El viento soplaba con suavidad aquel día, pero dentro de Ayla algo era tormenta.
Desde que Tiel había comenzado a ayudarla en el claro, la rutina que tanto la había protegido —que había sostenido su mundo en equilibrio tras la partida de su abuela— empezó a transformarse. No de manera abrupta, sino como una corriente subterránea, lenta y persistente.
Ahora, cada vez que se acercaba al claro, ya no lo hacía sola.
Tiel siempre iba uno o dos pasos detrás, tarareando alguna melodía que inventaba, o lanzando piedritas al aire para atraparlas en el sombrero que insistía en usar aunque estuviera torcido. Él reía con facilidad, hablaba con aún más facilidad, y no parecía tener el mínimo reparo en preguntarle a Ayla cosas como:
—¿Dónde duermen las flores cuando hace mucho frío?
O:
—¿Crees que un deseo se puede olvidar de sí mismo?
Al principio, ella respondía con evasivas o sonrisas breves. Pero Tiel nunca se daba por vencido. Le enseñaba a reír sin culpa, a probar frutas con las manos sucias, a inventar historias sobre cada flor que encontraban como si fueran personajes de una obra invisible.
Y sin embargo…
Ese lugar había sido solo de Ayla por tanto tiempo. El claro, con sus flores de deseos, su luz distinta, su aroma cargado de memorias, había sido su refugio, su espacio secreto, su hogar más profundo. Ahora, con cada paso que Tiel daba entre los tallos, cada vez que su risa resonaba entre los árboles, Ayla sentía un pequeño pinchazo dentro.
No era culpa de él.
Era suya.
Una punzada de ansiedad que le apretaba el pecho sin razón clara. ¿Y si Tiel rompía alguna flor por accidente? ¿Y si descubría un deseo demasiado personal? ¿Y si un día simplemente decidía no volver?
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Una tarde, mientras recogían hojas para preparar tinturas naturales, Ayla soltó una respiración más pesada de lo habitual. Estaban arrodillados junto a un arroyo y Tiel hablaba sobre cómo el agua parecía contar secretos al rozar las piedras.
—A veces me siento fuera de lugar aquí —dijo de repente, bajando la voz.
Ayla parpadeó.
—¿Aquí… en el claro?
Él asintió, con una sonrisa torcida.
—Sé que este lugar era tuyo. Lo siento cuando camino. Como si las flores me miraran raro. Como si respirara demasiado fuerte.
Ayla entrecerró los ojos, sorprendida. Lo había notado. La incomodidad que ella pensaba haber escondido con tanto cuidado… no había pasado desapercibida.
—No es eso —dijo rápido, quizá demasiado rápido—. Solo… es diferente.
—¿Diferente malo o diferente nuevo?
No supo qué contestar. Y ese silencio la atormentó por el resto del día.
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Esa noche, Ayla volvió sola al claro. No para trabajar, sino para pensar. Caminó entre las flores más antiguas, esas que ya conocía de memoria, tocando suavemente sus pétalos. Algunas ya estaban apagadas, deseos cumplidos o abandonados. Otras aún latían, vivas y esperando.
—Abuela —susurró al viento—, ¿hiciste lugar para mí y para alguien más en tu jardín? Porque no sé si yo puedo…
Pero el claro guardó silencio. Solo una flor, una con pétalos azul celeste y el tallo retorcido, pareció inclinarse en su dirección. No brilló, no habló. Solo la acompañó.
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Con el paso de los días, Ayla y Tiel retomaron la rutina. Reían, recolectaban, cuidaban el jardín. Pero algo era distinto. Ayla hablaba más, compartía pequeñas cosas que antes guardaba solo para sí: cómo preparaba el bálsamo de lavanda, cómo una vez encontró una flor con un deseo de venganza y tuvo que ayudar a su dueño a dejarlo ir.
Y Tiel, por su parte, comenzó a escribir más. Llevaba un cuaderno de tapas verdes que llenaba de pequeñas historias inspiradas en los deseos que encontraban. No los escribía como peticiones tristes, sino como aventuras mágicas: una flor que contenía el deseo de volar se transformaba en un niño que construía alas de plumas robadas a los cuervos; otro que deseaba amor se volvía una mariposa que buscaba su reflejo en el agua.
—Escribir me ayuda a entenderlos —explicó un día mientras Ayla preparaba infusiones.
—¿Y tú? —preguntó ella, sin levantar la vista de la tetera—. ¿Qué entiendes de mí?
Tiel se quedó en silencio por unos segundos. Luego respondió, sin mirar tampoco:
—Que a veces quieres que esté aquí… y a veces no.
Ayla apretó los labios. Dolía porque era verdad.
—Estoy aprendiendo —confesó ella al fin—. A compartir este lugar. A no tenerle miedo a lo nuevo.
Tiel no sonrió ni bromeó. Solo extendió la mano y la apoyó sobre la suya.
—Y yo estoy aprendiendo a quedarme sin sentir que estorbo.
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Pasaron así los días, entre risas contenidas, confesiones silenciosas y la lenta sanación de viejas heridas. El claro cambió también: algunas flores crecieron más alto, otras se entrelazaron como si intentaran imitar el vínculo que se formaba entre los dos visitantes humanos.
Ayla entendió, una mañana en la que Tiel se quedó dormido bajo el árbol de los deseos olvidados, que el claro no era solo suyo.
Nunca lo había sido.
El jardín pertenecía a quien supiera escucharlo… y cuidarlo.
Y aunque la ansiedad no desaparecía por completo, ahora sabía que no estaba sola para enfrentarla.