El claro respiraba con lentitud.
Desde que Ayla tocó la flor lila y aceptó —aunque solo un poco— el deseo de Tiel, algo en el jardín había cambiado.
Las flores no brillaban más ni menos, pero parecían menos lejanas. Menos indiferentes.
Y, sin embargo, una nueva flor apareció.
No creció con el rocío.
Ni con la luz del sol.
Simplemente estaba allí, una mañana, en el centro exacto del claro, como si hubiera caído del cielo.
Oscura. Roja como vino espeso. Sus bordes eran oscuros, casi negros, y su aroma era intenso, invasivo, como algo demasiado dulce que se pudre al poco tiempo.
Ayla la miró sin acercarse.
Esa flor no era como las otras.
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Pasó horas sin tocarla.
Sabía que podía no hacerlo. Que tenía el derecho —el deber tal vez— de ignorar algunos deseos.
Pero también sabía que, si no lo hacía ella, nadie más lo haría.
Los deseos sin atender se transformaban. En peso. En daño. En cadenas invisibles para quien los había hecho.
Finalmente, al caer la tarde, se arrodilló frente a la flor roja y alargó la mano.
El contacto fue como una puñalada sorda.
Una imagen. Una voz interna.
Una frase:
> “Quiero hacerle daño a quien me traicionó.”
Ayla se quedó congelada.
Vio un rostro entre sombras. No lo reconoció. No hubo nombre, ni contexto. Solo un eco de rabia, un deseo visceral que se había hundido tan profundamente en su autor que ya no sabía si lo había pensado en voz alta o lo había soñado.
Pero el deseo estaba vivo.
Y estaba allí.
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Los días siguientes, Ayla cambió.
No era la primera vez que un deseo oscuro se manifestaba. Pero había algo diferente en este. No era rencor común, ni dolor que buscaba sanar.
Era algo crudo. Puro resentimiento.
Intentó rastrear su origen. Preguntó sutilmente a los aldeanos, escuchó conversaciones al pasar, estudió las flores que ya había registrado. Nada coincidía.
Y mientras tanto, empezó a actuar con más secretismo.
Se ausentaba más del pueblo. Evitaba a Tiel.
Otra vez.
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—¿Otra vez estás huyendo de mí? —preguntó él un día, con un susurro firme, cuando la encontró de regreso del bosque, con tierra en las manos y los ojos cargados de insomnio.
Ayla no respondió.
—¿Qué estás haciendo, Ayla? ¿Qué pasa?
Ella levantó la mirada.
Tenía que elegir entre protegerlo o decirle la verdad.
—No puedo contarte.
—¿No puedes o no quieres?
—Ambas. —Su voz fue apenas un soplo—. Hay cosas que... que no puedes entender sin verlas. Y no quiero que veas esto.
—¿Esto qué?
Ella calló.
—¿Tiene que ver con el claro? —Tiel avanzó un paso, con el ceño fruncido—. ¿Con un nuevo deseo?
Ella asintió con los labios apenas. Era suficiente.
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El silencio se volvió una cuerda tirante entre los dos.
Tiel no presionó más esa noche, pero su mirada se llenó de sombras.
Y Ayla… Ayla se sintió dividir por dentro.
¿Qué pasaba si el deseo de dañar encontraba su camino? ¿Y si ella no lo detenía? ¿Y si sí lo detenía, pero Tiel pensaba que se estaba volviendo alguien oscura, alguien peligrosa?
¿Qué valía más? ¿La pureza de lo que tenían o su deber con las emociones que la gente no podía cargar?
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La flor roja comenzó a marchitarse un poco.
Eso era una señal: el deseo estaba cambiando. Transformándose. No sabía si para bien o para mal.
Hasta que llegó.
Una mujer. Forastera.
De un pueblo vecino.
Se presentó como Leira, buscaba bálsamos, dijo, pero sus ojos eran otros.
Llevaba en el rostro un dolor antiguo y mal resuelto.
Y cuando sus dedos rozaron el borde del puesto de Ayla, ella supo.
Era ella. La autora del deseo.
—¿Tú hiciste un deseo? —preguntó Ayla en voz baja, apartándola un poco del bullicio del mercado.
La mujer asintió.
—No sabía que alguien lo sabría —dijo—. Pero lo hice. Deseé... que alguien sufriera como yo. Me traicionó. Y lo odié por eso. Aún lo odio.
—¿Y ahora?
—No sé. Estoy cansada.
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Ayla escuchó. No ofreció respuestas.
Solo infusiones que limpiaban la mente.
Aceite de lavanda para dormir sin pesadillas.
Leira se marchó sin una promesa de solución, pero más ligera.
Y en el claro…
La flor roja se deshizo en polvo esa noche.
No por haber cumplido el deseo. Sino porque ya no era necesario.
El deseo de daño no se había cumplido.
Pero tampoco se había podrido.
Se había transformado.
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Tiel apareció al día siguiente.
—¿Ya terminó?
—Sí.
—¿Hubo daño?
—No. Pero pudo haberlo.
Tiel la miró largo rato.
—No quiero ser un obstáculo en lo que haces. Pero me cuesta entenderte cuando me alejas así.
—Lo sé. Y no es justo para ti. Pero hay cosas que son mías —dijo ella—. No para ocultártelas, sino para protegerte. No quiero que te manches con lo que yo cargo.
Tiel se acercó y tocó su brazo, con suavidad.
—No me importa ensuciarme si eso significa que sigues siendo tú.
Ella parpadeó.
Y esta vez, su sonrisa no fue falsa.
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Esa noche, el claro no floreció ni se iluminó.
Pero el suelo pareció más cálido.
Y en el rincón donde solían crecer las flores viejas, una nueva y pequeña brotó:
Pétalos de gris perla.
Sin aroma.
Sin urgencia.
Un deseo simple:
> “Quiero aprender a perdonar.”
Ayla lo miró, y por primera vez en mucho tiempo, no sintió que estaba sola en su tarea.
Porque no lo estaba.