Capítulo 10: El Susurro del Lino Viejo

El cielo estaba cubierto de nubes suaves, como si el día entero se hubiese vestido de gris para invitar al recogimiento. Ayla se encontraba sentada sobre un banco de piedra, en el borde del claro, rodeada por la brisa templada de la primavera. Su libreta estaba abierta sobre su regazo, llena de notas, fechas, nombres, pensamientos sueltos y garabatos.

Las flores Inesperadas no dejaban de brotar. Cada semana aparecían nuevas, siempre entre las viejas raíces de un roble que había comenzado a inclinarse con el paso del tiempo. Como si en su vejez también él ofreciera sombra y hogar a lo desconocido.

Ayla llevaba meses organizando sus días como un rompecabezas. Tenía que cuidar el jardín, investigar los deseos tradicionales —que aún seguían surgiendo— y ahora también resolver los hilos de realidad que estas nuevas flores le mostraban. Había aprendido a mover sus piezas con precisión: por la mañana, tareas del hogar y trabajo en la aldea; por la tarde, el claro y las flores; por la noche, las notas y los planes para el día siguiente.

El brazo izquierdo, aquel donde floreció la marca, ahora parecía una enredadera viva. Cada nuevo brote en el claro se reflejaba en él, como una expansión de su vínculo. A veces, le dolía. A veces, temblaba sin aviso. Pero nunca se quejaba.

Ese día, sin embargo, algo distinto ocurrió.

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Todo empezó con una carta.

Era poco habitual recibir correspondencia. La mayoría de las personas del pueblo acudían directamente a su puerta si necesitaban algo. Pero esa mañana encontró un sobre doblado entre las rendijas de la cerca, con su nombre escrito con una caligrafía elegante y antigua.

Decía:

> “La abuela Hilde tejía no solo con hilos, sino con secretos.

Hay cosas que necesitas ver.

Espera bajo la enredadera al anochecer.

—Una vieja amiga.”

Ayla leyó esas palabras varias veces, sin comprender del todo. “Vieja amiga”. Era imposible no pensar en la historia de su abuela, en los cuentos a medias que nunca llegaron a completarse. Ayla sabía que Hilde había sido más que una curandera; había tenido un pasado, una vida llena de cosas no dichas. Y ahora, esa carta, surgida de la nada, removía algo que creía dormido.

Cuando el sol cayó, Ayla se dirigió a la enredadera al fondo del jardín, la que crecía junto al muro de piedra olvidado. Se sentó y esperó, con la luz de una lámpara de aceite y su manga cuidadosamente remangada.

Y entonces la vio.

Una silueta salió de entre las sombras: una mujer anciana, de piel tostada y cabello trenzado, con un bastón de madera nudosa. Tenía los ojos brillantes y una sonrisa quebrada como vidrio.

—Así que eres tú —dijo—. La niña del claro.

—¿Quién es usted? —preguntó Ayla, de pie y alerta, aunque no con miedo.

—Me llamaban Lerna —respondió la mujer—. Tu abuela y yo éramos parte del mismo hilo.

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Ayla la invitó a sentarse. Lerna lo hizo con la lentitud de los que han vivido demasiado y visto más de lo que quisieran recordar.

—¿El mismo hilo?

—La misma orden, si quieres ponerle nombre. No somos muchas, nunca lo fuimos. Cuidamos los claros que florecen donde hay acumulación de deseo y fe. Hilde era una de las mejores.

Ayla tragó saliva. El corazón le latía fuerte.

—¿Entonces… esto no es solo un lugar mágico?

Lerna rió suave, como quien escucha a una niña preguntar por las estrellas.

—Todo jardín es mágico si alguien lo cuida. Pero este… este responde. Crece con lo que tú das. Por eso cambió cuando tu abuela murió. Y por eso ahora está cambiando de nuevo.

—¿Por las flores nuevas?

—Sí —asintió—. Son un síntoma. Un puente entre lo que fue y lo que será. Pero también… una advertencia.

El silencio se hizo pesado. La lámpara titilaba, proyectando sombras grandes detrás de ambas.

—¿Advertencia de qué?

—De que el claro está demasiado lleno —dijo Lerna con gravedad—. Cuando un jardín carga demasiados deseos no cumplidos o realidades desatendidas, comienza a enfermar. Los brotes nuevos no solo son pedidos… son súplicas. Algunos provienen de lugares muy lejanos, incluso más allá de este pueblo. Y uno de ellos… viene de ti.

Ayla se congeló.

—¿De mí?

—Hay un deseo tuyo enterrado —susurró Lerna—. Uno que hiciste cuando eras niña y que tu abuela escondió para protegerte.

Ayla sintió que el aire se volvía denso. El corazón le dio un vuelco, como si un recuerdo que no recordaba se sacudiera dentro de su pecho.

—¿Dónde está?

—Eso lo sabrás cuando el dibujo llegue a tu hombro —respondió la anciana, levantándose con esfuerzo—. Pero cuidado, niña del claro. No todos los deseos deben cumplirse.

Y con esas palabras, Lerna se alejó, fundiéndose en la oscuridad.

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Esa noche, Ayla no durmió.

Abrió todos sus cuadernos. Repasó todas las flores que había tocado. Pensó en los niños que había ayudado, en los deseos que había rechazado. Y pensó en ella. ¿Qué había pedido cuando era niña?

Las imágenes eran borrosas. Recuerdos de juegos, de risas con su abuela, de tardes junto al estanque. Pero también…

Un bosque.

Un miedo.

Un llanto.

Y una promesa.

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Al día siguiente, el jardín amaneció más vivo que nunca. Las flores tradicionales volvían a florecer con suavidad, y en el rincón de las Inesperadas había una nueva flor, diferente a todas las demás.

Era completamente blanca.

Y, cuando Ayla la tocó…

No vio a nadie.

Solo escuchó una voz:

> “¿Aún me recuerdas?”

Y entonces lo supo.

Su deseo olvidado estaba más cerca de lo que imaginaba.

Y lo cambiaría todo.