La lluvia había cesado durante la madrugada, dejando sobre la aldea un olor a tierra limpia y a promesas nuevas. Las nubes seguían bajas, como si quisieran abrazar los tejados, y el cielo se pintaba en tonos de gris suave que parecían invitar a no tener prisa. La cabaña de Ayla respiraba esa calma. Desde dentro, se escuchaban los murmullos del fuego y el suave golpeteo de los utensilios de cocina.
Evan se encargaba del desayuno esa mañana. No porque supiera hacerlo especialmente bien —había quemado ya dos tostadas y confundido el azúcar con la sal en más de una ocasión—, sino porque Ayla le había dicho que el ritual de preparar algo para otros también curaba. Él había protestado, claro, pero ahí estaba, revolviendo una olla con esmero, con la lengua entre los dientes y el ceño fruncido, como si de eso dependiera la salvación del mundo.
Tiel observaba desde la mesa, riendo en silencio, dejando que Evan se tomara su tiempo. Tenía una manzana en la mano y jugaba a lanzarla al aire sin que se cayera. Ayla entró desde el jardín, sacudiéndose el agua del cabello. Llevaba en brazos un ramo de flores frescas: equináceas, verbena, un poco de menta. Su aroma precedía sus pasos.
—Si alguien menciona otra vez la palabra “equipo”, me veré obligada a desaparecer misteriosamente —dijo, dejando las flores sobre la mesa.
Tiel no perdió el ritmo.
—¿Y perderte a ti como directora general? Imposible.
Evan sonrió desde su rincón.
—¿Y yo qué soy ahora? ¿Encargado del desayuno emocional?
—Eso y aprendiz del fuego —replicó Tiel—. A juzgar por el humo, estás avanzando rápido.
Ayla dejó escapar una carcajada suave. Esa clase de bromas —inofensivas, sin peso, pero llenas de cariño— eran nuevas en su vida, y las atesoraba en silencio.
Pasaron el día entre tareas simples. Prepararon nuevas tinturas, acomodaron frascos en la pequeña tienda que Ayla mantenía a un lado de la cabaña, recogieron hojas secas del sendero que llevaba al claro. Pero fue en los momentos intermedios, en las pausas entre una actividad y otra, donde el lazo entre ellos se fue volviendo más firme.
En un momento, Ayla le enseñó a Evan cómo identificar las emociones en el color de ciertas flores silvestres. Él la escuchaba con los ojos bien abiertos, como si ella fuera un libro que por fin se animaba a leer despacio.
—La tristeza no siempre es azul, ¿sabías? A veces se esconde en los tonos cálidos —dijo ella, sosteniendo una flor anaranjada entre los dedos—. Como si quisiera pasar desapercibida, pero aún así pedir ayuda.
Evan asintió. Lo entendía más de lo que podía explicar.
Mientras tanto, Tiel construía una especie de columpio improvisado entre dos árboles con cuerdas y tablas viejas. Dijo que era para los “descansos estratégicos del equipo”, pero todos sabían que solo quería ver a Ayla reír mientras se balanceaba, aunque fuera una sola vez.
Lo logró al caer la tarde.
Después de mucha insistencia, ella cedió, se sentó con cierto recelo y se dejó empujar. La risa que soltó fue breve pero real, y por un instante, todos se sintieron niños otra vez. Evan, desde una piedra cercana, aplaudía como si presenciara un milagro. Tiel solo sonreía, satisfecho, como quien ha ganado una apuesta invisible.
Luego encendieron una pequeña fogata, no porque hiciera frío, sino porque había algo en el fuego que invitaba a hablar. Se sentaron en círculo, compartiendo historias. Tiel habló de su primer trabajo en una ciudad donde los árboles eran solo adornos en plazas, y de cómo se prometió nunca más vivir donde no pudiera tocar la tierra. Evan contó fragmentos de su infancia: el árbol al que solía subir para esconderse, el libro que le regaló su madre y que todavía conservaba.
Ayla, en cambio, tardó. Su mirada se perdía en las llamas, en las brasas que crujían despacio. Tiel no la presionó. Evan tampoco. La dejaron estar. Hasta que, finalmente, ella habló.
—Cuando era niña… creía que podía hacer florecer cualquier cosa —dijo con voz baja, como si le costara usarla—. Pero no sabía que algunas cosas, incluso las más hermosas, tienen que marchitarse para dar lugar a otras. A veces, perder a alguien no significa que dejes de tenerlo, pero sí… que tienes que aprender a vivir diferente.
Hubo silencio. No uno incómodo, sino respetuoso. Y luego Tiel, con esa forma suya de no dejar que el dolor se sienta solo, dijo:
—Tu abuela estaría orgullosa de cómo has hecho crecer este lugar. Y no hablo solo del jardín.
Evan asintió con lentitud.
—Yo también.
Ayla no respondió. Solo cerró los ojos un instante. Y por primera vez en mucho tiempo, no se sintió culpable por llorar un poco.
Cuando la noche los envolvió del todo, se quedaron allí, en calma. No hubo promesas, ni decisiones importantes. Solo la certeza de que, aunque el mundo era grande y a veces triste, habían encontrado un rincón donde podían respirar, sanar, y ser.
Y bajo ese mismo cielo cubierto de estrellas tímidas, tres personas diferentes, heridas a su manera, seguían tejiendo algo nuevo. Algo que no tenía nombre, pero que florecía igual que las flores en el claro: silencioso, constante y hermoso.
Una amistad.
Un refugio.
Una esperanza.
Juntos.