Un goblin intentó rajarle el torso con sus afiladas garras, pero antes de que pudiera herirlo, Bill bajó su daga sobre los pequeños brazos del monstruo, desatando un torrente de sangre.
Otro goblin llegó. Este saltó hacia su rostro con un impulso medio, intentando cegarle los ojos. Antes de que lo tocara, giró sobre su propio eje y le clavó la daga en el cráneo.
Había elegido ese tipo de armas por una razón: permitían maniobras ágiles y versatilidad en combates con múltiples enemigos, especialmente en espacios reducidos.
Y así, uno tras otro, los goblins seguían llegando. Por sí solos no eran una amenaza. De hecho, resultaban incluso más fáciles que los humanos. El problema era la cantidad, amontonándose unos sobre otros. Por suerte, él tenía un truco bajo la manga por si todo salía mal.
Cortó. Siguió cortando a cada goblin que se le lanzaba encima. Apenas podía moverse entre tantos cuerpos.
Svend, a sus espaldas, parecía estar en la misma situación. El rostro le empezaba a mostrar signos de fatiga. Él, en cambio, no mostraba agotamiento, aunque mantener las dagas activas drenaba lentamente su maná. Podía resistir toda la pelea... pero ¿su cuerpo? No estaba tan seguro.
O se le acabaría el maná, o se le rendirían los músculos. Pero si ambas cosas fallaban a la vez, estaría en problemas.
Con eso en mente, dio un paso al frente. Esta vez no esperaría el primer movimiento. Tomó la iniciativa y dejó atrás a Svend.
Abatió al primero. Luego al segundo. Y así, uno tras otro.
La voz robótica que él llamaba "Sistema" no dejaba de sonar en su cabeza:
[Has matado a un goblin cambiaformas.]
[Has matado a un goblin...]
[Has matado...]
[Has...]
Mataba antes de que la voz pudiera terminar la frase. Con cada paso, dejaba un reguero de cadáveres a su paso. Y con cada movimiento, pequeños cortes desgarraban su piel. La sangre comenzó a gotear por varias partes de su cuerpo.
Evitó heridas fatales, sacrificando zonas no vitales a cambio de eliminar a sus enemigos. Pero eran interminables. Solo quería que todo acabara, quería llegar a la salida. Pero no. Apenas habían pasado cinco minutos, y seguían llegando más.
La sangre empapaba el suelo, volviéndolo resbaladizo. No importaba. Él seguía segando vidas como un verdugo. Golpeaba más fuerte cada segundo, con la mente nublada por la batalla.
Cualquiera que se interpusiera, lo destruía. Algunos quedaban hechos trizas, a otros los mutilaba. Cegaba a varios. Uno logró clavarse en su costado con sus garras.
Gruñó de dolor, pero no se distrajo. Como siempre, ignoró el sufrimiento y hundió la daga en la cabeza de la criatura.
Más goblins saltaron sobre él.
—Son infinitos —murmuró entre dientes, concentrado.
Los partía de arriba abajo. Cortaba cuellos, frentes, torsos, brazos, pies diminutos.
No dejaba de cortar.
Su mente empezaba a desdibujarse entre la marea de enemigos.
Avanzaba. Cortaba.
Avanzaba. Cortaba.
Los brazos le ardían, el cuerpo estaba cubierto en rojo, pero sus ojos seguían firmes hacia adelante. Sabía que saldría con vida de ese infierno.
No era arrogancia. Era certeza. No tenía otra opción. Dudar sería morir.
Así que no se permitiría flaquear.
Mil goblins o un reino entero, no importaba. Él seguiría avanzando, decapitando a cada uno, dejando un rastro grotesco tras de sí.
Hasta que, al fin, tras lo que pareció una eternidad, vio la luz del exterior.
Estuvo a punto de sonreír, pero aún tenía enemigos sobre él. Siguió matando. Dejó pasar a unos cuantos para que Svend los enfrentara. Sabía que podía encargarse de ellos. Pero también sabía que más goblins estaban saliendo de los agujeros, así que eligió bien a cuáles dejar vivos.
La luz del día se volvió más intensa. Caminó rápido hacia la salida. Por fin, el sol le tocó el rostro.
Alzó la vista hacia el cielo despejado, calmado por un instante. Luego giró hacia la entrada. Svend emergía de la cueva, despeinado y con los ojos cansados.
—¿De verdad vas a hacerlo? —preguntó el otro, nervioso, aún jadeando.
—Sí... ¿No era ese el plan desde el principio? Además, sellaste la puerta de las celdas. Cuando esto termine, bajaremos por ellos —respondió con el ceño fruncido.
La preocupación en los ojos de Svend era comprensible. Estaban a punto de prender fuego a los cadáveres y a los goblins restantes. Los que no salieran por voluntad, lo harían por el humo.
El problema eran los prisioneros al fondo. La puerta metálica era pequeña y gruesa, y Bill le había pedido a Svend sellarla para evitar que entraran enemigos... y que el humo no se colara. Eso significaba tener que volver para rescatarlos, agotados como estaban.
Podían dejarlos ahí, morir por asfixia o hambre... pero eso cruzaría una línea.
Suspiró y miró hacia la cueva. Más goblins venían corriendo. Extendió los brazos y desapareció las dagas negras.
Sintió entonces una calidez bajo el pecho, donde un núcleo del tamaño de una canica palpitaba. El maná atmosférico fluyó hacia él.
Llamas negras brotaron de sus palmas. Ardían con calor sobrenatural.
Vertió la mayoría de su maná en ese fuego. Con esfuerzo, las unió en una esfera del tamaño de una pelota de béisbol.
Y entonces...
Una explosión de llamas negras se disparó hacia la cueva, consumiendo los cuerpos. Las llamas devoraban incluso a los escondidos en los agujeros.
Ningún goblin sobrevivió. Y los que lo hicieron, sufrieron quemaduras horribles antes de morir por falta de oxígeno.
Una sonrisa fugaz se dibujó en su rostro.
Hasta que escuchó una voz:
—¿Te estás divirtiendo? ¿Puedo unirme?
La sonrisa desapareció. El miedo ocupó su lugar.
La voz provenía de un chico de su edad, de cabello negro y ojos grises afilados, que había puesto el brazo sobre el hombro de Svend.
No lo conocía.
Pero la expresión de Svend lo decía todo.
Él sí lo conocía.
Y era hora de correr.