La noche no era noche del todo.
Era algo más antiguo. Algo suspendido entre lo que existe y lo que apenas se recuerda. Oscuridad sin peso, sin frío, sin amenaza… solo silencio que respira.
Y dentro de ese silencio, alguien caminaba.
Sus pasos no hacían ruido. Sus pies desnudos apenas rozaban el suelo cubierto de pétalos dormidos. Las flores no se mecían a su paso. No se abrían. No despertaban.
Porque en este sueño, las flores no crecen.
La niña —porque era una niña, aunque su sombra a veces pareciera demasiado alargada para su cuerpo pequeño— tenía el cabello recogido en dos trenzas desordenadas, y una túnica blanca que parecía hecha de papel viejo y viento. Sus ojos eran de un color difícil de nombrar, como si en ellos flotaran todos los colores de un amanecer que nunca llegó.
Caminaba con la calma de quien ya no espera nada, pero aún busca.
A su alrededor, el claro era otro. El mismo… pero diferente. Sin luz. Sin color. Como si el tiempo se hubiera ido a dormir y se hubiera olvidado de encender el día.
La niña se detuvo frente a una flor marchita. Se inclinó y la tocó con cuidado. Su dedo dejó un leve resplandor en el pétalo seco, pero no lo revivió.
—Aún no… —susurró. Su voz era leve. No como la de alguien que teme, sino como quien ya ha hablado mucho en vano.
Siguió caminando.
Al fondo del claro, donde en el mundo de los despiertos habría una cabaña, había solo niebla. No niebla fría, ni espesa, sino una especie de ausencia blanca, como un velo tejido con olvido.
Allí, de pie como un árbol que jamás ha caído, estaba la figura de luz.
No tenía rostro. No tenía forma fija. Era como una silueta hecha de constelaciones rotas, de hilos brillantes que se movían con cada suspiro del viento que no existía. Pero había algo en su presencia… algo familiar.
La niña se detuvo.
La figura la observó, o eso parecía. No tenía ojos, pero su atención era nítida, pesada como una promesa.
—Volviste —dijo la figura, con una voz que era todas las voces y ninguna.
La niña asintió.
—No puedo quedarme mucho tiempo. Me están olvidando.
La figura no se movió. El claro tembló levemente, como si algo invisible hubiera inhalado con fuerza.
—Aún hay una raíz —respondió la figura—. Una que recuerda. Aunque no sepa que lo hace.
—¿Ella?
—Sí.
—¿Y tú? —la niña alzó la barbilla, desafiante a pesar de su pequeño cuerpo—. ¿Sigues soñando con nosotros?
La figura pareció apagarse un instante. Luego volvió a brillar.
—No sueño. Yo soy el sueño.
La niña entrecerró los ojos.
—Entonces… ya casi es hora, ¿verdad?
La figura titiló. Como si dudara. Como si doliera.
—Sí. Ya no queda mucho tiempo.
Un silencio se alzó entre ambos. Pero esta vez no era un silencio vacío, sino uno lleno de todo lo que no se decía. El claro parecía escucharlos. Aunque no entendiera, aunque no pudiera intervenir.
La niña dio un paso más cerca.
—¿Ella podrá con lo que viene?
—No sola.
—¿Y ustedes se lo dirán?
—No todos los secretos florecen a la vez —respondió la figura—. Algunos necesitan grietas más profundas.
La niña bajó la cabeza. Una lágrima, brillante como un fragmento de luna, resbaló por su mejilla y cayó sobre la tierra muerta. Donde tocó el suelo, una pequeña flor blanca nació de la nada. Pálida. Temblorosa. Pero viva.
—Una última señal —dijo ella—. Por si me olvido del camino de vuelta.
La figura extendió una mano tejida de luz, pero no la tocó.
—Entonces aún queda esperanza.
Y con eso, el sueño se deshizo.
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Ayla despertó de golpe.
Su respiración era irregular. El corazón le palpitaba con fuerza, como si hubiera corrido entre árboles invisibles. El interior de la cabaña estaba en penumbra. Evan dormía en una colchoneta improvisada junto a la puerta. Tiel roncaba muy bajo, con la cara cubierta por un pañuelo. Todo parecía igual.
Pero no lo era.
Ayla se levantó en silencio y salió. El claro dormía, tranquilo, mecidas sus flores por el viento nocturno.
Solo que… algo brillaba.
Al borde del círculo central, una flor blanca.
Jamás la había visto antes. No pertenecía a las flores que conocía. No tenía el aroma de los deseos humanos, ni la textura de un recuerdo común. Era más… antigua. Como si viniera de un jardín que ya no existía.
Ayla se arrodilló junto a ella. Al tocarla, una punzada le recorrió el pecho. No de dolor, sino de reconocimiento. Como cuando alguien dice tu nombre en un idioma que no sabías que hablabas.
La flor palpitó bajo su dedo.
Y en lo más profundo de su memoria, como un susurro entre los hilos del tiempo, escuchó la voz de una niña:
“No me olvides. Porque si tú lo haces, ya no quedará nadie.”
Ayla cerró los ojos, abrazando el temblor que recorría sus huesos. No entendía. No completamente.
Pero sabía. Algo más estaba por despertar.
Y el claro… ya empezaba a recordarlo.