En una vieja banca de madera, rodeada de un pasto que crecía sin prisa, se encontraba un chico de cabello negro como la noche y ojos dorados, opacos como soles apagados. Sostenía un vaso de café entre sus manos frías mientras alzaba la mirada hacia el cielo.
Hacia allá… hacia aquella grieta inmensa de bordes dorados que partía el cielo azul como una herida antigua que nunca terminó de cerrar.
Las personas pasaban a su lado sin prestarle atención, como si aquella grieta no existiera, como si ya no significara nada. Y tal vez así era… al fin y al cabo, había estado allí desde siempre. ¿Cómo temerle a lo que forma parte del paisaje?
Bajó la mirada hacia su muñeca izquierda, donde un reloj agrietado —reliquia de otro tiempo— marcaba las 7:46 a.m. Al ver la hora, un escalofrío le recorrió la espalda, y de pronto, el mundo pareció pesar más.
—¡Voy demasiado tarde!
Se había perdido en la contemplación de la fisura, como tantas veces antes. Esa herida en el cielo parecía tener el poder de absorber el tiempo, y él, como un tonto, había caído una vez más en su embrujo. Olvidó que ese día era el examen de admisión para la Academia profesional.
Con un gesto desesperado, lanzó el vaso de café al cesto más cercano, se levantó de golpe y echó a correr por las angostas calles de la ciudad. Esquivaba rostros y cuerpos como un espectro que no quería ser tocado.
En su carrera, estuvo a punto de derribar la bandeja de café de un hombre mayor.
—¡Ten cuidado! —gritó una voz firme.
Era el señor Doss, de espesa barba canosa y figura imponente. Tenía un puesto de café cerca de la casa de Bill. Como antiguo amigo de su padre, siempre le ofrecía una sonrisa amable y pan caliente a un buen precio.
Bill se volteó hacia atrás para verle.
—¡Lo siento, señor Doss! ¡Voy tarde!
—¡Mucha suerte, Bill! —le gritó, alzando el brazo con una cálida sonrisa que, en ese instante, al chico le pareció dolorosamente familiar.
—¡Gracias! —respondió sin detenerse, con una media sonrisa empapada en culpa.
Corría como si pudiera dejar atrás la ansiedad, el miedo al fracaso… y quizás algo más.
Justo antes de girar una esquina, una sombra pequeña se proyectó sobre el suelo. Al alzar la vista, un gato —con garras que parecían cuchillas— se lanzó directo a su cara. Sintió el ardor de sus zarpazos desordenándole el rostro y el cabello.
—¡Au… auch! ¡Suéltame, maldito gato feo!
Por un instante, el animal pareció detenerse, mirándolo con una calma burlona, y luego volvió a atacar con más rabia. Con esfuerzo, Bill logró arrancarlo de sí, dejándole arañazos y una humillación casi cómica. Siguió corriendo, furioso y herido, murmurando:
—¿Acaso le robé a sus crías o algo así?
Así, con el rostro marcado, el cabello hecho un desastre y el cuerpo sudando a mares, llegó a la academia. Trató de recuperar el aliento, pero antes de que pudiera hacerlo, escuchó su nombre.
—Bill Rusel —gritó el asistente, con gafas redondas y un atuendo formal.
—¡Aquí! —respondió, intentando verse lo más presentable posible.
Avanzó hacia su asiento como un fantasma agotado, sintiendo las miradas clavarse en él. Algunas eran de sorpresa, otras de burla, otras... simplemente indiferentes.
Se sentó, ignorando todo lo que no fuera la hoja frente a él. Respiró hondo. Tenía que concentrarse. No podía fallar. No después de todo lo que su madre había hecho para darle esa oportunidad.
"Vamos, concéntrate", se repitió en su mente, desesperado.
[¿Cuáles son las principales ciudades y quiénes son sus respectivos gobernantes?]
"Je... esta es fácil", pensó, fingiendo seguridad.
"Daemon... Krorlan... y Sky... La ciudad del cielo..."
…
Cuando salió del aula, su corazón estaba hundido y el rostro mostraba una expresión decaída.
"A veces no sé si esto es lo correcto. En casa todo pesa más cada día… y mamá carga con todo sola."
Dirigió sus pasos hacia casa con los hombros vencidos y la mirada perdida.
…
Al ver la puerta blanca con sus adornos de plantas trepando por los costados, sintió una punzada de alivio. El recorrido desde la academia hasta casa, después de un examen maratónico, lo había dejado con náuseas y un sueño abrumador.
Pudo haber tomado el autobús, sí. Pero ese lujo estaba reservado para unos pocos, y él no era uno de ellos.
Con todos los gastos, la universidad, la secundaria de sus hermanos, y los imprevistos que nunca faltaban, guardar cada moneda era una necesidad.
El dinero que dejó su padre alcanzó por un tiempo, usado con cuidado... pero en épocas de guerra, la educación pasaba a segundo plano cuando lo que faltaba era un plato en la mesa.
