Capítulo 25: Cuando el tiempo se detuvo

El bosque estaba en silencio, de ese silencio espeso que no nace de la ausencia de sonido, sino de su contención. Como si todo —las ramas, la tierra, el aire— contuviera la respiración. Ayla, más joven, con las rodillas raspadas y el cabello enmarañado por la carrera entre zarzas, miraba la puerta.

Había llegado allí corriendo, huyendo del miedo. No un miedo físico, no una bestia ni una tormenta, sino ese otro que se instala en el pecho cuando se siente que no se pertenece en ningún lado. La abuela la había llamado “diferente” con voz temblorosa, y los aldeanos habían dejado de mirarla a los ojos. Los niños ya no querían jugar con ella desde que la vieron hablar con un cuervo que parecía responderle.

Había algo dentro de ella que brillaba raro, como un hilo invisible entre las costillas, que se tensaba con los sentimientos de otros, con las palabras que no se decían, con los sueños que nadie confesaba. Y ese día, con las manos manchadas de barro y la garganta ardiendo por no llorar, la vio: la puerta.

No tenía bisagras ni marco. Estaba allí, en medio de un claro vacío, erguida como si hubiera crecido desde el suelo como un árbol.

Ayla se acercó. No era de madera ni de piedra, sino de algo más antiguo: una materia que parecía absorber la luz sin oscurecerse. Extendió la mano. Al tocarla, sintió un escalofrío que no era miedo. Era memoria.

La puerta no se abrió.

Ella volvió los días siguientes. A veces llevaba flores que encontraba, otras solo preguntas. Pero la puerta nunca respondía.

Hasta que lo conoció.

Fue una tarde, cuando el sol ya casi no calentaba y la niebla empezaba a descender. Ayla estaba sentada frente a la puerta, hablándole como solía hacer, cuando una voz profunda y serena resonó a su espalda.

—No insistas. No se abre por fuerza ni por costumbre.

Se levantó de golpe, alerta, y lo vio. Era alto. Muy alto. El cabello blanco, los ojos oscuros como obsidiana, pero sin malicia. Vestía una capa hecha de retazos de tela de diferentes épocas, como si hubiera caminado siglos para llegar hasta allí. Lo miró con recelo, pero no huyó.

—¿Quién eres?

—Muchos me llaman Tiempo. Otros me han olvidado. Tú puedes llamarme como quieras.

Ella entrecerró los ojos.

—¿Vienes por mí?

Tiempo sonrió, pero era una sonrisa triste.

—No. Pero te he estado observando. Te acercas a una puerta que no sabe si puede abrirse. Porque tú misma no sabes si deseas cruzarla.

—Quiero entrar —dijo Ayla sin dudar.

—¿Para qué?

Esa pregunta la desarmó. Ayla miró la puerta, la tierra, sus propias manos sucias.

—Quiero… entender. Quiero saber qué soy. Quiero no tener miedo.

Tiempo asintió, como si esperara esa respuesta desde hacía siglos.

—Entonces escucha: esta puerta no lleva a otro lugar, sino a otra versión de ti. Una que recuerda quién es. Para cruzarla, no tienes que empujar. Solo aceptar.

—¿Aceptar qué?

—Tu dolor. Tu don. Tu verdad.

Ayla frunció el ceño. Era mucho para una niña que apenas entendía lo que sentía. Pero también era la primera vez que alguien hablaba como si no estuviera rota.

—¿Tú la cruzaste?

Tiempo se volvió hacia la puerta. Sus ojos parecieron llenarse de años.

—Yo la creé. O quizás ella me creó a mí.

Entonces le ofreció la mano.

—¿Quieres intentarlo?

Ayla dudó. No por miedo, sino porque sintió que lo que venía después ya no le permitiría volver a ser solo una niña.

Pero igual asintió. Tomó su mano.

Tiempo no la empujó. Solo la acompañó cuando dio un paso hacia la puerta y la tocó con la palma abierta, sin pedir permiso, sin preguntar.

La superficie brilló.

Y por primera vez, se abrió.

No con ruido. No con luz cegadora. Se abrió como se abre el alma cuando deja de protegerse. Silenciosa. Íntima.

Del otro lado, Ayla no encontró un jardín ni un mundo mágico. Encontró el claro… como si nada hubiera cambiado. Pero algo era distinto. El suelo olía más fresco. Las flores, antes invisibles, empezaron a brotar a su alrededor. Pequeñas, tímidas, como si despertaran por su presencia.

—¿Qué es esto? —preguntó.

Tiempo se agachó a su lado y tocó una flor que se abría lentamente.

—Son deseos. No tuyos. De los demás. De aquellos que no saben pedir lo que necesitan. Tú los escuchas. Ahora podrás ayudarlos a florecer.

—¿Por qué yo?

—Porque tú no huyes de lo que duele.

Ayla miró las flores. Algunas eran tan pequeñas que parecían suspiros. Otras, oscuras y densas como secretos viejos.

Y una de ellas, en el centro del claro, tenía los colores de la flor que su abuela siempre llevaba en el delantal. Se arrodilló. La tocó. Y vio, por un instante, a su abuela más joven, con lágrimas en los ojos, deseando poder perdonarse algo que Ayla no entendía del todo.

—¿Esto es real?

Tiempo la observó.

—Lo que sientes, lo que haces con ello… siempre ha sido real.

Entonces la puerta se desvaneció detrás de ella, como si nunca hubiera estado allí. Pero Ayla ya no la necesitaba.

Se levantó, con la flor aún en la mano.

Y por primera vez, no tuvo miedo.