Habían pasado ya varios días desde mi recuperación. El cuerpo aún se resentía a ratos, pero la mente —esa vieja aliada traicionera— no encontraba descanso.
Me había volcado de lleno a la administración del ducado.
Desde el amanecer hasta el anochecer, me refugiaba en la biblioteca y oficina de Valtoria, un lugar antiguo y solemne que respiraba siglos de historia.
El despacho era vasto: techos altísimos, paredes tapizadas de libros antiguos, y un segundo piso abierto al primero mediante un balcón interior con barandales de hierro forjado. Largas escaleras de madera recorrían los anaqueles, permitiendo alcanzar tomos que quizá no habían sido tocados en generaciones. El aroma a cuero envejecido, pergamino y cera flotaba en el aire, acompañado por el leve crepitar de la chimenea encendida.
Allí, entre tratados de política, mapas de las tierras de Valtoria y antiguos censos de población, me sumergía cada día.
Y para mi suerte, yo no era torpe en absoluto para estas labores. La educación esmerada de la antigua Selene, combinada con mi agudeza más moderna, me permitía no solo comprender rápidamente las complejidades del ducado, sino también anticiparme a problemas futuros.
Administrar tierras, recolectar impuestos, revisar tratados comerciales, prever cosechas: todo ello formaba ahora parte de mi día a día.
Fue entonces, mientras revisaba un informe sobre la producción de lino en las aldeas del oeste, que Gerald irrumpió tras tocar dos veces.
—Mi lady —anunció, inclinando ligeramente la cabeza—. Los nobles están aquí para la audiencia que solicitó.
Cerré el libro con un suspiro disimulado y me incorporé.
—Hazlos pasar —ordené.
Gerald desapareció y, poco después, tres figuras ingresaron al despacho.
Primero, la Condesa Lythienne Orlan, una mujer de unos cuarenta años, de rostro anguloso, cabellos castaños claros recogidos en un moño apretado. Gobernaba las colinas del sur de Valtoria, cerca de los valles. Era famosa por su lengua afilada y su orgullo inquebrantable.
Luego, el Conde Aldren Svaric, de rostro curtido, cabello grisáceo, y una complexión aún robusta a pesar de su edad. Sus tierras al norte albergaban las minas de hierro más importantes de Valtoria.
Por último, el Barón Evaristo Altanos, un hombre de mediana edad, de porte más sencillo, quien administraba directamente la ciudad capital y sus alrededores.
Cada uno hizo una reverencia ante mí, y tomaron asiento frente al gran escritorio de madera de roble.
—Mi lady —comenzó la condesa, sin perder tiempo—. Vengo a solicitar refuerzos de la guardia. Bandidos han sido avistados cerca de las colinas del sur. Mis tropas locales no bastan para mantener el orden y proteger a los granjeros.
Asentí, guardando sus palabras en mi mente.
—Entiendo. Proveeremos refuerzos temporales y patrullas móviles para disuadir cualquier intento de violencia —respondí.
La condesa sonrió apenas, pero sus ojos destellaban con un calculado interés.
El conde Svaric tomó la palabra después.
—Las minas del norte requieren más recursos —declaró—. Los túneles necesitan reforzarse, y los herreros carecen de suficientes suministros de madera y acero. Pido una asignación extraordinaria de fondos, antes de que se produzca un derrumbe.
—Lo evaluaremos con el consejo de ingenieros del ducado —dije con diplomacia—. Pero también me gustaría ver personalmente los informes sobre seguridad minera. No autorizo ciegamente transferencias sin información detallada.
El rostro del conde se tensó levemente, pero se inclinó en señal de aceptación.
Finalmente, el barón Altanos intervino.
—La ciudad ha crecido más de lo esperado, mi lady —explicó—. Los barrios bajos necesitan infraestructura: nuevas fuentes de agua potable, reparación de calles, hospitales... Si no actuamos pronto, el malestar social podría escalar.
La sinceridad en su voz era evidente.
—Enviaré arquitectos y fondos limitados para comenzar las reparaciones urgentes. El resto se discutirá en el próximo consejo fiscal —aseguré.
Entonces... sucedió.
Como si se hubieran puesto de acuerdo previamente, cada uno de ellos mencionó un nombre con falsa casualidad.
—Mi sobrino, Nicholas Orlan, es un muchacho de gran talento diplomático —insinuó la condesa, con una sonrisa ladina.
