Capítulo 27: Donde nacen las raíces invisibles

El cielo estaba cubierto, pero no amenazaba tormenta. Era uno de esos días grises, templados, que parecían suspender el mundo entero en un suspiro largo. Ayla caminaba de regreso desde la aldea, con la cesta llena de encargos cumplidos y otros por cumplir: infusiones, bálsamos, pequeños amuletos que tejía con ramas de laurel y pétalos secos. Cada objeto llevaba un pedacito del claro, un pedacito de ella.

Pero algo se sentía diferente. Un susurro en la piel, un peso en la nuca que no era físico. Una vibración tenue que se instalaba justo donde la respiración se vuelve pensamiento. Lo reconoció. El claro la llamaba. No como siempre. No con la urgencia de un deseo nuevo. Sino… con algo más profundo. Algo que no había sentido antes.

Aceleró el paso. Cruzó el sendero del bosque, esquivando raíces y ramas bajas que parecían crecer más rápido de lo habitual. Cuando llegó al borde del claro, el corazón se le detuvo un instante.

Había alguien.

No era Tiel. No era Evan. Tampoco un aldeano perdido.

Era... ella.

Una figura idéntica a ella misma, de pie junto al círculo de flores. Misma altura, mismo cabello. La ropa era más antigua, más sencilla, con manchas de tierra en los dobladillos. Pero la mirada... la mirada era la suya. La de antes. La que había tenido cuando aún no entendía que las flores hablaban y que los deseos tenían peso.

Su reflejo no se volvió de inmediato. Tocaba con la yema de los dedos una flor que Ayla no había visto nunca. No estaba allí antes. Era negra. Negra como el espacio entre las estrellas, con vetas plateadas que pulsaban como pequeños latidos.

Ayla dio un paso. La otra se giró lentamente. No sonreía. Tampoco parecía hostil. Solo la observaba con unos ojos que eran espejos, pero no devolvían su reflejo actual, sino uno que ya no era. Uno que tal vez nunca había dejado de existir.

—¿Qué eres? —susurró Ayla, aunque una parte de ella ya lo intuía.

La otra inclinó la cabeza.

—La pregunta es qué eres tú.

El viento se arremolinó. Las hojas bailaron alrededor del claro. La flor negra pareció temblar bajo el peso de su propia existencia.

—Esto no es un deseo. —Ayla lo supo de inmediato—. No es de nadie.

—Es de todas las partes que has negado. —respondió la figura con su misma voz, pero más suave. Más antigua. Más honesta.

Ayla sintió que algo se le apretaba en el pecho. Dio otro paso.

—¿Por qué ahora?

La otra no contestó. En cambio, extendió la mano y señaló el centro del claro, donde una grieta minúscula, apenas perceptible, se abría entre las raíces. Era como si la tierra misma se hubiera agrietado, respirando.

—El claro sostiene deseos. —dijo la figura—. Pero nunca te preguntaste qué sostiene al claro.

El mundo pareció detenerse.

Ayla parpadeó.

—¿Qué...?

La otra sonrió, pero era una sonrisa quebrada.

—El claro es un reflejo. De ti. De tu abuela. De todas las que vinieron antes. De todas las que cargaron lo que otros no querían cargar. No es eterno. No es inmune. No sobrevive sin ti.

La grieta se hizo un poco más visible. Desde ella emergía un hilo de luz... y otro de sombra. Se enredaban, se repelían, se abrazaban y volvían a separarse.

—Tu tristeza no desapareció, Ayla. Solo la sembraste aquí. Y mira lo que ha crecido.

Ayla dio un paso atrás. La respiración se le hizo breve.

—No... —susurró—. No puede ser. Yo... yo sané. Lo hice. He ayudado a otros. Lo he hecho bien.

La figura negó con la cabeza, lenta, casi con pena.

—No se trata de bien o mal. Nunca se trató de eso. El claro no es solo un lugar donde ayudas a otros a enfrentar sus deseos. Es donde escondiste los tuyos. Es donde entierras lo que no quieres mirar.

Las palabras cayeron como piedras en el agua.

Ayla sintió cómo la realidad a su alrededor titilaba, como si el claro mismo respirara con dificultad. Las flores más viejas, las que estaban desde siempre, parecían apagarse un poco. Las más jóvenes brillaban, confundidas entre la belleza y el agotamiento.

La otra Ayla caminó hacia ella. El mismo paso. La misma sombra. Se detuvo a escasos centímetros.

—Tarde o temprano, todo lo que siembras... florece. Incluso lo que creías que habías olvidado.

Y con eso, tomó su mano y la llevó hacia la flor negra. Ayla tembló. No quería. No quería saber qué había allí. No quería... pero ya no podía huir de sí misma.

Sus dedos rozaron los pétalos.

Y lo sintió.

Dolor. Un dolor tan antiguo que no tenía palabras. La sensación de ser demasiado. De sentir más de lo que cualquier niño debía sentir. La soledad de las noches donde ni la voz de su abuela alcanzaba para calmar el nudo en el pecho. El miedo. No a los demás. No a los poderes. A ella misma.

Las lágrimas brotaron sin permiso. No eran de ahora. Eran viejas. Guardadas. Postergadas.

La otra Ayla apretó su mano.

—No estoy aquí para herirte. Estoy aquí porque ya no puedes seguir olvidándome. No sin que algo se rompa de verdad.

El claro entero pareció emitir un susurro. Un temblor. No de destrucción. De cambio.

Ayla cayó de rodillas. Dejó que la flor negra se deshiciera entre sus dedos. Sus pétalos se convirtieron en polvo plateado, que se disolvió en el aire y se mezcló con la tierra.

Cuando levantó la mirada, la otra ya no estaba. O tal vez... nunca estuvo fuera de ella.

Solo quedaba el claro.

Respirando.

Más verdadero que nunca.

Y ella.

Con el pecho abierto. Con el dolor nombrado. Y con la certeza, casi nueva, de que incluso las raíces invisibles... también son parte del jardín.

Incluso las que crecen en la oscuridad.