¿¡Soy un super héroe!?

 

En otra recámara, con rincones oscuros donde el frío de la noche parecía anidar, descansaba una pequeña litera. En ella, dos niños yacían profundamente dormidos. En la cama de abajo, Lucas comenzó a retorcerse. Su cuerpo se agitaba como si intentara liberarse de una pesadilla. Sus ojos, fuertemente cerrados, delataban el esfuerzo de quien lucha por despertar de algo demasiado real para ser solo un sueño.

Lucas caminaba por los pequeños rincones de su casa, extrañamente iluminada. El techo brillaba con puntos luminosos que parecían estrellas atrapadas. Se dirigió hacia la mesa de la cocina, una visión casi celestial: montones de comida exótica, frutas de colores intensos, vasos con leche y jugos perfectamente servidos. Una escena digna de un festín que Lucas solo había visto en revistas o libros prestados en la escuela.

Era tan perfecta que su boca se llenó de saliva y sus ojos, de una emoción infantil. Frente a él, una manzana reluciente —una fruta que jamás había probado, reservada solo para quienes podían pagar lujos que parecían de otro mundo— lo tentaba con su figura. Tenerla en sus manos ya era un sueño. Mordisquearla, algo sagrado.

Abrió la mandíbula, listo para saborearla… pero entonces, un sonido familiar lo detuvo. El agua corriendo en el fregadero. Se giró rápidamente.

Y ahí estaba su mamá. De espaldas, con un delantal blanco adornado con pequeñas flores, lavaba unos platos. Su figura, cálida y luminosa bajo esa luz extraña, parecía la de una heroína silenciosa. Al ver la comida sobre la mesa, sintió una satisfacción profunda, una calidez que se expandía en el pecho: “Seguramente, ella la había preparado”.

La observaba en silencio, absorto, como quien contempla a alguien sagrado.

“Definitivamente, su futuro esposo será el hombre más afortunado del mundo”, pensó, mientras una sonrisa se formaba sin que él se diera cuenta.

Fue entonces cuando finalmente dio el mordisco a la manzana. Un crujido resonó.

Y en ese momento… todo el sonido cesó.

Como si ese crujido —frío, sin sabor, mecánico— hubiese accionado un interruptor. El agua del grifo dejó de sonar. El murmullo del refrigerador desapareció. Incluso la luz de los focos y los puntos del techo parecieron apagarse, volviéndose opacos.

Levantó la vista.

Su madre seguía ahí, inmóvil, con la cabeza inclinada hacia el fregadero. Pero ya no se movía. Nada en ella lo hacía. Una extraña aura la rodeaba, como si algo invisible la hubiera envuelto.

—¿Mamá…? —su voz temblorosa y confundida.

Una sensación desconocida se apoderó de su mente. No era como el miedo de cuando aquellos niños lo golpearon. Ni siquiera como cuando Bill lo había obligado a ver aquella película de terror, con la mujer de vestido blanco y el rostro oculto bajo un manto de cabello.

Esto era diferente. Más profundo. Un miedo que te aprieta el corazón hasta hacerte pensar que va a estallar.

—¿Es… por la manzana?

"¡Sí! Tal vez fue eso. Debí haber esperado a mis hermanos. Rayos... creí que toda esta comida era para mí solo. Qué tonto..."

Un crujido más —no de la manzana esta vez, sino de algo más profundo, interno, como si algo se quebrara dentro de él— lo hizo dar un paso atrás.

La figura de su madre seguía quieta. Tan quieta que parecía una estatua de cera abandonada. El agua del fregadero seguía abierta, pero no caía ni una gota. Todo había quedado congelado en un instante que Lucas no sabía si era sueño o pesadilla.

Se acercó lentamente, con las piernas temblando como si fueran ramas secas. Y extendió la mano hacia ella.

—Mamá…

Apenas rozó su delantal, algo cambió. La luz de los puntos en el techo comenzó a parpadear, uno por uno, hasta apagarse por completo. El silencio se volvió más espeso. Más violento. Como si el aire mismo se negara a moverse.

Entonces ella giró.

Pero no era ella.

Su rostro estaba bañado en sombras, como si la luz la rehusara. Sus ojos —que debían ser cálidos, que debían producir calma a Lucas— eran ahora pozos oscuros sin fondo. No había expresión, ni enojo, ni tristeza. Solo… vacío.

Y sonrió.

Una sonrisa lenta, imposible, que se extendía más de lo que debía. La piel se estiraba como tela mojada, revelando dientes blancos pero distorsionados, demasiado rectos, demasiado perfectos.

Lucas se congeló. No pudo gritar. Ni correr.

—¿Tenías hambre? —preguntó con una voz hueca, como si viniera de un cuarto lejano, o de dentro de su cabeza.

Sintió algo en su mano. La manzana. Todavía la sostenía. Pero ya no era roja. Ni brillante. Era negra, con la piel agrietada, como si llevara años pudriéndose en silencio.

Soltó la fruta, que cayó al suelo sin hacer sonido.

—No deberías comerla, cariño —dijo ella, avanzando un paso.

Él retrocedió. Otro paso. Y otro.

La casa se desfiguraba. Las paredes se curvaban como para respirar. Los muebles parecían alejarse, y los cuadros de las paredes mostraban imágenes que Lucas no recordaba haber visto jamás: ojos, puertas, sombras.

