La mañana se abrió paso con una neblina leve que cubría los caminos de tierra como si los envolviera en un susurro. Ayla ya estaba despierta mucho antes de que el primer gallo cantara. Sus dedos trabajaban en silencio, trenzando tallos secos de lavanda mientras un hervidor de cobre lanzaba burbujas perezosas sobre el fuego.
Sobre la mesa descansaban tres frascos de vidrio: uno con bálsamo de caléndula para heridas superficiales, otro con infusión de tila para calmar el insomnio, y un tercero con pétalos de rosa en aceite para masajes. Cada frasco llevaba una etiqueta escrita a mano, con su letra inclinada y sencilla.
—Esto será suficiente para el puesto de hoy —murmuró para sí, atándose el cabello en una trenza baja.
Su abuela solía decir que los días comunes eran los más importantes. Y Ayla, con el tiempo, había aprendido a amarlos.
---
Caminó hasta la plaza central con una cesta en cada brazo. Algunos la saludaban desde las ventanas, otros desde sus pequeños huertos. En la aldea, todos conocían a Ayla: la muchacha de los remedios, la de la sonrisa suave, la que llevaba flores en las mangas y sabía cuál infusión te ayudaba a dormir sin pesadillas.
Su puesto era sencillo. Una mesa de madera que instalaba junto a un roble viejo. Sobre ella colocaba sus productos, con cuidado casi ceremonial. Los organizaba por uso, no por precio: lo que era para calmar, iba al centro. Lo que era para fortalecer, a la derecha. Lo que era para sanar la piel, a la izquierda. Como un mapa emocional.
—¡Ayla! —gritó una voz familiar.
Era Lian, la niña de trenzas revueltas y rodillas raspadas que vivía cerca del molino. Aparecía cada vez que podía, sobre todo cuando Ayla traía jabones aromáticos o bolitas de cera perfumada.
—¿Hoy trajiste los de lavanda?
—Sí, y uno de canela para los días fríos.
—¡Mi abuela dice que hueles como un jardín ambulante!
Ayla rió mientras le ofrecía una muestra. A cambio, Lian le regaló una piedra con forma de corazón.
Así funcionaban las cosas en la aldea: a veces se pagaba con monedas, a veces con fruta, otras con una historia o una ayuda.
---
Al rato, llegó el herrero, con sus manos grandes y la voz grave.
—¿Tienes algo para el dolor de espalda? —preguntó mientras dejaba unas monedas sobre la mesa—. Llevo tres noches sin dormir bien.
—Infusión de corteza de sauce. No es mágica, pero ayuda. Y una cucharadita antes de acostarte, nada más.
Mientras envolvía el paquete, Ayla le recomendó también una serie de estiramientos que Tiel le había enseñado semanas atrás. El herrero le dio las gracias y se marchó, no sin antes decirle que su hermana quería que Ayla decorara con flores secas su boda próxima.
—Pásate por la casa esta semana. Ella lo quiere sencillo, pero bonito.
---
La mañana avanzó entre clientes, charlas cortas y el aroma constante de flores y hojas secas. Ayla disfrutaba esos momentos. Aunque no eran emocionantes ni mágicos, tenían algo real que la hacía sentirse parte de algo más grande.
Cuando el reloj del campanario marcó el mediodía, Ayla sacó una manzana de su bolso y se sentó en el borde de la fuente a comer. Desde ahí veía el puesto, los niños corriendo, a dos ancianos peleando por una partida de damas, y a un gato que se subía sin permiso al mostrador para olfatear un frasco de bálsamo.
—¡Oye! —le dijo con dulzura al gato, que la miró con total indiferencia.
—¡Ese gato cree que todo el pueblo es suyo! —gritó la panadera desde su tienda—. Si lo ves husmeando pan, hazlo correr.
—Él no corre. Flota con arrogancia —respondió Ayla, y todos rieron.
---
Por la tarde, Tiel apareció con un cesto de pan y queso que había conseguido a cambio de arreglar un banco en la plaza.
—¿Qué tal la venta?
—Bien. Tres ungüentos, seis infusiones y nueve conversaciones.
Tiel sonrió.
—¿Las conversaciones se venden ahora?
—Valen más que las monedas, a veces.
Comieron juntos en el banco bajo el roble. No hablaron mucho. No hacía falta.
---
Al volver a casa, el sol ya estaba bajo, y el cielo comenzaba a teñirse de violeta. Ayla acomodó los frascos no vendidos en el estante de madera que su abuela había mandado a hacer años atrás. Junto a él, aún colgaba la manga tejida que la anciana le hizo, esa que ocultaba el dibujo de su brazo.
No se la había puesto ese día. Ni el anterior. En el fondo, sentía que ya no necesitaba ocultarse tanto.
Encendió una lámpara de aceite y se sentó a escribir en su cuaderno de registros. No sobre deseos, sino sobre personas:
> “Lian me regaló una piedra con forma de corazón. Dice que huele mejor que los jabones. El herrero volverá pronto. Me pidió una mezcla para su hermana, la que se casa. Tiel trajo pan. Le conté que me siento en paz estos días. Creo que no me creyó del todo, pero sonrió igual.”
Cerró el cuaderno y lo dejó junto a la tetera.
Ese día no había tocado una sola flor del claro.
Y sin embargo, sentía que algo dentro de ella seguía floreciendo.