Un día como cualquier otro: canto de pájaros, sol radiante, brisa fresca. Para alguien más, sería el día perfecto para hacer ejercicio.
Para Joshua y Samuel... el mismísimo infierno.
Ejercitarse no era lo suyo. Comer, jugar y dormir: eso sí. Pero, tristemente, hace unos días chocaron con la cruda realidad. El ascensor de su apartamento se descompuso.
Dos enormes masas de carne tuvieron que subir seis pisos por las escaleras.
No fue fácil. Y cuánto odiaron al yo del pasado que eligió ese edificio por la maldita vista.
Sus rodillas pidieron clemencia a gritos. Sus pies, solidarios, apoyaron la causa.
Fue una forma cruel —muy cruel— de darse cuenta de que debían empezar a perder unos kilos.
La báscula que compraron solo confirmó aún más el hecho.
Así que decidieron salir a trotar... o al menos lo intentaron. Antes de que se dieran cuenta, ya estaban caminando.
Samuel estaba furioso con su hermano. ¿No era su culpa que estuvieran así de gordos?
Cocinaba bastante —y no era cualquier aficionado, era un chef conocido en la ciudad—.
Además, a ambos les encantaba comer. Que hubieran terminado con forma de balón... tenía nombre y apellido.
Joshua no discutió. Ya tenía suficiente con poder respirar luego de andar casi 10 kilómetros.
El sudor lo empapaba y, siendo sincero, empezaba a ver doble.
¿Debería haber desayunado antes de salir?
Su hermano había tomado un batido y algunos trozos de pan integral.
Él se había burlado, diciéndole que así no bajaría ni un kilo. Ahora se arrepentía.
Jadeantes, llegaron a la cima de la montaña —o colina, para ellos no había diferencia.
Arrastrándose, lograron contemplar el paisaje desde lo más alto. Era una buena vista... claro, si obviaban el hecho de que ahora tenían que bajarla.
Samuel vio una pendiente. Estuvo tentado a saltar.
Con tanta grasa amortiguando su caída, ¿no sería fácil llegar abajo?
Podría intentar rodar, ¿verdad?
No. Pronto quitó esos pensamientos de su cabeza.
Primero tenía que probar si era seguro: empujaría a su hermano y vería si llegaba a salvo.
Joshua, ignorante de los pensamientos casi psicopáticos de su hermano menor, continuó caminando.
Sorprendentemente, ya no se sentía mareado.
Probablemente era por el ejercicio...
No por el chocolate que había traído a escondidas, del cual había enterrado la envoltura mientras Samuel contemplaba la pendiente.
Sí. Solo ejercicio.
Extrañamente, luego de bajar la colina, no vieron el camino pavimentado de siempre.
Samuel se quejó. Joshua sacó su celular.
No había señal.
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Caminar como un par de gallinas sin cabeza no era lo más inteligente en momentos como este, pero para dos personas acostumbradas al GPS y la señal 5G, esto era lo mejor que podían hacer.
Joshua recordaba haber leído que, si te perdías, lo mejor era quedarte en un lugar y esperar tu rescate. Tristemente, lo recordó luego de caminar varios kilómetros. Bueno... no todo fue su culpa. Las quejas de su hermano lo motivaron a seguir. Prefería que se lo comiera un puma antes que seguir escuchándolo.
Por desgracia, Samuel aún lo seguía. Y él aún escuchaba sus quejas.
Samuel quería volver a casa. En sus tiernos 23 años de vida, jamás había estado tanto tiempo lejos de la ciudad. Mucho menos lejos de la señal de internet. Como uno de los mejores bloggers de juegos de estrategia, si no actualizaba nada, perdería toda su comunidad.
Y con ello, los anuncios. Su carrera. Su vida.
Especialmente el dinero. Eso era lo más importante.
Joshua, cansado, se sentó en una raíz. Los árboles se veían bastante grandes. Ahora que lo pensaba... ¿no eran demasiado grandes para un bosquecillo cerca de la ciudad? ¿Cuánto habían caminado? ¿No deberían haber salido ya?
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Joshua estaba empezando a preocuparse de verdad. Samuel tampoco se quedaba atrás.
El sol comenzaba a ocultarse. Perderse en un bosquecillo era humillante... pero morir de hambre en uno, era el triple de humillante.
El agua en sus tomatodos se estaba acabando. Joshua recordó un video en el que se explicaba que, en momentos de emergencia, beber poco era la opción más inteligente. Tristemente, últimamente estaba empezando a olvidar las cosas importantes y lo recordaba todo demasiado tarde. Al ver su tomatodo casi vacío, pensó: ¿la grasa le estaba dañando el cerebro?
—Josh, ¿Qué hacemos? ¿Preparamos una fogata? ¿Sabes hacer una? ¿Te enseñaron eso cuando eras aprendiz de cocina?
Escuchando a su nada perceptivo hermano, Joshua solo pudo sacudir la cabeza y empezar a buscar ramas. Afortunadamente, sí le habían enseñado a hacer una fogata. Fue durante un campamento en el que les enseñaron a cocinar jabalíes. Al parecer, el mejor gasto que hizo en mucho tiempo.