar.
Ella había sido su cuidadora y su madre, así que añoraba sentir sus abrazos. También Demether era parte del motivo por el que Igfrid deseaba cambiar su destino. No quería que muriera sola y olvidada como en su línea temporal original.
Las grandes puertas de los aposentos del Kral Maximus Artheus D’Tyr se abrieron para dar paso al segundo príncipe; Igfrid, aún en los brazos de su tía abuela Demether y actuando como un niño de su edad lo haría, enterró su cabeza en el cuello de la mujer mayor y se movió un poco para ver de reojo la habitación del kral.
Maximus siempre había sido un hombre ecléctico y su habitación resumía sus gustos; si bien los muebles mantenían un aire regio, estaban compuestos por antigüedades de diferentes periodos en la historia del país. La decoración seguía el mismo patrón; bustos, pinturas, incluso algunos monolitos rotos por el tiempo que Igfrid podía asegurar que provenían de la era de los dioses. Sin duda la disonancia entre estilos, colores y épocas de todos los artículos de esa habitación la hacía parecer más una especie de estudio o museo que lo que se suponía que debía ser originalmente.
El Kral Maximus Artheus estaba sentado, leyendo un montón de pergaminos viejos, sentado en una sala más allá de la pequeña colección de bustos que decoraban la entrada de su habitación; cuando Igfrid lo miró no pudo evitar sentir el eco del resentimiento que le había guardado durante años tras la persecución y luego la muerte de Canaria.
Como un niño de su edad lo haría, Igfrid pidió que Demether lo bajara e inmediatamente salió corriendo hacia su progenitor; su rostro infantil de ojos rojos y brillantes se llenó de una felicidad falsa mientras su padre lo observó con esos mismos ojos rojos de la última vez que se encontraron en su vida anterior.
—¡Padre! —La emoción falsa en su voz se sentía tan verdadera, que Igfrid no pudo evitar pensar que era digno hijo de esa mujer.
El kral Maximus le sonrió con un gesto que podría pasar por frío; el hombre era realmente casi inexpresivo, excepto cuando se trataba de su afición que rayaba a la obsesión: la arqueología.
—Hijo... Me alegra verte con mejor salud. —Respondió el Kral apenas mirando a su hijo tras los pergaminos que había estado leyendo.
La incomodidad se sentía tan pesada y espesa que Igfrid podría nadar en ella; Vikhus y Demether se habían apostado en una esquina de la habitación, a la espera de ser llamados, camuflándose en la decoración de la habitación. Igfrid quería pedir ayuda, había olvidado lo complicado que era tratar con su padre. Incluso cuando hacía su teatro del inválido, Maximus era un ser complicado de abordar.
Como un niño de su edad, empezó a mirar por todos lados, y reconoció algunos objetos con los que se había familiarizado antaño.
La escultura de Genovierre, las espadas gemelas del Kral Flaurën, el monolito de Arghel.... Igfrid corrió hacia los objetos como un pequeño remolino, de tal manera que incluso su estoico padre se levantó de su asiento con el rostro cubierto por la preocupación.
—¡Woah! ¡La habitación de Padre siempre es tan bonita! —La voz infantil de Igfrid se cargó de dulzura y emoción mientras señalaba cada una de las esculturas.
Maximus carraspeó con su expresión seca adornada con unos ojos extrañamente inquisidores; el pequeño príncipe le respondió con unos ojos de cachorro tan grandes como los de un felino.
En su vida anterior, Igfrid pasaba el tiempo con su padre escuchando historias sobre arqueología, aunque nunca le interesó demasiado. Su afán de oír las aburridas anécdotas de los krales antiguos era una manera de intentar crear una conexión con su padre, sin embargo nunca pudo progresar más allá de una simple mirada cansada y una leve sonrisa forzada.
Tal vez era porque su interés era obviamente fingido y su padre se dio cuenta, que abruptamente esas charlas de arqueología murieron y se convirtieron en temas sobre sus entrenamientos y estudios hasta llegar a morir definitivamente tras el envenenamiento y la clara discapacidad mental que sufrió Igfrid y que luego usó como careta. En cualquier caso, el príncipe no cometería el error de distanciarse de su padre esta vez.