Aun así, cruzó el umbral con una ligera sonrisa en los labios.
El aroma de comida recién hecha lo envolvió apenas entró. Se dirigió a la cocina, y allí estaba ella: su madre. Liz.
Una mujer de rostro cansado pero sereno, cabello negro donde asomaban discretos hilos blancos. Su piel, blanca como porcelana, estaba marcada por las ojeras que decoraban sus ojos azules.
Servía platos con lo que parecía ser un trozo de pollo y una generosa porción de arroz.
—¿Cómo estuvo tu examen? —preguntó, sin mirarlo del todo.
—Demasiado sencillo —respondió, cruzando los brazos y alzando la barbilla, fingiendo confianza.
Ella lo miró, arqueando una ceja.
—¿Estás seguro?
Bill tragó saliva.
—Aah... me atrapaste —dijo mientras resoplaba y bajaba la mirada poco a poco.
—No... iba bien al inicio, pero al final se complicó...
Ella dejó los platos por un momento y lo observó en silencio. Sus ojos ya no eran solo serenos: había preocupación, pero también fortaleza.
—Mamá, yo... hice lo que pude.
Liz se acercó y le levantó la barbilla con dos dedos, forzándolo a mirarla directamente. Su rostro pálido, marcado por arañazos y labios resecos, contrastaba con la firmeza tranquila en la mirada de ella.
—No me importa si no lo apruebas. Si diste todo, entonces no hay más que hacer, salvo volver a intentarlo. Pero no tropieces con la misma piedra dos veces. Hazlo hasta que lo logres. ¿Entiendes?
Bill se quedó quieto un segundo, sin saber qué decir. Su voz no era dura, pero sí firme, de esas que se te graban en el pecho.
—Sí, mamá —respondió al fin, con voz baja pero decidida.
Ella sonrió con esa paz que sólo las madres cansadas pueden proyectar.
—Además, no es como si ya hubieras reprobado. Siéntate, que la comida se enfría. Ana y Lucas llegan en cualquier momento.
Se dejó caer en la silla, sintiendo al fin cómo su cuerpo se relajaba poco a poco, como si ese pequeño momento bastara para soltar el peso del día.
Apenas se acomodó, escucharon el crujido de la puerta principal.
Una risa suave y pasos rápidos inundaron el ambiente.
—¡Ya llegamos! —gritó una voz aguda desde la entrada.
Por la cocina entró Ana, con esa energía eléctrica que parecía no acabarse nunca. Tenía trece años, grandes ojos azules y una sonrisa tan contagiosa que uno olvidaba cualquier preocupación por unos segundos.
Su cabello castaño-rojizo iba amarrado en una alta coleta que rebotaba con cada paso.
Detrás de ella, algo más lento, pero con igual entusiasmo, venía Lucas, de once años. El pelo negro le caía en mechones desordenados sobre la frente y sus ojos dorados tenían esa mezcla rara de dulzura y picardía. En la mejilla izquierda lucía un moretón reciente, pero sonreía como si no fuera nada.
Los dos entraron a la cocina como pequeños huracanes. Al notar el aroma de la comida, sus caras se iluminaron aún más.
—¡Huele buenísimo! —dijo Ana, con saliva cayendo de su boca.
Lucas se lanzó directo a su silla, mientras Bill los miraba con una sonrisa que apenas podía esconder el cansancio.
Ana le lanzó una mirada traviesa.
—¿Y? ¿Cómo estuvo tu examen, hermano?
Él se acomodó en la silla, recobrando un poco de orgullo.
—Excelente, si te soy sincero —dijo con una pizca de arrogancia y una sonrisa ladeada.
Ambos se detuvieron un segundo y lo observaron con los ojos entrecerrados, como si sospecharan algo.
—¿¡En serio!? —preguntaron al unísono.
Suspiró, recordando la charla con su madre, y bajó la mirada.
—…No.
Hubo un silencio por un momento.
Después, estallaron en carcajadas.
—¡Lo sabíamos! —dijo Ana riendo.
—¡Tu cara de "todo bien" siempre te delata! —añadió Lucas, cubriendo su boca con la mano.
Bill se unió a las risas, aunque con un toque de indignación.
Pero ese momento, ese breve instante entre bromas y sonrisas, fue como un respiro cálido en medio del caos diario.
—¿Y ustedes? —les preguntó, mirándolos con curiosidad—. ¿Cómo estuvo la pelea?
Ana y Lucas se miraron entre ellos, con esa complicidad silenciosa que sólo los hermanos menores comparten, y luego le devolvieron la mirada con una sonrisa traviesa.
Lucas asintió orgulloso, mientras Ana respondía:
—Digamos que... el otro niño no se va a reconocer en el espejo por unos días.
Las carcajadas resonaron de nuevo. Liz, que ya servía los platos en la mesa, les lanzó una mirada aguda.
