Pasaron los años como hojas arrastradas por el viento, veloces y silenciosas. Ayla creció con los pies firmes sobre la tierra y el corazón entrelazado a las raíces invisibles del claro. La manga tejida por su abuela se había desgastado con el tiempo, pero ella la remendaba una y otra vez, incapaz de desprenderse de ese último regalo.
Aunque ya era una joven reconocida en el pueblo, siempre había algo etéreo en su mirada, un brillo distante que ningún aldeano lograba descifrar. Algunos decían que era porque pasaba demasiado tiempo sola en el jardín; otros susurraban que había heredado los "misterios" de su abuela.
Y en cierto modo, ambos tenían razón.
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El jardín seguía allí, pero había perdido ese resplandor vibrante que antes parecía emanar por sí solo. Desde la muerte de su abuela, algo se había apagado. Las flores crecían, sí, pero no con la misma fuerza; los colores eran hermosos, aunque menos intensos, como si una capa invisible de tristeza los cubriera.
Ayla lo notaba cada día, pero nunca dejó de cuidar las plantas. Y el claro, aunque más silencioso, seguía floreciendo de manera mágica.
La flor que tenía en el brazo, ese pequeño dibujo, había cambiado también: antes chispeante y casi traviesa, ahora parecía más pausada, como si se hubiera adaptado al nuevo ritmo del jardín y de la vida de Ayla.
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Su libreta estaba llena de registros: deseos cumplidos, intentos fallidos, reflexiones personales. Había aprendido a leer las flores como se lee un libro antiguo: con paciencia, respeto y la conciencia de que algunas páginas están manchadas o incompletas.
> Anécdota 1: La Viuda y el Perdón.
Un día, Ayla había encontrado una flor tan pálida que apenas parecía viva. Al tocarla, vio a una mujer mayor llorando junto a la tumba de su marido, susurrando: “Ojalá pudiera decirle cuánto lo siento.”
Ayla había buscado a la viuda en el pueblo y la convenció, poco a poco, de que escribirle una carta a su marido podría aliviar su pena. La mujer dejó la carta entre las piedras de la tumba. Esa noche, la flor en el claro se cerró para siempre, como si su propósito se hubiera cumplido.
> Anécdota 2: El Niño y la Estrella.
Otra vez, un niño deseó “ver una estrella de cerca”. Ayla había sonreído ante la inocencia de aquel deseo. No podía llevarle una estrella, pero le fabricó un móvil luminoso con cristales que colgaban sobre su cama, reflejando la luz de las velas como pequeños astros. El niño quedó maravillado, y la flor correspondiente soltó un brillo fugaz antes de desvanecerse.
> Anécdota 3: La Joven y el Coraje.
Un deseo la había marcado especialmente. Una muchacha joven deseó “ser valiente para confesarle su amor”. Ayla la acompañó durante meses, escuchando, animando, y cuando por fin la joven se armó de valor y declaró sus sentimientos, la flor floreció de manera deslumbrante… solo para marchitarse al día siguiente, cuando el muchacho la rechazó.
Ese día, Ayla aprendió que no todos los deseos terminan bien, pero incluso esos tenían un propósito: hacer crecer a quien los pide.
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Sin embargo, había deseos que nunca se cumplían. Algunas flores permanecían tercamente abiertas, ajenas al paso del tiempo, como esperando algo imposible.
Uno de ellos era el suyo propio.
Aunque nunca lo había dicho en voz alta, Ayla había deseado, en lo más profundo, que su abuela regresara. Esa flor nunca apareció en el jardín. Quizás porque hay deseos que no se pueden transformar en flores, o porque el claro sabía que ese anhelo debía quedarse solo en su corazón.
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En su vida cotidiana, Ayla alternaba entre las tareas del jardín, atender a los aldeanos y registrar cada encuentro en su libreta. Aunque la magia del lugar nunca desapareció del todo, sentía que el jardín se había vuelto más caprichoso, menos generoso.
El claro parecía esperar algo… algo que Ayla aún no comprendía.
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Un día de otoño, mientras recogía ramas secas para hacer un pequeño fuego, Ayla levantó la vista y notó algo extraño: una zona del claro donde nunca antes había crecido nada estaba comenzando a llenarse de pequeños brotes. No eran como las flores anteriores. Estos parecían… nuevos. Salvajes.
Un escalofrío recorrió su espalda.
—¿Es… un cambio? —murmuró.
El claro seguía evolucionando, igual que ella.
Y Ayla, mientras tocaba la manga tejida por su abuela, se prometió algo: no importa cuánto cambiara el jardín, no dejaría que sus raíces se debilitaran. Su misión, su vínculo con las flores y los deseos, era ahora más fuerte que nunca.
Porque aunque el brillo se hubiera apagado un poco, las flores aún necesitaban alguien que las escuchara.
Y Ayla estaba allí para ellas.
Siempre.