—Ah… ¿Si? —Maximus dudó en sus palabras. Parecía incapaz de solidificar sus pensamientos ante la actitud de un niño pequeño. El ceño agudo entre sus ojos lo hacían ver como si estuviera molesto, aunque en realidad no lo estaba.
—¡Sí! ¡Esa escultura de la hermosa dama, y esa espada brillante de vaina roja como los ojos de la familia real! Son cosas muy bonitas como las historias que me cuentas, padre. —Igfrid señaló entusiasmado los objetos, todos ellos únicos y tan antiguos como lo sería el país mismo.
Maximus cruzó sus brazos, analizando a ese niño enérgico que anteriormente había sido tan tímido con él. Como Kral, sabía exactamente con quienes convivía y cuáles eran los intereses del segundo príncipe, y pensaba honestamente que el niño estaba enamorado de las hierbas y la medicina al igual que Rosemarie cuando era una joven, ya que pasaba mucho tiempo hablando con los maestros del ala médica.
—¿Cuál es tu historia favorita entonces?
Igfrid se quedó parado, mirando a su padre a los ojos tan fijamente que parecía que deseaba leer sus pensamientos. Llevó uno de sus dedos a su barbilla en un ademán pensativo y tierno, para luego sonreír con inocencia.
—¡Todas son mis favoritas! —Levantó sus brazos para enfatizar sus palabras. —Pero si pensamos en mi historia favorita más favorita… ¡creo que es la del caballero errante de Gabalón!
Esa fue la primera vez que Igfrid vio a su padre sonreír con algo más que ironía y obligación. Se acercó a él lentamente con el rostro sereno y sus ojos de apariencia fiera incluso en sus momentos de ocio, y cuando estuvieron frente a frente, la mano nudosa del gobernante del imperio de Lothien cayó sobre la cabeza del príncipe, lenta y pesada, llena de dudas y una visible incompetencia en ese tipo de cosas.
—Es bueno que estudies… —Las palabras se perdieron en la cabeza de Igfrid mientras pensaba que en otro mundo, en otros tiempos, él hubiera sido muy feliz con el gesto que ahora su padre le estaba dando. Y todo era porque le mostró amor y entusiasmo casi genuino a las cosas que a Maximus le gustaban.
¿No ese era un precio demasiado barato?
No pudo evitar reconocer que tenía por padres a dos locos narcisistas.
Cuando el tiempo de calidad con su progenitor terminó, Maximus, extasiado por el hecho de que su hijo menor compartiera sus gustos intelectuales, ofreció a Igfrid un objeto de su colección para que empezara con la propia. El pequeño príncipe sonrió como si su sueño más grande se hubiera cumplido, y con una reverencia lo suficiente buena para su edad, pidió algo que le sería útil.
Entre todas las esculturas, tablillas, espadas, armaduras y artefactos históricos, Igfrid encontró uno en especial que era perfecto para él.
Siendo un niño le era imposible acceder a armas reales hechas con metales mágicos, así que la simple posibilidad de tener en sus manos una de las espadas o lanzas de la inmensa colección de su progenitor le hizo frotarse las manos mentalmente.
Sin embargo no podía pecar de codicioso. Sabía que el favor de su padre podía retirarse tan repentinamente como llegó, por lo que una simple daga sería lo mejor.
Exhibida bajo el resguardo de bastantes seguros mágicos sobre el cristal yacía una daga que parecía más un abrecartas, reforzada con tres piedras de maná, una de las cuales permanecía incrustada en el nacimiento de la hoja; su hechura demostraba riqueza y sensibilidad, diseñada para las manos de una mujer (o de un niño). Bajo la daga de empuñadura pintada en oro y rojo, la etiqueta cuidadosamente escrita rezaba la fecha año siete del reinado de Solethur II. La descripción breve otorgaba la propiedad de tal objeto a la princesa consorte Xuldranath.
Igfrid había leído al respecto tal historia de amor de hace doscientos años, y honestamente se le hacía una ridiculez.
Xuldranath era una mujer dragón que había renunciado a su tribu por amor para finalmente morir a manos de su esposo.
Tan ridículo y estúpido como lo que nos pasó a Canaria y a mí.
Si hubiera podido reírse irónicamente de sí mismo en ese momento, se hubiera soltado placentero a los brazos de sus deseos.