Retrocedió aún más, intentando organizar sus pensamientos y encontrar una explicación para lo que sucedía a su alrededor. Tropezó con algo detrás de él —probablemente un mueble— y, en un impulso desesperado, cerró los ojos con fuerza, cubriéndose el rostro con las manos. Imaginó que lo que tenía enfrente no era su madre.

Entonces, se escucharon crujidos. Sonaban como huesos y articulaciones quebrándose. Lentos e irregulares.

No pudo resistir la tentación de echar un vistazo. Abrió un ojo y separó los dedos, dejando un pequeño hueco para mirar.

Y se arrepintió al instante.

Porque lo que estaba frente a él no era su madre.

Era una criatura oscura, de orejas largas y cuerpo bajo. Entre sus labios asomaban dientes blancos, feroces, afilados como cuchillas. Donde debían estar sus ojos había vacíos oscuros, huecos sin fondo como el espacio mismo. En sus manos, garras largas y puntiagudas brillaban con una amenaza palpable, capaces de cortar incluso el metal.

Su baja estatura lo hacía parecer un duende, uno salido de una pesadilla demasiado real.

El duende lo observaba con extrañeza, como si tampoco comprendiera del todo lo que sucedía. Lucas, aún más confundido, sintió una punzada de alivio: al menos ya no era su madre quien quería atacarlo.

Fue entonces cuando un pensamiento fugaz cruzó por su mente:

“¡Es un sueño! ¡Es solo un sueño!” —bueno… más bien una horrible pesadilla.

Aliviado al entender, o al menos imaginar, el origen de aquel ser, deseó con todas sus fuerzas, a ojos cerrados:

“¡Desaparece, desaparece…!”

Abrió los ojos con lentitud, con la esperanza de que el duende se hubiese esfumado.

Pero no.

Seguía allí. Y ahora corría directamente hacia él.

Su cuerpo temblaba. El corazón le latía con una furia descontrolada. Se lanzó a un lado, esquivando por poco sus garras.

—¡Ouch…! —una de ellas rasgó su hombro.

Un ardor punzante se apoderó de la herida. El dolor se intensificaba mientras más pensaba en él, mientras más lo sentía. La sangre brotaba a chorros, caliente, viva.

Aun con el miedo latente, se aferró a la idea de que esto era solo un sueño. Cerrando los ojos, intentando calmar su respiración, dominar el temblor.

“¡Es un sueño… un sueño! ¡Mi sueño!”

Cuando abrió los ojos, con la mente un poco más clara, volteó a ver su hombro.

Estaba limpio. Sin un solo rasguño.

Alzó la vista. El pequeño ser ya se giraba para atacar de nuevo. Pero esta vez, Lucas estaba listo.

Una sonrisa traviesa se dibujó en su rostro.

La casa volvió a iluminarse. Los focos, los puntos del techo, incluso las paredes parecían brillar con una vida nueva. Todo vibraba con energía.

El duende se abalanzó con furia, las garras por delante.

Entonces lo imaginó.

Un escudo. Redondo, firme. Con una gran estrella al centro. Y, como si el universo obedeciera su voluntad, el escudo apareció, amarrado firmemente a su brazo.

Sonrió.

El golpe de sus garras fue detenido por el escudo con un sonido chirriante.

Inspirado, dio un paso al frente, concentrándose.

Las paredes de la casa temblaron, y de ellas brotaron enormes telarañas, lanzadas con una velocidad asombrosa. Las hebras se pegaron al cuerpo del duende, que, desconcertado, intentó liberarse. Cortó una, dos, tres, pero las paredes seguían vomitando seda brillante que se adhería a él con tenacidad.

Era como una escena sacada de una película de acción.

El duende se movía con una agilidad feroz, cortando y esquivando, girando como una tormenta de cuchillas. Pero no se detenía. No se agotaba.

Tenía que idear algo más. Algo que no pudiera cortar.

Lucas lo entendió de inmediato.

Abrió el grifo de la cocina con su mente.

Y enormes chorros de agua comenzaron a fluir, inundándole los tobillos. El líquido se desplazó frente a él como una cascada, girando hasta formar una gran esfera transparente.

El duende seguía resistiéndose, envuelto en un mar de telarañas.

La esfera flotó… y se disparó hacia su cabeza.

El impacto fue perfecto.

La esfera se pegó a su rostro, sellándolo en su interior. Desconcertado, el duende empezó a sacudirse con violencia. Más telarañas salieron disparadas desde las paredes, envolviendo su cuerpo, inmovilizándolo.

Intentaba arrancarse la burbuja de agua, pero sus movimientos eran cada vez más torpes. Aun así, miraba a Lucas. Con ojos que no existían, pero cuya semilla de sangre traspasaba la barrera de lo físico. Sintiendo su espalda que se erizaba. Estuvo a punto de perder la concentración.

Pero se repitió en silencio:

Esto es un sueño.

La criatura, finalmente, dejó de moverse. Su cuerpo se tensó, luego se deshizo en pequeñas chispas doradas, como polvo de estrella cayendo en cámara lenta.

Un gran resplandor blanco inundó su visión.

Entonces, una voz fría, metálica y artificial sonó en el interior de su cabeza:

[¡¡Enhorabuena!! Has eliminado a un duende cambiaformas.][Individuo apto para ingresar en la Grieta. Mucha suerte.]