La vida de Ayla, desde que la flor errante había nacido en su brazo, se había vuelto una danza delicada entre lo cotidiano y lo imposible.
Por las mañanas, seguía ayudando a su abuela con el puesto de flores en el mercado. Era un pequeño rincón lleno de aromas y colores, donde los aldeanos venían por rosas, jazmines o hierbas para el té. Nadie sospechaba que, entre los ramos comunes, Ayla escondía pequeñas flores del claro, camufladas entre los tallos. Algunas eran simplemente recordatorios; otras, semillas que necesitaban estar cerca de sus dueños para florecer del todo.
Cada día comenzaba igual: preparaba las flores, anotaba en su libreta los deseos activos, y pasaba el dedo sobre la marca en su brazo. El dibujo ya no era estático. A veces cambiaba de forma, como si la flor errante reaccionara al deseo más urgente del día.
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—Flor 32 —murmuró una mañana, con el dedo en la libreta—. “Deseo de volver a tocar música.”
Pertenecía a la joven del molino, Elira. Ayla la recordaba: cabello enmarañado, manos callosas, siempre trabajando para mantener a sus tres hermanos. Antes de que muriera su madre, Elira tocaba el violín en las festividades del pueblo. Pero desde entonces, había enterrado ese sueño bajo la harina y el cansancio.
Esa flor había brotado cerca del arroyo, pequeña, afinada como una nota aguda.
Ayla la había tocado hace días y vio la visión: Elira, niña, tocando con los ojos cerrados mientras su madre la observaba desde una ventana. Un momento congelado en un deseo.
Ahora, el tallo de la flor seguía tenso.
Todavía no se cumplía.
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Esa mañana, Ayla llevó una bolsa de pan al molino.
—Mi abuela hizo de más —dijo con una sonrisa.
Elira la recibió con sorpresa y gratitud. Ayla aprovechó el momento para observar el rincón oscuro del molino, donde una vez colgó el violín. Allí estaba, cubierto de polvo, como un eco silenciado.
—¿Alguna vez lo has vuelto a tocar? —preguntó sin rodeos.
Elira se tensó.
—¿Qué? No... no tengo tiempo para eso.
Ayla sacó de su canasta una flor seca, de un violeta profundo. La misma que había encontrado en el arroyo. La colocó sobre el pan con gesto suave.
—A veces los sueños no desaparecen. Solo esperan que los recordemos.
No dijo nada más. Dejó la bolsa y se fue.
Al día siguiente, desde su puesto en el mercado, Ayla escuchó una melodía lejana.
Era el violín.
Y la flor 32, en su libreta, se había cerrado por completo. Una espiral azul sobre el dibujo indicaba que el deseo se había cumplido.
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Así funcionaban los días ahora.
Algunas veces, los deseos eran simples. Un niño que quería una mascota. Un abuelo que soñaba con probar la miel de su infancia. Ayla usaba pequeños gestos para influir: una palabra oportuna, una flor especial, una historia al oído. Nunca obligaba. Nunca forzaba. Solo... guiaba.
Pero otras veces…
Los deseos eran más oscuros.
Flor 35: “Deseo que desaparezca mi hermana.”
Esa flor creció retorcida, negra en las puntas. Al tocarla, Ayla vio a un niño celoso, escondido en el granero, deseando que su hermana menor dejara de existir. El deseo no era odio puro, era dolor no resuelto, abandono.
Esa noche, Ayla dejó bajo la almohada del niño una flor de reconciliación, una que hacía soñar con los recuerdos más felices. En su sueño, el niño revivió la tarde en que había compartido su pastel con su hermana, riendo bajo la lluvia.
Al día siguiente, la flor negra se marchitó sin explotar. El deseo se deshizo en silencio.
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Las tareas se acumulaban. Ayla llevaba un registro en su libreta: flores clasificadas por colores, intensidad emocional, urgencia y viabilidad.
> Flor 36: Deseo de volar – niña de seis años – sin riesgo.
“Crear un columpio en el árbol de la escuela.”
Resultado: flor cerrada.
> Flor 37: Deseo de que su padre regrese – caso delicado.
El padre está desaparecido hace años.
“Iniciar búsqueda por el bosque viejo con ayuda del bibliotecario.”
Resultado: pendiente.
> Flor 38: Deseo de olvidar un dolor – joven herida.
Visión: cicatriz en el pecho, un nombre borrado.
Ayla dejó un espejo con una flor bordada en su tienda.
Resultado: flor cambió de color, sigue abierta.
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Ayla no podía cumplir todos los deseos.
Algunos necesitaban tiempo.
Otros, no debían cumplirse jamás.
Flor 40, por ejemplo, creció entre espinas. El deseo no tenía nombre, ni visión clara. Solo una sensación: venganza. Ardía al tocarla. Ayla anotó en su libreta: “No intervenir sin guía del claro.” Desde entonces, esa flor permanecía vigilada por mariposas nocturnas. El bosque también sabía protegerse.
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Y en medio de todo, su vida cotidiana seguía.
Lavaba ropa, ayudaba en el jardín, cocinaba con su abuela. Jugaba con los niños del mercado. En ocasiones, reía como si no cargara los secretos de decenas de almas.
Pero cada noche, antes de dormir, pasaba su dedo sobre el dibujo en su brazo. La flor errante latía con un resplandor tenue.
Y Ayla sabía que, aunque parecía avanzar entre días normales, su destino estaba creciendo bajo tierra, en silencio.
Como una flor más.