—¡Esa daga es taaan bonita! Los colores me recuerdan a mi padre…
Igfrid fue cuidadoso de no mencionar a Rosemarie; sabía que Maximus y ella tenían una relación no afectiva en el mejor de los casos.
Maximus llamó a su asistente Lord Iskander Bahlmëra y ordenó que arreglaran todo para enviarlo al palacio donde vivía Igfrid. Añadió un pergamino viejo y roto de algunas partes que describía la historia del artículo.
—¡Padre es tan genial! —La salamería de Igfrid era genuina a medias, realmente estaba agradecido de poder tener en sus manos algo tan útil, aunque viejo.
—¿Dónde la colocarás? —Respondió Maximus a los halagos de su hijo como si estuviera evitando que Igfrid continuara su demostración de felicidad.
—¡La guardaré con mis tesoros! —Cuando escuchó esto, Maximus pensó que su hijo era un pequeño dragón codicioso como él. Tal vez el segundo príncipe tenía la chispa necesaria…
Por otro lado, Igfrid estaba satisfecho de esa reunión llena de mentiras, no obstante estaba consciente de que ese encuentro había dado más frutos de los que esperaba.
**********************************************
Igfrid ya tenía en sus manos el aethril, el antídoto por excelencia para prácticamente cualquier tipo de veneno, sin embargo, necesitaba refinarlo.
Para poder hacerlo se requería moler la flor hasta formar un polvo fino, y luego mezclarlo con el maná del paciente o de un familiar directo como el de sus padres para evitar la contaminación y sus desagradables efectos secundarios, aunque en momentos de urgencia tomar el polvo era lo suficiente como para no morir.
Para que él pudiera refinar el aethril necesitaba un mortero hecho de piedras de maná de al menos calidad media, sin embargo, debido a su corta edad ni siquiera podía acercarse a una piedra de maná de calidad pobre debido al peligro de la contaminación. Y tampoco es que quisiera desarmar la daga que con tanto esfuerzo y halagos deshonestos logró sacarle a su progenitor.
Entonces… ¿Cómo podría él conseguir al menos una piedra de mana?
Y fue que pensó en las joyas destinadas a su uso en eventos de la corona.
Como un niño prebautismal se supone que todos los artículos de su día a día serían objetos seguros con un impacto muy pequeño en su sistema circulatorio, sin embargo entre sus joyas debería haber al menos una o dos piedras de mana de calidad media o superior preparadas como amuletos para su protección durante los eventos públicos.
Al menos sabía que sus progenitores no habían sido tan descuidados como para no preparar los amuletos necesarios para él, incluso en la línea temporal anterior.
No recordaba exactamente donde guardaban todas esas cosas, honestamente nunca le había importado y cuando decidió irse de la torre ni siquiera quería llevarse la ropa que tenía encima.
Las piedras de maná que se usaban para los abalorios y amuletos normalmente eran de calidad media a superior, y aunque seguramente estaban repletas de mana, la mayoría de esas piedras eran del tipo recargable como las de los collares bloqueadores. Debido a esto, él podía desarmar cualquier mecanismo del abalorio mágico y extraer solo lo que le interesaba.
—Aunque creo que necesitaré más de una… —Susurró mientras se dirigía hacia la habitación donde se resguardaban sus ropas usando la conexión que tenía con el baño.
Afortunadamente a tales horas de la noche sus niñeras estaban completamente dormidas y los guardias se apostaban afuera de las puertas de su habitación interior.
—Probablemente Demether se dará cuenta si desaparecen algunos de estos. —Pensó mientras revolvía en los cajones de los ricos muebles del gran vestidor.
Ignorando todo lo demás, sonrió cuando encontró un broche para la corbata de color carmín.
La piedra estaba engarzada en un marco dorado, adornado de otras piedras más pequeñas que hacían de hojas. En la parte trasera, el tallaje del circuito conductor parecía una obra de arte delicada y precisa. Se notaba que la piedra principal se había extraído del corazón de un wyvern joven debido al color y a la calidad. Igfrid todavía podía sentir el leve rastro salvaje de maná mezclado en ella con el de su padre.
“Será complicado sacarlas, pero al menos la grande me servirá para uno de mis propósitos.”
Tras guardar el broche en uno de los bolsillos de su ropa de cama, siguió hurgando en la habitación.
