El mundo estaba gobernado por cambiaformas, seres que moldeaban su existencia a voluntad, y criaturas de toda índole. En esta sociedad, las castas definían el destino de cada individuo desde su nacimiento. Los Alfa, imponentes y dominantes, ostentaban el poder absoluto. Los Beta, leales y eficientes, aseguraban el orden. Los Gamma, invisibles pero indispensables, sostenían la estructura con su arduo trabajo. Y, en el escalón más bajo, estaban los Omega. Débiles, despreciados, considerados poco más que sombras en una sociedad que apenas los toleraba.
En este mundo de jerarquías inquebrantables, nacer significaba aceptar un papel predefinido. Pero algunas vidas rompían el equilibrio.
Como la mía.
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El nacimiento de una maldición
El aire en la habitación era denso, cargado del calor sofocante de los faroles y el nerviosismo de los presentes. Tsukihiko Koyuki jadeaba, su cuerpo tembloroso por el esfuerzo. El sudor resbalaba por su piel pálida, mezclándose con las lágrimas de angustia y agotamiento.
—¡Un poco más, señorita Koyuki! —instó Hayashi Yoshiko, sosteniendo su cabeza con delicadeza, pero sin dejar de ejercer presión.
A su lado, Hayashi Naoko, la partera, mantenía la vista fija en la escena, sus manos listas para recibir al recién nacido.
—Ya casi está…
Un último grito quebró el aire antes de que otro sonido lo sustituyera. Un llanto débil, pero insistente, llenó la habitación. Por un instante, todo se detuvo.
La madre, aún jadeante, extendió los brazos con impaciencia.
—Es un varón —anunció Naoko con suavidad, pero su voz se apagó al instante.
Sus ojos se abrieron con asombro primero, luego con horror.
Un escalofrío recorrió el cuarto. Yoshiko miró a la partera, su expresión reflejando la misma incredulidad.
—No… —murmuró Naoko, con un hilo de voz—. Está maldito.
Koyuki apenas tuvo fuerzas para preguntar:
—¿Qué…?
Entonces, lo vio.
Un diminuto ser envuelto en mantas, su piel sonrosada por el esfuerzo de haber llegado al mundo. Pero nada de eso importó cuando notó su cabello.
Blanco.
Un color que solo significaba una cosa: desgracia.
La respiración de Koyuki se tornó errática. Su mente se negó a aceptar lo que veía.
—No… este no es mi hijo…
Nadie en la habitación lo contradijo. Nadie podía. Todos sabían lo que significaba.
Los niños de cabello blanco no debían existir.
Y, sin embargo, él había nacido.
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Diecisiete años después
El sonido de los pasos de Tsukihiko Kurayami resonaba en las calles empedradas de la ciudad, mezclándose con murmullos y miradas furtivas. La gente evitaba cruzarse con él. Algunos fingían no verlo; otros no se molestaban en ocultar su desprecio.
Era una rutina a la que ya estaba acostumbrado.
El estigma de su nacimiento era una sombra imposible de ignorar. No importaba cuántos años pasaran, su cabello blanco lo delataba a donde fuera.
—Mi nombre es Tsukihiko Kurayami. Soy un omega. Un paria. Nací con el color prohibido y con la condena de ser humano en una sociedad donde no existen.
Había sobrevivido hasta ahora por una sola razón.
El sistema.
Una voz sin rostro, una presencia invisible que regía su destino. Le asignaba misiones que debía cumplir.
O morir.
La noche ya había caído cuando llegó a su destino: una posada modesta en el distrito más apartado de la ciudad. No podía permitirse dormir al aire libre. No cuando los cazadores rondaban en busca de presas fáciles.
—¿Tienen habitaciones disponibles? —preguntó con voz baja a la encargada, Hayao Katsuki.
La mujer, de mediana edad y mirada severa, apenas le dedicó un vistazo antes de exigir:
—Tarjeta de identificación.
Tsukihiko deslizó la suya sobre el mostrador. Pero en cuanto vio la mueca de Katsuki, supo que algo iba mal.
—Está vencida.
El estómago se le hizo un nudo.
—¡¿Qué?!
—Como oíste. Sin identificación válida, no hay habitación.
Un frío distinto al de la noche recorrió su espalda. No podía quedarse en la calle. No en este lugar.
Justo cuando salió de la posada, una notificación resonó en su mente.
{Nueva misión: Obtener una tarjeta de identificación.}
—Tsk…
Solo había un lugar donde podía renovarla.
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El gremio
El bullicio del Gremio de Aventureros lo envolvió en cuanto cruzó las puertas. En un rincón, un grupo de cambiaformas discutía sobre las mejores rutas para cruzar el pantano del sur. Más allá, un comerciante negociaba con dos cazadores.
Detrás del mostrador, una figura familiar le dedicó una sonrisa burlona.
—Kurayami… ¿otra vez por aquí?
Tanaka Yaeko, una bestia lobo de porte imponente, lo observaba con una mezcla de diversión y lástima.
—Mi tarjeta expiró —dijo Tsukihiko con resignación—. Necesito otra.
Tanaka entrecerró los ojos.
—Sabes cómo funciona esto. Si no completas encargos, la tarjeta caduca. Y sin una tarjeta válida, no puedes registrarte en ningún sitio.
—Lo sé…
Tanaka suspiró y tomó un pergamino de la mesa.
—Tienes suerte. Es una misión sencilla.
Tsukihiko leyó las instrucciones. Recolectar hierbas medicinales en el bosque.
No era peligroso. Al menos, en teoría.
—Está bien. Lo haré.
No tenía otra opción.
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El bosque y la señal del destino
Horas después, el aire fresco del bosque lo envolvía mientras recogía las hierbas con rapidez. Cuanto antes terminara, antes podría descansar.
Pero entonces, el sistema habló.
{Alerta: Incendio detectado en las profundidades del bosque.}
Tsukihiko frunció el ceño.
En la distancia, un resplandor anaranjado iluminaba el cielo.
{Nueva misión: Investiga el origen del fuego.}
Su instinto le decía que lo ignorara. Que diera media vuelta y siguiera con su tarea.
Pero sabía que no tenía elección.
El destino volvía a moverse.
Y él, como siempre, no tenía más remedio que obedecer.