Capítulo 31: Donde las preguntas también florecen

Evan nunca supo en qué momento dejó de ser un simple visitante. Lo notó cuando los pasos hacia la cabaña de Ayla ya no se sentían ajenos. Cuando el claro, con su aroma a tierra húmeda y a pétalos frescos, dejó de parecerle un lugar mágico e intocable, y se volvió… familiar.

Pero lo que jamás dejó de parecerle extraño… fue Ayla.

No en el sentido habitual. No por sus flores imposibles, ni por esa forma en la que las cosas parecían obedecerla. Sino por todo aquello que ella no decía. Por las sonrisas que no le llegaban del todo a los ojos. Por el modo en que miraba el horizonte cuando creía que nadie la observaba, como si buscara algo... o como si temiera que algo la alcanzara.

Las últimas semanas lo habían dejado aún más desconcertado. Todo desde aquel día. Desde que ella les preguntó:

“¿Ustedes también ven… las grietas?”

No. No las veía. Pero desde entonces, ya no podía dejar de buscarlas.

Ayla se había vuelto más ausente. Más callada. Seguía ayudando en la aldea, seguía preparando ungüentos y entregando flores, pero había algo en su forma de estar… como si su sombra caminara medio paso detrás de ella.

Evan lo odiaba. Odiaba esa sensación de no saber cómo alcanzarla. Odiaba esa impotencia que le encogía el pecho, ese querer decirle “Estoy aquí, ¿no lo ves?” pero no encontrar las palabras correctas.

A veces la seguía. No de manera obvia. Caminaba un poco detrás cuando ella iba al bosque o cuando regresaba de la plaza. Fingía que recogía ramas, que buscaba piedras raras —y realmente las recogía, porque después no sabía qué hacer con las manos— solo para estar cerca.

Otras veces, la observaba desde la cabaña mientras ella fingía estar ocupada moliendo hierbas que ya estaban molidas. O cuando doblaba y desdoblaba los mismos manteles tres, cuatro, cinco veces.

Ella estaba en otro lugar. No físicamente. Pero su mente… su corazón… su alma… estaban metidos en algún sitio donde ni él ni Tiel podían alcanzarla.

Y eso lo hacía sentirse… pequeño.

¿Qué es el claro, realmente?

¿Por qué existe?

¿Por qué ella?

¿Por qué yo?

Las preguntas habían empezado como un susurro, pero ahora eran una tormenta constante en su cabeza.

Aquel día, mientras Ayla permanecía dentro, él decidió acercarse al claro. Solo.

Sus botas crujieron sobre las ramas. El aire tenía ese aroma cargado que siempre le pareció a mitad de magia y mitad de tierra mojada.

Cuando cruzó el borde, el claro lo recibió… igual. O eso parecía.

Flores. Raíces. Luz filtrándose entre los árboles. Todo estaba allí.

Pero no era igual. No realmente.

Tal vez era que su mirada ya no era la misma.

Se acercó al círculo principal. Lo rodeó. Sus dedos rozaron algunos pétalos. Se preguntó por qué nunca antes se había detenido a pensar… qué sostenía todo esto.

Y ahí estaba.

La puerta.

Siempre había pensado que la puerta era solo una de esas cosas extrañas del claro. Un símbolo. Un umbral. Una rareza que Ayla nunca explicaba del todo y que él no se atrevía a preguntar.

Pero ahora… se veía diferente.

Se acercó. La tocó. La madera no estaba fría. No estaba caliente. No era madera realmente. Era como tocar un recuerdo sólido.

—¿Qué eres? —susurró, como si la puerta pudiera contestarle.

No lo hizo.

Se sentó en el borde del círculo, con las rodillas contra el pecho. Miró el cielo entre las ramas.

—¿Qué pasa si Ayla se rompe? —se escuchó diciendo, sin querer haberlo dicho. El pensamiento le salió en voz. Le tembló en la garganta.

Porque eso era lo que realmente lo asustaba. No las grietas. No el claro. No lo que no entendía.

Lo que le aterraba… era la posibilidad de perderla.

No sabía cuándo ni cómo, pero en algún punto, Ayla había dejado de ser solo “esa chica rara del claro”. Ahora era… casa.

Un tipo extraño de casa que nunca había tenido antes.

Las manos le temblaron. No sabía si por frío o por miedo. Tal vez por ambas cosas.

—No quiero que te rompas, Ayla… —susurró, cerrando los ojos.

Y el claro no respondió. Pero el viento cambió de dirección.

Evan se levantó.

No entendía cómo podía ayudarla. No sabía si podía arreglar algo. No era magia. No era deseo. No era claro. Solo era… él.

Pero eso bastaría.

Aunque fuera torpe. Aunque no supiera cómo. Aunque tuviera que aprender a caminar sobre grietas que no veía.

Se quedaría.

Se quedaría… porque así como el claro sostiene deseos… alguien tenía que sostener a Ayla.

Aunque ella aún no lo supiera.