Pronto se encontró con unos gemelos de piedras azules de un tono cercano a la tonalidad de los ojos de Canaria; a simple vista parecían piedras de calidad media-baja debido a su tamaño y su alto nivel de traslucidez, pero en realidad eran de una calidad casi igual a la de las piedras de wyvern.
Miró las piedras bajo el reflejo de la luz de las lunas que entraba por los ventanales, brillantes como pequeños luceros caídos en sus manos regordetas y pensó en quién debía inculpar por esto.
Hilderange era su víctima perfecta, aunque por el momento no tenía tiempo para darle atención. Antes que cualquier cosa, necesitaba afianzar a sus aliados.
Tal vez en otro momento de su vida, cuando todavía era ingenuo y estúpido, pensaría en dejar en paz a aquellos que todavía no le habían hecho ningún mal; incluso en otros tiempos, antes de convertirse en el emperador nigromante, pensaría en otras maneras menos violentas de lograr sus propósitos.
Pero ese Igfrid ingenuo había muerto hacía mucho tiempo con Canaria.
Incluso pensó que tal vez en realidad estaba siendo demasiado blando aún, intoxicado por la esperanza de poder volver a ver a su esposa. ¿O quizás es que estaba empezando a perder un poco la cabeza? Tal vez el haber entrado a los pensamientos de tantas personas para obtener información le había influenciado demasiado, puesto que realmente él no era capaz de sentir nada más allá de un profundo anhelo por reencontrarse con Canaria y una vorágine de sentimientos desagradables para casi todas las demás personas.
O tal vez no había dormido lo suficiente estas noches y la locura de la privación de sueño se estaba apoderando de su mente. Lo que sea, ¿qué importaba?
Lentamente y en completa oscuridad regresó a su cama siguiendo el mismo camino; la noche silenciosa lo recibió, agradable y fresca, con el susurro de la esperanza.
******************************
Las noches solitarias, envuelto en el silencio de su habitación, eran ahora parte de su rutina.
Durante el día jugaba a ser el pequeño príncipe enfermizo, riendo junto a Demether y estudiando bajo la tutela de Vikhus, obteniendo elogios por cosas que él sabía debido a su vida anterior. Fingiendo no entender la tensión que empezó a florecer debido a rumores sobre su salud que llegaban al público fuera de esa fortaleza llena de castillos que hacían del núcleo de la familia real, sonriendo a un padre incompetente y a una madre que lo veía como una mera herramienta.
Era de esperarse que Demether incluso empezara a añadir al séquito catadores reales, puesto que la ansiedad por cualquier desbalance en su sistema circulatorio de mana podría tener desenlaces fatales.
No era de extrañar el envenenamiento en los círculos más altos de la nobleza; en un mundo donde los artefactos protectores podrían salvarte incluso de una muerte por la espalda, la manera más rápida de eliminar a tus enemigos era conseguir un agente encubierto entre su propio séquito y entonces alterar sus alimentos de tal manera que su sistema circulatorio de mana termine colapsando. Cierto era que rara vez los envenenamientos quedaban impunes, aunque la mayoría de los castigados siempre fueron plebeyos o esclavos.
Muchos de ellos seguramente chivos expiatorios a cambio de algún beneficio para un tercero, probablemente.
Y es así como un pequeño niño trabajaba exhaustivamente en la oscuridad bajo una luz titilante, tan tenue como la de una vela, que salía de una herramienta en sus manos: un mortero pequeño.
Igfrid lo había hecho a partir de la modificación de las piedras de mana que había robado noches antes, y el brillo del objeto se debía a la cantidad de maná que estaba vertiendo en él. Seguramente le llevaría varios días más sin dormir bien, pero valía la pena. Necesitaba el polvo del aethril más de lo que necesitaba el descansar, y no era por el miedo a ser envenenado, si no por otros motivos un poco más personales y egoístas.
Igfrid necesitaba aliados fiables, estaba claro.
Necesitaba a alguien talentoso y capaz, una persona que pudiera ser sus ojos y manos en el mundo más allá de las murallas de la gran fortaleza blanca.
Alguien como Vikhus.
