Capítulo 33: Donde el claro escucha lo que no se dice

El amanecer llegó sin prisa, cubriendo el claro con una luz tenue, filtrada entre las hojas que apenas comenzaban a despertar. Los tres seguían allí, sentados en silencio, como si el tiempo les hubiera dado un respiro. Ayla, con la cabeza apoyada sobre sus rodillas, respiraba más tranquila. Evan y Tiel la observaban de reojo, intercambiando miradas que decían “¿y ahora qué?” sin necesidad de palabras.

Sabían que el peso no se había ido. Que esa sonrisa rota, aunque real, seguía escondiendo grietas profundas. Pero también sabían que por primera vez en semanas, Ayla los había dejado acercarse.

Fue Tiel quien rompió el silencio.

—¿Y si hacemos algo más? No por el claro. No por las flores. Por ti.

Ayla levantó la mirada, confundida. Sus ojos, aún rojos, parecían más claros con la luz del sol.

—¿Qué quieres decir?

Evan se adelantó, acomodándose frente a ella, con las manos sobre las rodillas, inseguro pero decidido.

—Que todo el tiempo estás cuidando los deseos de otros. Que siempre estás pendiente de que las flores no se marchiten, de que las grietas no se abran más. Pero… ¿quién cuida de ti?

Ayla bajó la mirada. Apretó los labios. Esa pregunta la desarmaba más que cualquier grieta.

—No es tan simple… —susurró—. No puedo dejarlo. Si no cuido el claro… si no mantengo el equilibrio, todo se desmoronaría. Yo soy quien sostiene esto. Nadie más.

Pero entonces, Tiel se inclinó hacia ella, su voz suave pero firme.

—¿Y si no tienes que sostenerlo sola?

El silencio se volvió espeso.

Ayla tragó saliva. Las palabras de Tiel golpearon donde más dolía. Porque, en el fondo, una parte de ella deseaba soltar. Soltar el peso, el miedo, la soledad. Pero no sabía cómo. Su abuela le había enseñado a cargar con todo, a ser fuerte, a no pedir ayuda. Y ahora que estaba sola, creía que no había otra forma.

Evan sonrió, ladeando la cabeza.

—Mira, no somos magos. Ni guardianes. Y yo, sinceramente, no entiendo la mitad de lo que pasa aquí. Pero podemos aprender. Podemos intentar. Aunque nos equivoquemos, aunque no sepamos por dónde empezar.

Tiel asintió, dándole un leve codazo.

—Exacto. No tienes que darnos el claro, solo déjanos caminar contigo dentro de él.

Ayla los miró, incrédula, y por un instante, la culpa afloró en sus ojos.

—Pero si ustedes se hieren por mi culpa… si el claro los lastima… no lo soportaría.

Evan negó con la cabeza.

—No es por tu culpa. Las grietas no nacieron de ti sola. Lo dijo Tiempo, ¿recuerdas? El claro sostiene los deseos de todos, no solo los tuyos. Y nosotros también formamos parte de este lugar, aunque no podamos verlo todo.

Ayla cerró los ojos. Recordó aquella conversación con Tiempo, la figura tejida de hilos y estrellas, diciéndole que las grietas no eran solo suyas, que el dolor que veía era el reflejo de un mundo lleno de deseos no cumplidos y heridas que nadie había sabido cerrar.

Cuando volvió a abrir los ojos, algo en su pecho se había aflojado, aunque fuera un poco.

—Está bien… —susurró finalmente—. Les enseñaré.

Evan y Tiel se miraron, sorprendidos. No porque no esperaran que dijera sí, sino porque escucharla aceptarlo, escucharla decir “no puedo sola”, era más grande que cualquier promesa.

Ayla se levantó despacio, estirando los brazos como si el cansancio de días enteros finalmente la abandonara. Su sombra aún temblaba, pero ya no caminaba tan lejos de ella.

—Primero tenemos que ir al borde este del claro. Hay flores que no deben marchitarse con la luna llena. Si se secan… los sueños de quienes las plantaron podrían olvidarse para siempre.

Evan abrió mucho los ojos.

—¿Qué? ¿Hay flores que sostienen sueños?

Tiel rió por lo bajo.

—¿Y todavía te sorprendes?

El claro pareció reír con ellos, cuando el viento agitó suavemente los pétalos. Como si, por primera vez en mucho tiempo, escuchara sus voces sin el peso del miedo.

Caminaron juntos, Ayla al frente, Evan y Tiel siguiéndola con paso torpe pero atento. El borde este estaba cubierto por helechos altos y pequeñas flores de luz azulada que palpitaban como corazones diminutos.

—Estas son las flor-luz —explicó Ayla, agachándose con cuidado—. Absorben la luz del sol, pero si el miedo las cubre, se apagan.

Tiel se arrodilló junto a ella.

—¿Y qué hacemos?

Ayla le tendió una de las flores con delicadeza.

—Solo acompáñalas. Habla con ellas. Recuerda los sueños que alguna vez tuviste y que no quieres olvidar.

Tiel tragó saliva. No sabía si podía hacer eso. No sabía si tenía sueños así de grandes.

Pero lo intentó.

—Quisiera… —susurró, cerrando los ojos—. Quisiera que ella no tuviera que sonreír cuando está triste. Quisiera… poder verla feliz sin miedo.

Cuando abrió los ojos, la flor brilló un poco más fuerte. No era mucho, pero suficiente para iluminar el claro con un tono más cálido.

Evan se quedó observando.

—¿Y si yo no sé qué decirle a una flor? —preguntó, rascándose la nuca.

Ayla sonrió, de verdad.

—No tienes que decirlo bien. Solo dilo.

Evan suspiró.

—Está bien… Quisiera que este lugar siguiera siendo hogar, aunque ya no sepa qué es un hogar.

La flor frente a él titiló, como si le respondiera con un susurro que solo él podía escuchar.

Ayla los observó, con el pecho encogido por una ternura que no recordaba sentir desde hacía mucho. Por primera vez, no era ella la que sostenía el claro. Eran ellos.

Y aunque el peso seguía allí, por un instante, fue más liviano.

Porque en ese momento entendió que el claro no necesitaba que ella fuera perfecta.

Solo necesitaba que no estuviera sola.

Cuando el sol comenzó a bajar, cubriendo el claro de tonos dorados y violetas, las flores seguían encendidas, pequeñas pero firmes. Y Ayla, sentada junto a sus amigos, permitió que el silencio la envolviera sin temor.

El viento sopló una última vez antes del anochecer, trayendo consigo un eco lejano, una voz apenas perceptible que cruzó desde la puerta:

“Las raíces no sostienen el cielo solas… pero lo sostienen igual.”

Ayla sonrió, cerrando los ojos, y por fin se permitió descansar.