El eco de los pasos resonó por los mármoles pulidos de la biblioteca mientras me posicionaba frente a la gran mesa de reuniones. Mis dedos rozaban distraídamente el borde del escritorio, aún sintiendo esa mirada fija sobre mí, esa presencia silenciosa escondida entre las sombras del segundo piso.
No me giré.
No iba a mostrar debilidad, aunque sabía perfectamente que Caspian seguía allí arriba, como un centinela.
Los hombres del Gremio de Agricultores entraron a la sala con respeto evidente, inclinando ligeramente sus cabezas. Eran rostros curtidos, hombres de manos endurecidas por el trabajo, algunos ya canosos, otros con la frente surcada de preocupaciones.
—Mi lady —dijo el líder del grupo, un hombre robusto de barba gris—. Gracias por recibirnos. Venimos en nombre de los agricultores de Valtoria para exponer un problema urgente.
Hice un gesto leve para que continuara.
—Nuestras reservas para el invierno están comprometidas. Los viejos graneros de madera no resistieron las lluvias pasadas. Muchos de los silos tradicionales están infestados o han colapsado. Si este año ocurre algo similar… la hambruna será inevitable.
Un murmullo tenso recorrió al resto del grupo.
Me quedé en silencio unos instantes, ordenando mis pensamientos.
Recordaba perfectamente este tipo de problemas: siglos de cosechas desperdiciadas por malas infraestructuras. Yo conocía la respuesta, aunque para ellos sería algo totalmente revolucionario.
Me puse de pie, caminando despacio alrededor de la mesa.
—¿Qué propondrían ustedes? —pregunté, estudiando sus rostros.
—Tal vez reforzar los silos de madera —aventuró uno—. O construir graneros más grandes de piedra, si el presupuesto lo permite...
Negué suavemente.
—No. —Mi voz cortó el aire como una hoja de acero—. No basta con hacer lo mismo y esperar un resultado diferente.
Me detuve frente a ellos.
—He decidido que construiremos silos de acero.
El silencio cayó como un manto en la biblioteca. Algunos hombres me miraron como si acabara de hablar en otro idioma.
—¿Acero, mi lady? —preguntó el líder, claramente confundido—. Pero... ¿eso existe?
—No aquí —sonreí, ladeando apenas la cabeza—. Pero en otros lugares se han comenzado a emplear técnicas de conservación de grano que permiten proteger las cosechas de la humedad, los roedores y el fuego. El acero es resistente. No se pudre. No se incendia fácilmente. Y nuestras propias minas de hierro nos permitirán producirlo a un costo razonable.
Vi cómo empezaban a murmurar entre ellos, indecisos.
—Sé que parece un proyecto ambicioso —añadí—. Pero no se preocupen: la financiación inicial saldrá de las arcas de Valtoria. Personalmente garantizaré los fondos. Consideren esto como una inversión, no como un gasto.
Sus rostros comenzaron a cambiar. El desconcierto se mezclaba ahora con una chispa de esperanza.
—Además —continué, manteniendo el ritmo firme de mis palabras—, ordenaré que se convoque a herreros de todas partes de Valtoria. Buscaremos manos expertas y también entrenaremos aprendices locales. Esto creará nuevos trabajos, fortalecerá nuestra producción, y hará que las familias de nuestro ducado prosperen a largo plazo.
El líder me miró con los ojos brillando ligeramente.
—¿Y los detalles, mi lady?
—Convocaré a otra reunión en una semana —anuncié—. Ahí discutiremos los planos, las asignaciones de tierras y los equipos necesarios. Hasta entonces, quiero que reúnan a sus mejores hombres. Agricultores, herreros, carpinteros. Vamos a construir algo que jamás se ha visto en estas tierras.
Los murmullos ya no eran de duda.
Eran de entusiasmo.
Hice una leve inclinación de cabeza, indicando que la audiencia había terminado. Se retiraron agradecidos, dejando la sala impregnada de una emoción vibrante que antes no había existido.