Por supuesto estaba muy claro que el único regalo de Rosemarie que Igfrid apreciaba hasta ese momento tenía un pequeño gran inconveniente: Vikhus le era leal a Rosemarie. No a la casa Von Eastrit, si no a la Vassel Kralice.
Su tutor era una muy buena herramienta, eso lo había demostrado casi de inmediato al conseguir ciertos libros que para un niño de cuatro años sería imposible tener, aunque todo bajo el eslogan de educación parecía ser una excusa tolerable para el hombre.
No obstante Igfrid sabía que su boca no estaría cerrada. Cada movimiento, cada palabra que él dijera inmediatamente se le notificaría a Rosemarie... y sabía que ella simplemente buscaría una manera de volver a tenerlo entre sus manos con esa información.
Por eso no había dejado de lado sus pretensiones de procesar el aethril, exigiéndose a sí mismo drenar hasta su última gota de mana, tratando de estabilizarse y manejarlo como lo hacía su versión adulta. Necesitaba estar preparado para cualquier eventualidad.
Y debido al peligro que encerraba ser el segundo príncipe, estaba consciente de que lo que ahora necesitaba era una herramienta que fuese completamente leal a él, una extensión de sí mismo; y por eso decidió usar conocimiento prohibido, sacado de los secretos más ocultos de los cultores del crepúsculo, quienes habían sido bastante útiles la última vez que logró entablar una sociedad con ellos.
Igfrid estaba consciente de que lo que haría sería complicado. Ya estaba al borde del agotamiento simplemente con empezar a refinar los materiales, así pues, drenar su mana y su sangre a la daga que su padre tan amablemente le había regalado y clavarlo en el corazón de su víctima sería difícil, pero no imposible. Al menos sería mucho más sencillo que intentarlo en su progenitora, pero de eso se ocuparía más adelante.
Con cuidado dejó el mortero hecho de piedras de mana en la herramienta de conservación con forma de caja donde anteriormente guardaba el aethril; la flor apenas había empezado a pulverizarse en granos gruesos tras varías noches de ser procesada.
Tal vez un par de noches más y estaría listo, aunque todo el proceso lo hizo sentirse al borde de la muerte, tanto que había días en los que no podía levantarse de la cama, y eso ayudó a que su imagen de príncipe frágil creciera aún más.
Si bien, en esta oportunidad que robó no quería volver a tener la imagen pública de un príncipe lamentable, hacer creer a sus adversarios políticos que su salud no era estable era un escudo provisional que podía usar feliz mientras reunía los mejores aliados que podría encontrar.
Igfrid tenía un objetivo inmediato en su mente: encontrar el contenedor humano de Amal. Si bien había robado su poder antes de regresar, no era como si lo hubiese obtenido para siempre. La habilidad del dios oscuro era algo que incluso con su sangre real no podía robar, ni siquiera emular lo suficiente como para regresar cinco minutos atrás en el tiempo. Por supuesto, Igfrid tenía una ventaja para lograr su cometido y era que sabía dónde estaban los fragmentos de la espada del carcelero.
Escondida como una reliquia antigua de la corona de Lothien, perdida en el tiempo y convertida en la corona oxidada de la cabeza de una estatua de piedra olvidada en la cripta de sus antepasados. Un lugar tan a la vista y tan imperceptible; los primeros emperadores fueron unos genios, o unos tontos que no sabían qué era lo que tenían entre las manos.
Y así pasaron las noches siguientes, en un círculo cuasi infinito de agotamiento y dolor físico por haber vaciado su mana mientras su órgano crecía debido a la demanda irracional.
Durante su última noche de trabajo arduo procesando el aethril, imaginaba a su amada Canaria durmiendo en su cuna, feliz e ignorante de lo que sucedía a su alrededor.
Vació el polvo fino tornasol que había obtenido luego de días en vela en un recipiente lleno de aceite semi transparente, parecido más a una baba incolora; el aceite estaba hecho a partir de las semillas de uldhar y los cristales de mortaja de la doncella. Ambos ingredientes los había robado del ala médica con cierta dificultad.
También había empezado a recoger flores de los invernaderos, muchas de ellas inútiles, como una forma de camuflar su recolección de ingredientes.
