Capítulo 24: Las preguntas que florecen

La mañana amaneció despejada, con el cielo tan azul que dolía un poco mirarlo. La luz entraba por los ventanales de la cabaña de Ayla, pintando de oro el suelo de madera y los estantes llenos de frascos, raíces secas y cuadernos abiertos. Afuera, el jardín susurraba vida: hojas mecidas por la brisa, insectos danzando entre flores, y el murmullo distante de la aldea despertando.

Evan se había levantado antes que los demás. No porque no quisiera dormir más, sino porque algo lo empujaba por dentro. Había estado dándole vueltas a muchas cosas desde que llegó, y aunque el calor de la amistad con Tiel y la ternura velada de Ayla le daban un tipo nuevo de paz, también despertaban una clase de hambre: la de entender. No solo el cómo, sino el por qué.

Encontró a Ayla en el claro.

Ella estaba sentada sobre una manta extendida en la hierba húmeda, con las piernas cruzadas y la espalda recta. Frente a ella, una hilera de flores recientes. Las tocaba una por una, muy despacio, como si les leyera un idioma que solo ella comprendía. Cuando notó su presencia, no se sobresaltó.

—¿No podías dormir? —preguntó sin mirarlo directamente.

—No. —Evan se acercó y se sentó con cuidado a su lado—. ¿Tú sí?

Ayla sonrió de lado, pero no respondió. Dejó caer la mano sobre el tallo de una flor púrpura que se abría perezosamente. Evan esperó un momento antes de hablar.

—¿Qué es el claro?

Ayla giró lentamente la cabeza hacia él. Su expresión no era de sorpresa, sino de aceptación. Como si hubiera sabido que esa pregunta llegaría tarde o temprano.

—El claro… es muchas cosas —murmuró—. Un lugar, una puerta, un secreto, un reflejo. Depende de quién lo mire y cuándo.

Evan frunció el ceño, no satisfecho con la vaguedad.

—¿Pero para ti? ¿Qué fue la primera vez que lo viste?

Ayla bajó la mirada hacia la tierra.

—Una salvación.

Se hizo un silencio. La palabra flotó entre ellos, densa y luminosa como una luciérnaga.

—Era niña. Huía de algo que no sabía nombrar… y cuando la puerta apareció frente a mí, pensé que estaba soñando. La toqué, no se abrió. No hasta que estuve lista. Después… las flores empezaron a brotar, como si siempre hubieran estado esperando que alguien las viera.

Evan jugueteó con un tallito seco entre los dedos.

—¿Y por qué nosotros? ¿Por qué yo, por qué Tiel?

Ayla lo miró, y sus ojos tenían un matiz que Evan no había visto antes. No ternura. No tristeza. Algo más profundo, más transparente.

—No lo elegí. El claro lo hizo.

—¿Entonces el claro… elige?

—No a cualquiera. No siempre. Solo cuando escucha algo. Algo verdadero. Un deseo hecho sin palabras. Algo roto que quiere encontrar su forma de nuevo.

Evan asintió lentamente.

—¿Y si lo dejamos? ¿Qué pasa si un día tú o yo nos vamos lejos? ¿Si nadie viene? ¿Si nadie lo necesita?

—No lo sé. —Ayla deslizó sus dedos sobre la tierra—. Pero he sentido cómo cambia cuando cambia quien lo pisa. Después de que mi abuela murió, por ejemplo, las flores se apagaron. Algunas dejaron de crecer. El claro… siente. Espera. Responde. Pero no creo que desaparezca. Solo dormirá, como un campo en invierno.

—¿Y la puerta? La del principio. La que no podías abrir. ¿Qué era?

Ayla tardó en responder.

—Un límite. —Su voz era baja—. Un umbral entre lo que era y lo que debía ser. Entre mi miedo y mi poder. Solo se abrió cuando dejé de temerme a mí misma.

Evan apretó el tallito entre sus dedos. Lo partió sin querer. Ayla no lo notó.

—¿Y no te pesa? —preguntó él, de pronto—. Ser la que escucha, la que ayuda, la que cumple… ¿nunca te cansas?

Ayla se quedó inmóvil un momento. Luego, asintió, muy despacio.

—Sí. A veces. Pero también… también me ha salvado. No solo el claro, no solo las flores. La gente. Sus deseos. Incluso los más dolorosos. Me han enseñado que sentir no es una carga. Es… vivir.

Evan tragó saliva. Había tantas cosas que no entendía aún. Pero en ese momento, con la luz filtrándose entre los árboles, con la voz de Ayla calmando su tormenta interior, algo se le acomodó en el pecho. Algo viejo, duro, empezó a ablandarse.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó.

Ella lo miró, y durante un instante, sus ojos brillaron como el primer rayo de sol después de la lluvia.

—Ya lo estás haciendo.

El día avanzó tranquilo. Tiel apareció más tarde con pan fresco y noticias tontas del pueblo. Compartieron una comida al aire libre, entre risas y silencios, y cuando cayó la tarde, Evan volvió a pensar en todas esas preguntas que había traído al claro. No todas tenían respuesta. Algunas, quizás, nunca la tendrían.

Pero estaba bien.

Porque tal vez las preguntas, como las flores, no estaban allí para ser resueltas de inmediato, sino para florecer en su tiempo, una por una.

Y él… él ya no estaba solo para esperarlas.