Tiel no necesitó muchas palabras para notar que algo en Evan había cambiado.
Lo encontró aquella mañana junto al claro, sentado en una roca húmeda, la mirada perdida entre las ramas. Y aunque Evan le dedicó su sonrisa de siempre, esa que intentaba decir “todo bien”, Tiel no se dejó engañar.
Sabía. Lo había sabido desde hacía días. Evan también había empezado a cargar con el peso invisible que Ayla no lograba dejar atrás.
Y por primera vez, Tiel pensó que no podían seguir esperando a que ella sola lo resolviera.
—¿Qué haces aquí tan temprano? —preguntó, dejándose caer a su lado, haciendo crujir las hojas bajo su peso.
Evan suspiró.
—Pensaba. O intentaba, más bien.
Silencio.
Tiel miró el claro. No vio grietas, ni puertas misteriosas, ni flores que hablaran en silencio. Solo vio un lugar hermoso… y una tristeza que no pertenecía allí.
—No podemos quedarnos solo mirando, ¿sabes? —dijo finalmente, sin apartar la vista del claro—. Ella… siempre ha estado ahí para nosotros. Aunque no nos demos cuenta. Aunque lo oculte con esas sonrisas torpes suyas.
Evan asintió, despacio.
—Lo sé.
—Entonces hagamos algo. Lo que sea.
La idea era simple y absurda a la vez. Porque, ¿qué podían hacer ellos contra el peso que ella llevaba? ¿Cómo curar algo que ni siquiera podían ver?
Pero, tal vez, no se trataba de curar. Tal vez solo tenían que recordarle que el mundo podía ser un poco más ligero.
Y así nació el plan.
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El primer intento fue un desastre.
Tiel apareció en la cabaña con un pastel de frutas que, según él, era su especialidad. Evan dudó desde el momento en que lo vio entrar con harina en el pelo y quemaduras en las manos.
Ayla los miró, ladeando la cabeza, con una ceja levantada. Y por un segundo, casi sonrió de verdad.
Pero luego su mirada se perdió de nuevo, y el intento se desmoronó como el pastel al cortarlo.
—Gracias, chicos… —dijo ella, recogiendo las migas con cuidado, como si fueran algo frágil—. Pero estoy bien.
Mentía. Ambos lo sabían. Pero no la confrontaron. No aún.
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El segundo intento fue mejor.
Evan la convenció de dar un paseo al lago. Sin ungüentos que preparar, sin flores que ordenar, sin aldeanos pidiendo ayuda. Solo los tres.
Caminaron por senderos cubiertos de hojas secas, lanzaron piedras al agua intentando que rebotaran (y fallando estrepitosamente), y, por un rato, Ayla rió. De verdad rió. Con el cuerpo, con los ojos. Como si el viento le hubiera robado el peso que arrastraba.
Pero cuando regresaron al claro, la risa se quedó atrás, como un eco lejano.
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Entonces comprendieron que no bastaba con distraerla.
Tenían que entrar en su mundo.
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La tercera vez no hubo pastel ni paseos.
Solo Evan, Tiel… y el claro.
Esperaron a que Ayla se fuera a la aldea y, con torpeza, empezaron a limpiar el lugar. Retiraron ramas caídas, ordenaron algunas piedras del círculo, incluso intentaron enderezar un par de plantas que el viento había inclinado. No tenían idea de lo que estaban haciendo, pero lo hacían igual.
Porque este lugar era de ella. Y si no podían sanar su corazón, al menos podían cuidar lo que ella amaba.
Cuando Ayla regresó, los encontró cubiertos de barro, empapados por una lluvia inesperada, discutiendo sobre si aquella flor iba mejor a la derecha o a la izquierda del círculo.
Se quedó en silencio largo rato.
Luego dejó caer la cesta que traía. Y sin decir una palabra, se sentó en el borde del claro y se llevó las manos al rostro.
Lloró.
No esas lágrimas pequeñas que se escapan sin querer. No. Lloró como si todo lo que había contenido durante meses, tal vez años, finalmente encontrara una grieta por donde salir.
Y ellos no dijeron nada. Solo se sentaron a su lado. Evan a su derecha, Tiel a su izquierda. Sin tocarla, sin presionarla. Solo estando allí, como el claro, como las raíces que sostienen los árboles.
Cuando el llanto cesó, Ayla los miró. Sus ojos hinchados, sus mejillas húmedas, pero su sonrisa… su sonrisa esta vez sí llegó a los ojos.
—Gracias… —susurró, con la voz rota pero honesta.
Evan sonrió, sin palabras. Tiel le dio un leve empujón con el hombro, como siempre hacía cuando no quería ponerse demasiado serio.
Y por un momento, solo por un momento, las grietas dejaron de importar.
Solo quedaba el claro. Y ellos tres. Sosteniéndose en el silencio que no necesitaba explicación.
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Esa noche, mientras el viento agitaba las ramas, Evan miró el techo de la cabaña y pensó que, tal vez, no necesitaban respuestas.
Que mientras siguieran caminando juntos, aunque el camino fuera incierto, aunque el miedo estuviera ahí… bastaba.
Porque no se trataba de encontrar todas las respuestas.
Se trataba de no dejar de buscar.