Capítulo 22: Los Guardianes del Claro (según Tiel)

El sol había salido tímido aquella mañana, apenas asomándose entre las ramas como si también quisiera ir despacio. El rocío tardó en evaporarse, y el aire tenía esa quietud suave de los días en que todo parece dispuesto a crecer sin prisa. Ayla se estiró en su cama, todavía con la fragancia de lavanda impregnada en la almohada. No soñó nada que recordara, pero despertó con una serenidad que no siempre la acompañaba. Era uno de esos raros días sin urgencias.

Bajó a la cocina. El fuego ya estaba encendido, lo que solo podía significar una cosa: Tiel había llegado temprano otra vez. El aroma a pan tostado y canela flotaba en el aire, y en la mesa había tres tazas, no dos.

—¿Empezamos a servir desayuno para los cuervos también? —bromeó Ayla mientras entraba.

—¡Justo te iba a despertar! —dijo Tiel con esa sonrisa suya, mitad travesura, mitad ternura—. Tenemos invitado. Bueno… semi-invitado. Yo lo arrastré.

Evan estaba ahí, sentado con cierta incomodidad, las manos en el regazo y la espalda recta como si esperara que alguien le dijera que no pertenecía. Llevaba una camisa demasiado grande, seguramente prestada por Tiel, y miraba su taza con la concentración de quien teme romper algo si se mueve.

Ayla no dijo nada al principio. Solo le puso un poco más de miel en la infusión y se la alcanzó sin preguntar.

—Gracias… —murmuró él, sin alzar la vista.

Desayunaron entre silencios cómodos y algunas observaciones meteorológicas exageradas por Tiel (“si sigue así, los tomates van a desarrollar pies y nos van a abandonar”). Ayla observaba, con esa forma suya de mirar que no incomodaba, pero que notaba todo. Evan ya no se escondía detrás de su capucha. Sus ojos seguían tristes, pero no eran los mismos de hacía una semana. Había empezado a asomarse a sí mismo, aunque fuera de puntillas.

—Entonces —dijo Tiel de pronto, apoyando las manos en la mesa como si estuviera a punto de anunciar una misión épica—, propongo oficialmente que incorporemos a Evan al equipo.

—¿Al equipo? —preguntó Ayla, arqueando una ceja.

—¡Exacto! A partir de hoy, somos los Guardianes del Claro. Nombre tentativo, por supuesto. Acepto sugerencias. Pero necesitamos estructura, visión, estrategia... y un logo.

Evan se rió por lo bajo, sorprendido de sí mismo.

—¿Guardianes de qué? Si ni siquiera sé cómo funciona todo esto.

—Ah, detalle menor —respondió Tiel agitando una mano—. Yo tampoco lo sabía. Y mírame ahora: soy el vicepresidente interino de logística emocional. Ayla es la directora general. Tú podrías ser… el aprendiz de campo.

—¿Y qué hace un aprendiz de campo? —preguntó Evan, ya sonriendo un poco más.

—Observa. Aprende. Y da buenos abrazos si hace falta.

Ayla fingió un suspiro.

—Y yo que creía que esto era un jardín mágico secreto…

—¡Lo sigue siendo! Solo que ahora tiene junta de dirección.

Evan aceptó. No con palabras, pero sí con la forma en que se quedó el resto del día.

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Pasaron la mañana en el invernadero. Ayla enseñó a Evan a identificar las hojas de bálsamo y a no confundirlas con las de borraja (“una te calma, la otra te puede dar sueño durante tres días”). Tiel, por supuesto, se distrajo intentando enseñarle a un pájaro a silbar una melodía inventada.

Ayla les dio tareas pequeñas. Regar flores, clasificar semillas, cortar ramitas para tinturas. No necesitaban hacer grandes cosas. Lo importante era que Evan comenzara a sentirse útil, parte de algo.

Y él lo intentaba. Se detenía a oler cada flor. Escuchaba con atención. Preguntaba poco, pero lo anotaba todo. Su libreta —una que Ayla le había regalado— se iba llenando de pequeños apuntes, dibujos torpes de raíces, frases sueltas como:

> “No todas las plantas crecen al mismo ritmo. Algunas esperan.”

> “Si una flor se inclina, no significa que esté muriendo.”

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Después del almuerzo, salieron a caminar hasta el borde del claro. Ayla evitó acercarse demasiado al círculo de flores de los deseos. Sentía que, por hoy, era mejor no tocar ninguna. El claro también merecía descansar.

Evan, sin embargo, se quedó mirando un punto en la hierba, donde los pétalos de una flor lila se habían caído y secado lentamente. No dijo nada, pero su rostro cambió. Se sentó al lado, como si hiciera guardia.

Tiel, que lo observaba desde una distancia prudente, se acercó y se sentó junto a él.

—¿Sabes algo? —le dijo—. A veces, cuando estás demasiado cerca de algo, no ves cómo florece. Pero los otros sí lo ven.

Evan bajó la vista.

—No sé si estoy listo para esto.

—Nadie lo está —respondió Tiel—. Ni siquiera Ayla. ¿Has visto cómo se le fruncen los labios cuando tiene que hablar de sus sentimientos?

Evan rió otra vez, un poco más alto esta vez.

Ayla, que los había oído perfectamente desde detrás de unos arbustos, sacudió la cabeza, sonriendo para sí.

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Al caer la tarde, regresaron con las manos manchadas de tierra y el corazón, aunque ninguno lo admitiría, un poco más liviano.

En la cabaña, Tiel sacó tres cintas de tela. Había bordado a mano pequeños símbolos en cada una: una flor abierta, una estrella caída, y una hoja en espiral.

—Es para nuestro equipo. Un recordatorio. Cada uno lleva lo que representa.

—¿Y qué representa esto? —preguntó Evan, tocando la suya.

—La espiral. Movimiento lento, pero constante. Vas hacia dentro, pero también hacia afuera. Como tú.

Ayla miró la suya: la estrella caída.

—¿Y esto?

—Tú haces brillar lo que los demás desechan. Encuentras luz en las cosas rotas. Y nos enseñas a no tenerle miedo a la tristeza.

Ella no respondió. Solo bajó la vista y acarició la tela con los dedos.

Tiel levantó la suya, la flor abierta.

—Y esta es porque yo soy claramente el más simpático.

Evan soltó una carcajada. Ayla también.

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Esa noche, el claro pareció más luminoso. No porque hubiera más flores, sino porque, por primera vez en mucho tiempo, Ayla no se sintió sola allí.

Ahora eran tres.

Una maga que cargaba secretos,

un muchacho que aprendía a perdonar,

y un hombre que reía como si pudiera sostener al mundo con una sola mano.

Los Guardianes del Claro, como diría Tiel.

Aunque, en el fondo, ninguno de ellos se creía un guardián de nada.

Solo estaban intentando vivir.

Juntos.

Y a veces, solo eso basta para que algo florezca.