—¡Ay, por favor! —exclamó, antes de repartirles un “leve” golpe en la cabeza a cada uno. No dolía, claro, era más simbólico. Una advertencia cariñosa.
Los miró con una ceja alzada.
—¡A comer, antes de que me arrepienta de cocinarles!
Se pusieron serios por un segundo... y luego todos estallaron de nuevo en risas mientras se servían.
En ese instante, el mundo fuera de esas paredes parecía muy lejano
...
Ya entrada la noche, después de la cena, Bill se recostó en la cama.
Su habitación estaba en penumbra, apenas iluminada por la luz pálida de la grieta que entraba por la ventana.
Cerró los ojos, repasando el día:
El momento en que se quedó hipnotizado mirando la grieta, el incidente con el café y el señor Doss, el encuentro con el gato feo, el examen… y, finalmente, la cena entre risas con mamá, Ana y Lucas.
Definitivamente fue un día extraño... pero también uno bueno.
Con ese pensamiento, se dejó abrazar por el sueño.
Pasaban las horas de la oscura noche, y Bill parecía atrapado en una pesadilla interminable. Se retorcía sobre su cama.
“¿Dónde estoy?
Mi cuerpo... se siente raro”
Era como si su alma se despegara lentamente del cuerpo. Intentó abrir los ojos, mover los brazos…
pero nada respondía.
Su cuerpo estaba paralizado.
Flotaba.
En un espacio negro, sin suelo ni cielo. Solo vacío.
La angustia crecía en su interior. Empezó a retorcerse en el aire, desesperado por entender qué ocurría.
Hasta que, de repente, logró abrir los ojos.
Jadeando, sudando, con el corazón golpeando su pecho como si quisiera salirse, miró a su alrededor.
Nubes blancas lo rodeaban y… atravesando esas nubes se encontraba algo que solo contemplaba en tierra.
Estaba allí.
La grieta.
Pero esta vez, no allá arriba en el cielo.
Estaba justo frente a él.
Apenas unos metros lo separaban de sus bordes dorados que chispeaban como relámpagos contenidos.
—¿Qué… qué es esto…? —murmuró, con la voz entrecortada.
Sin previo aviso, un dolor atroz le atravesó el estómago.
—Bluaaahg.
Vomitó sangre y vísceras. Como si sus entrañas se deshicieran en pedazos.
El dolor invadió su cuerpo como un huracán sin control.
Se dobló sobre sí mismo, apretando el abdomen, aún sin entender si flotaba o se apoyaba sobre algún suelo invisible.
Fue entonces cuando levantó la vista y lo vio.
Una sombra.
Humana, alta, robusta. De pie, justo en medio de la grieta.
Inmóvil. Observándolo.
Se arrastró hacia ella. No sabía por qué lo hacía. Quizás buscando ayuda, o tal vez queriendo atravesar la fisura, escapar del dolor, de la sensación agónica de estar allí.
Cada metro que avanzaba, el dolor se intensificaba.
Sangre caía de su boca.
Pero ya estaba tan cerca…
Entonces ocurrió un temblor.
Primero leve, como un ligero suspiro.
Luego otro.
Más fuerte.
Se detuvo por completo.
El mundo —si es que aún estaba en uno— se congeló.
No había más sonido. Solo el retumbar de aquel sismo invisible. Los cielos, el vacío, todo se estremecía.
La silueta ya no era una sombra. Tampoco parecía un humano.
Sudor frío le recorrió por la espalda cuando entendió lo que estaba viendo.
No era una persona, era un gigante colosal, de más de cien metros.
Piel gris, agrietada, cubierta de sarpullidos como si hubiese sido hervida en fuego. Brazos como troncos de árboles, piernas que temblaban con cada paso. En su frente, un único ojo negro. Profundo como un abismo, que lo observaba con una indiferencia monstruosa. Debajo de él, dos ojos cosidos con hilo.
Y en su mano, un enorme garrote cubierto de picos metálicos. Tenía grilletes rotos en las muñecas, como si hubiera escapado de alguna prisión infernal.
No podía moverse.
No podía respirar.
Estaba paralizado en ese cielo sin piso, reducido a un insecto frente a un dios antiguo y olvidado.
El gigante dio un paso.
Y Luego otro.
Se dirigía directo hacia él.
Su mirada lo atravesaba. Podía sentir cómo leía cada uno de sus pensamientos.
No quedaba nada oculto.
Y entonces, alzó su pie izquierdo.
Un titánico pie que descendía… directo hacia su cabeza.
Cerró los ojos, esperando el final.
Y entonces…
Una voz, le hablo en su mente.
—[¡Enhorabuena! Has logrado sobrevivir al... [error]]
Se quedó inmóvil.
—¿Qué…? —susurró, sin entender.
La voz continuó, impasible:
—[¡Individuo apto para ingresar en la grieta, Mucha suerte!]