Dos días después de prepararlo todo, Igfrid pidió a sus doncellas que le dejaran a solas con Vikhus. No era de extrañar que el joven segundo príncipe lo pidiera, ya varias veces lo había hecho a esas alturas cuando se trataba de cosas personales que deseaba obtener de la vassel Kralice Rosemarie. Para los sirvientes eran caprichos de una mente joven que apenas se abría al mundo, como su deseo de obtener minerales raros, libros avanzados o el hecho de ver a sus progenitores sin tanta pomposidad.
Incluso Demether accedía a estos encuentros a solas debido a que sabía que el príncipe Igfrid quería sentirse más independiente y maduro. Y claramente deseaba apoyarlo con ese enfoque nuevo que tenía al respecto de tomarse en serio su estatus.
Además, conocido por su carácter afable y tranquilo, para Demether era imposible que el segundo príncipe pidiese o hiciese algo considerado malvado, y el hecho de que su tutor provenía del seno familiar Von Eastrit le daba la seguridad de que no pasarían cosas desagradables.
Por supuesto, las cosas nunca son como parecen.
El ala del segundo príncipe estaba dividida tres grandes instancias: la sala de estudio propia, la sala de estar y sus aposentos privados. Usualmente a Igfrid le agradaba tomar el té tranquilamente en la sala de estar sin mucha compañía mientras leía libros que para alguien de su edad eran ya muy avanzados. Esto había empezado ya varias decenas atrás, mucho antes de que el tutor del príncipe cambiara, y aunque al inicio fue impactante para los sirvientes, empezaron a acostumbrarse poco a poco, tan expuestos a los cambios y caprichos de la realeza.
Vikhus era un hombre de mediana edad, de físico delgado pero tonificado, en palabras de un experto se le consideraría un cuerpo ideal para alguien que maneja una espada ligera. Su cabello era castaño del mismo color que las avellanas, y sus ojos grises plomo se ocultaban bajo unas gafas circulares de montura delgada. No es que el tutor que antes era un mayordomo de la casa Von Eastrit las necesitara, si no que el aditamento era un regalo de su ama Rosemarie, la regente de la segunda casa de duques más importante del imperio.
¿Para qué eran entonces las gafas? En realidad eran una herramienta que negaba la intrusión mental, tal artefacto era algo molesto para la familia Von Eastrit y el mismo segundo príncipe cuya habilidad de nacimiento les daba un poder casi inevitable para descubrir hasta la más mínima duda en sus aliados.
La tecnología para tal maravilloso invento, como muchas otras cosas que podrían quitar ventaja a la familia real y la alta nobleza, la poseía el emperador.
Pero así como Igfrid no podía leer la mente de su tutor incluso con la ventaja de la experiencia del uso de su habilidad en la línea temporal anterior, Vikhus mismo no podía sospechar siquiera lo que el segundo príncipe planeaba.
—Vikhus... —Llamó Igfrid, dejando a un lado el libro de teología que estaba leyendo.
El nombrado se acercó al príncipe, arrodillándose cerca de él para mirarlo a la cara. Había estado esperando ya un rato a que le diera órdenes, y pensaba que seguramente se trataba de conseguir algún otro material extraño con el que experimentaría. No sería el primero en la familia Von Eastrit que hiciera experimentos fallidos a tan corta edad con su mana inestable; la misma madre del segundo príncipe, la señora Rosemarie, lo había hecho también en su época.
Igfrid estaba a un paso de Vikhus, mirándole. Acercó su mano para probar, no a su rostro pues sabía que si se acercaba a las gafas el tutor se apartaría, si no que puso su palma sobre su corazón.
—Quiero tu juramento, Vikhus. —Exigió Igfrid, con una voz dulce como la miel, y sus ojos rojos brillantes con la inocencia de un niño de su edad.
—Lo tiene, mi señor. Desde que su majestad es el hijo del imperio, desde que su madre es la señora del imperio. Mi lealtad pertenece a su casa y a su sangre, a nadie más. —Lo que el tutor decía era verdad. Su corazón y entrañas le pertenecían a la línea de sangre de su ama, a la mujer que se convirtió en kralice y que luego cayó a la segunda posición.
Igfrid sonrió, y algo apareció en su mano, hundiéndose en el corazón del siervo de los Von Eastrit. Igfrid no quería a un lacayo leal a su progenitora, sólo necesitaba a alguien que fuese sus manos y sus pies fuera de aquella fortaleza de paredes blancas y adornos banales.
