El viento soplaba suave esa mañana, acariciando los árboles con una ternura que parecía contener secretos. Ayla se despertó antes que el sol, como cada día, guiada por la costumbre y por el leve cosquilleo en su brazo, donde el dibujo de la flor había comenzado a pulsar con un tenue brillo anaranjado.
Era la primera vez en años que sentía algo distinto en él.
Se sentó en el borde de la cama, observando cómo la luz dorada de la mañana se filtraba por la ventana. El claro ya no era el mismo desde que su abuela se había ido, pero había aprendido a entender sus silencios, sus pausas. Aquella pulsación, sin embargo, era nueva. No provenía de una flor que pedía atención, sino de algo más profundo. Algo naciente.
Se cubrió el brazo con la manga tejida, se puso el delantal y salió con su canasto de herramientas.
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Cuando llegó al claro, sus pasos se detuvieron de golpe.
Lo que el día anterior eran brotes apenas visibles se había transformado en un pequeño grupo de flores completamente desconocidas. Sus pétalos eran largos y traslúcidos, y no parecían estar hechas de materia vegetal común. Brillaban levemente con cada ráfaga de viento, y el aire a su alrededor era más cálido, más denso, como si cada flor contuviera un susurro.
Ayla se agachó y extendió una mano temblorosa. Al tocar una de las nuevas flores, su visión cambió.
No fue un recuerdo o un deseo pasado.
Fue un presente.
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Vio a una niña, quizá de seis o siete años, de cabello oscuro y ojos grandes, caminando sola por un bosque cercano. Llevaba una muñeca de trapo en la mano y parecía buscar algo, o a alguien. La angustia en su rostro era tan nítida que Ayla sintió un nudo en el estómago.
—¿Quién eres? —susurró, aún dentro de la visión.
Y como respuesta, la niña levantó la mirada y murmuró algo que no alcanzó a comprender… pero su voz era parecida a la suya. Extrañamente parecida.
La visión se desvaneció, y Ayla cayó de rodillas sobre la hierba.
—¿No son deseos? —jadeó—. ¿Entonces qué son?
Miró a su alrededor. Ninguna otra flor del claro reaccionaba como esas. Ni siquiera las flores de deseos incumplidos tenían ese aire de urgencia. Estas nuevas eran diferentes. Vivas de otra manera.
¿Estaban mostrando realidades en curso?
¿Estaban pidiendo ayuda?
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Durante los días siguientes, Ayla no pudo dejar de pensar en ello. Llevó un nuevo cuaderno, exclusivo para esas flores “nuevas”, que comenzó a llamar las Inesperadas. Les hizo un pequeño rincón apartado, con cercas de madera, y las observó día tras día.
Cada vez que tocaba una, una visión diferente aparecía. Algunas tristes, otras confusas, una incluso mostraba un incendio en un hogar de la aldea vecina. No eran deseos, no eran sueños, eran momentos. Y cada visión tenía un hilo común: niños.
Niños perdidos, niños abandonados, niños tristes, niños invisibles para el mundo.
Ayla comenzó a actuar.
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Visitó la aldea vecina y ayudó a sofocar un fuego que, según ella, había presentido al ver humo desde su ventana. Nadie sospechó. Ayla no daba explicaciones, solo ofrecía ayuda.
Días más tarde, encontró a la niña de la visión, la del primer brote, cerca del molino, llorando porque su madre se había ido sin decirle adiós. Ayla la abrazó y la acompañó hasta su casa, donde descubrió que la madre, desesperada por el trabajo, había tenido que dejarla sola. Después, le consiguió un empleo más cercano gracias a los contactos de su abuela.
Cada intervención era pequeña, casi invisible.
Pero cada vez que actuaba, una de las nuevas flores desaparecía.
No se marchitaban como las otras.
Simplemente se desvanecían.
Como si nunca hubieran estado allí.
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La carga era distinta a la de los deseos. Más directa. Más urgente.
Y, aunque Ayla se sentía agotada en cuerpo y alma, también sentía que estaba redescubriendo su propósito. Tal vez su abuela lo supo. Tal vez el claro, en su infinita sabiduría, se adaptaba no sólo a los sueños, sino también a la realidad misma.
Un atardecer, mientras regresaba del mercado, notó algo.
La zona del claro donde antes las flores habían perdido su brillo… comenzaba a recuperar color.
No del mismo modo que antes.
Era más sutil, más lento, pero el jardín parecía reconocer su esfuerzo.
Parecía, quizás, estar agradecido.
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Esa noche, mientras anotaba todo en su libreta, Ayla miró el dibujo en su brazo. Ya no era solo una flor. Se había expandido con una ramita curva, como una vid que buscaba aferrarse.
Y entonces recordó algo que su abuela le dijo una vez, muchos años atrás, mientras tejía aquella manga:
> “A veces, los deseos no son lo que uno pide… sino lo que uno da sin que nadie lo pida.”
Ayla cerró los ojos y apretó contra su pecho la manga que aún usaba, aunque parcheada, como símbolo y escudo.
El jardín había cambiado.
Ella también.
Y aunque aún quedaban muchas flores por conocer, muchas vidas por tocar…
Estaba lista.