—Mi segundo hijo, Adrian Svaric, ha estudiado en la academia de altos funcionarios. Sería un excelente asesor para su señoría —añadió el conde, con su tono grave.
—Mi primogénito, Thomas Altanos, estaría honrado de servirle como asistente —agregó el barón, bajando la mirada.
La náusea me subió a la garganta como una marea amarga.
No era generosidad. No era preocupación.
Era un intento de colocar sus piezas dentro de mi corte. Un intento de atarme a sus casas mediante jóvenes bien educados... o, peor aún, mediante matrimonios arreglados.
Sonreí, pero fue una sonrisa de hielo.
—Agradezco sus recomendaciones —dije, con la cortesía de una daga envuelta en terciopelo—. Sin duda, Valtoria necesita hombres y mujeres capaces. Evaluaré a cada uno... como corresponde.
En otras palabras: no pensaba aceptarles ni uno solo a ciegas.
Vi la sombra de molestia pasar por sus rostros, como nubes breves cruzando el cielo.
Sabían leer entre líneas.
Sabían que no sería fácil domesticarme.
Yo no era la Selene a la que esperaban manipular.
No esta vez.
La reunión podría haber terminado ahí.
Pero ellos no se rendían tan fácilmente.
—Mi lady —prosiguió la condesa Orlan, ladeando apenas la cabeza—, sin aliados sólidos, un ducado puede volverse presa fácil de intereses externos.
—Sobre todo si la cabeza de dicho ducado es joven, inexperta... y sola —añadió el barón Altanos con una falsa sonrisa afable.
Su tono se esforzaba en sonar paternal. Pero las palabras apestaban a amenaza encubierta.
Antes de que pudiera responder, el conde Svaric dio el golpe final.
—Dicen que el poder sin un esposo a su lado puede resultar... inestable, mi lady.
Una afrenta directa.
Sonreí.
Supe que la sonrisa en mis labios era tan fría como el mármol de las estatuas que adornaban el jardín exterior.
—La inestabilidad suele ser provocada por quienes no saben respetar la autoridad, conde —respondí con calma, como quien señala una obviedad—. Pero no se preocupe. Mi ducado se mantiene firme.
El silencio cayó como un manto espeso.
No hubo necesidad de levantar la voz. El veneno, bien dosificado, hace más daño que el grito.
—Pueden retirarse —añadí, con un ademán sutil pero tajante.
La condesa y el barón se pusieron de pie, con sonrisas tensas y pequeñas inclinaciones de cabeza. Se retiraron sin más.
El conde Svaric, sin embargo, demoró su movimiento.
Se quedó un instante más, como si quisiera medir fuerzas una última vez.
Yo me mantuve erguida, serena, observándolo como se mira a un lobo viejo: sin miedo, pero sin dar la espalda.
Finalmente, refunfuñó algo que no logré oír y salió, su capa negra ondeando tras de sí.
Suspiré levemente.
Fue entonces cuando lo sentí.
Una presencia.
Levanté la vista, guiada por un impulso instintivo, y lo vi.
En una de las esquinas oscuras del segundo nivel de la biblioteca, oculto entre las sombras de los estantes, estaba Caspian.
No supe desde cuándo estaba allí.
Quizá había presenciado toda la escena.
Quizá me había estado vigilando como un halcón silencioso.
Nuestros ojos se encontraron.
El suyo era un brillo intenso, dorado, como el filo de una espada afilada.
No hizo gesto alguno. No se movió. Solo me observó, evaluándome, como si de verdad intentara descifrar quién era la mujer que podía enfrentarse a tres nobles poderosos sin pestañear.
Bajé ligeramente la cabeza, como reconociendo su mirada, pero no lo invité a bajar.
Él no necesitaba órdenes. Caspian era... diferente.
Me volví hacia la puerta justo cuando Gerald apareció nuevamente.
—Mi lady —anunció con esa voz grave e impasible—. El Gremio de Agricultores solicita audiencia. Han traído consigo un problema urgente sobre las reservas para el invierno.
Asentí, componiendo mi expresión neutral nuevamente.
No había descanso para quien deseaba conservar el poder.
—Hazlos pasar —ordené.
Mientras me dirigía a recibirlos, sentí aún esa mirada clavada en mi espalda.
Como un guardián.
Como un juez.
O quizá... como algo que ni siquiera yo lograba entender del todo.