La cara de sorpresa de Vikhus pronto se transformó en una cara compungida por el dolor de la magia atravesando su corazón. La sensación de morir mientras su corazón se detenía por un segundo y su cuerpo era empujado hacia atrás se abalanzó sobre él; el sentimiento de ahogo mientras su garganta se cerraba al sonido y el aire, y sus pulmones se sacudían por un poco de aquel preciado oxígeno que no llegaba, se sumó al impactante descubrimiento de que su verdugo era el niño que llevaba la sangre y el rostro de su ama, hundiéndose en esos ojos carmesí que parecían llenos de inocencia, pero que resguardaban algo más oscuro tras el velo brillante de su belleza.
La oscuridad empezó a llegar, y como vino, se desvaneció en una bruma espesa que se apoderó de sus sentidos, sumiéndolo en un estado catatónico de conciencia inconsciente, como si fuese un muñeco. Y entonces, Vikhus creyó morir.
*****************************
Los gritos de Igfrid resonaron en el pasillo, desesperados tal como quiso gritar cuando se llevaron a Canaria frente a sus ojos. Su cuerpo infantil temblaba y su cabello dorado caía por su frente, despeinado al tratar de despertar a su tutor. Los guardias y Demether entraron enseguida el príncipe había llamado por auxilio, encontrando al niño asustado y tembloroso ante la imagen de Vikhus tirado en el piso, cubierto de té y con signos claros de que se había desvanecido de una manera escandalosa.
Inmediatamente Demether corrió como una madre angustiada hacia el príncipe, examinando su pequeño cuerpo en busca de daño y tratando de contenerlo emocionalmente.
Los ojos llorosos y el rostro angelical mostraban qué tanto el segundo príncipe era sensible y afectuoso con su personal, pidiendo que llamaran a un médico de forma inmediata mientras los guardias trataban de incorporar al tutor desmayado y las sirvientas corrían por ropas limpias y una poción de emergencia para tratar de reanimarlo.
Sin embargo el médico no fue necesario porque Vikhus despertó casi inmediatamente lo colocaron en el sofá.
Cuando abrió los ojos lo primero que vio fue al príncipe, el niño que lo había atacado, con lágrimas cayendo por sus mejillas y separándose del abrazo protector de lady Demether. El pequeño parecía un ser divino y benigno que bajaba al mundo mortal para guiar a la humanidad, pero Vikhus entonces lo sabía: su amo no era benevolente, ni mucho menos amable.
Observó por un momento su propio cuerpo con el sentimiento de que algo pegajoso lo cubría, creyendo que era su propia sangre, sin embargo no había rastros del líquido rojo.
—Sir Vikhus, ¿está bien? —Preguntó Demether con una cara de preocupación, todavía sosteniendo a Igfrid por el hombro. Vikhus podía ver su propio reflejo en los ojos llorosos de Igfrid y quiso decir que por supuesto no lo estaba, pues había sido víctima de un intento de asesinato de parte de nadie más que del pequeño hijo de su ama, no obstante su corazón vaciló.
El miedo, la sorpresa y el enojo que había sentido cuando el príncipe Igfrid lo apuñaló, la confusión y la ira que parpadeó momentáneamente cuando despertó, se habían desvanecido y en su lugar una sensación de entrega se apoderó de su pecho, como un dolor punzante que sólo se tranquilizaría si su amo estaba bien.
—Por supuesto... yo... creo que sólo fue un desmayo por exceso de trabajo. —Llevó sus manos a las gafas que su... ¿su qué?Anteriormente, su corazón no habría dudado en llamar ama a la Kralice Rosemarie, pero ahora... Ahora había algo que no la reconocía como tal y que colocaba en el pedestal en el que antaño ella había estado al príncipe Igfrid.
Un guardia ingresó a la habitación, anunciando al médico. Vikhus inmediatamente lo rechazó.
—No es necesario, iré por mi propio pie más tarde. Aún tengo trabajo que hacer. —Dijo, volviendo a su yo habitual.
Un yo que había perdido algo que fue reemplazado por otra cosa, quizá, más importante que la anterior.
Incluso si parte de su corazón estaba renuente, Vikhus sabía que ahora su lealtad le pertenecía al segundo príncipe.