Cuando la última puerta se cerró, volví a quedarme sola.
O casi sola.
Elevé la mirada.
Caspian seguía allí arriba, en las sombras del segundo piso, observándome en silencio.
No dije nada. No necesitaba hacerlo.
Pero, por un instante, creí ver una leve —apenas perceptible— curvatura en sus labios.
Casi una sonrisa.
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Desde la perspectiva de Caspian
Los días desde nuestro llegada a Valtoria habían pasado entre entrenamientos extenuantes y reuniones interminables.
Sir Acacio no nos daba respiro. Cada amanecer comenzábamos con ejercicios de espada, resistencia y estrategia. Riven refunfuñaba, Kael fingía dramatismo, Thorne era pura seriedad... pero yo apenas notaba su ruido.
Mi mente estaba en otro lugar.
En ella.
Selene Valtoria.
Desde aquel día debajo del árbol, la imagen de la duquesa —cubierta de luz violeta y sangre— no me dejaba en paz.
No podía ignorarlo. No podía apartarlo de mi mente como si fuera un simple truco.
Así que empecé a investigar.
Pregunté a los sirvientes, discretamente. La mayoría solo sabían rumores vagos: que la señorita había cambiado tras el "accidente". Que había reemplazado a todo el personal. Que en las noches, algunos aseguraban haber visto destellos extraños entre las torres.
Nada sólido. Solo más sombras.
Solo Elías, con su habitual calma irritante, parecía tener algo más que decir.
Lo alcancé en el patio de entrenamiento, mientras todos descansaban un momento.
—Elías —lo llamé, bajando la voz—. ¿Qué sabes de la magia demoníaca?
Él se sentó en el borde de una fuente vacía, limpiándose el sudor de la frente.
—No mucho —admitió, pensativo—. Los monjes que me educaron me enseñaron sobre las fuerzas mágicas que rigen el mundo. La magia divina... es la más conocida. Se utiliza para sanar el cuerpo, y su luz es blanca o dorada. Mientras más poderoso el clérigo, más dorado su resplandor.
Asentí, impaciente.
—Algunos pocos —continuó— son capaces de controlar elementos: agua, tierra, fuego, aire. Son raros. Trabajan para el Imperio o para la Iglesia.
—¿Y la magia para el combate? —pregunté.
—Magia activa. Aún más rara. Guerreros capaces de manipular energía para luchar. También bajo control del Imperio. Nunca actúan por su cuenta.
—¿Y la magia demoníaca? —insistí.
Elías bajó la mirada, como si dudara en responder.
—Eso... es otra historia. —Pasó una mano por su cabello—. En los textos antiguos que leí, se decía que toda magia corriente brilla en tonos blancos o dorados. Pero la magia demoníaca... brilla en violeta.
Violeta.
La palabra pesó en el aire.
—Se cree que proviene de los primeros seres que habitaron la tierra —siguió Elías—. Una fuerza primigenia, poderosa... pero corruptora. Se decía que quienes la usaban eran casi invencibles, pero que con el tiempo... perdían su humanidad.
Sentí un nudo en el estómago.
—¿Alguna vez existió alguien así?
Elías se encogió de hombros, pensativo.
—No se sabe. Hay leyendas que hablan de un ser antiguo, en las montañas... envuelto en púrpura, como el emblema de los Valtoria.
Púrpura. Como la luz de ese día.
—No hay pruebas —añadió Elías—. Jamás se ha documentado algo así. Puede ser un mito... o puede ser que ella sea la primera en generaciones.
Me quedé en silencio, observando el cielo.
¿Primera en generaciones?¿Una herencia olvidada?¿O algo que nunca debió despertar?
Vi cómo Elías bajaba la mirada, dubitativo. Sus palabras sobre la magia demoníaca seguían retumbándome en la cabeza mientras el sol descendía tras las montañas.
No importaba cuántos rumores o advertencias hubiera.
No podía permitirme el lujo de ignorarlo.
A partir de ahora, la observaría de cerca.