Capítulo 30: Donde mirar también es un acto de amor

Tiel nunca había entendido del todo cómo funcionaba el claro. Lo aceptaba, sí. Lo respetaba. Lo cuidaba. Pero no lo comprendía en la misma medida en que Ayla parecía fusionarse con él, como si su existencia y la del lugar fueran dos hilos entrelazados desde mucho antes de que él llegara.

Había aprendido a moverse entre los senderos de flores, a reconocer qué pétalos no debía tocar y qué raíces debían ser bordeadas con más cuidado. Había visto deseos materializarse en formas que desafiaban todo lo que su mente lógica creía posible. Y, aún así, había partes del claro que seguían siendo un lenguaje que no podía traducir.

Hasta ahora, nunca lo había sentido... diferente.

Pero desde que Ayla les habló de las grietas, algo había cambiado. No porque él las viera —porque no las veía— sino porque Ayla... sí.

Y eso lo bastaba para que algo dentro de él se agrietara también.

La había observado en silencio los últimos días. Cómo evitaba cruzar el borde del claro. Cómo sus manos, siempre firmes, temblaban ligeramente al preparar los ramos. Cómo sonreía... pero esa sonrisa era como una flor en invierno, hermosa, pero sostenida a la fuerza.

Evan también lo notaba. Lo sabía porque, aunque el chico hablaba de trivialidades, su mirada buscaba a Ayla como si esperara que en cualquier momento desapareciera. Como si temiera que algo que no entendía se la tragara.

Una mañana, mientras Ayla aún dormía —o fingía dormir—, Tiel salió al claro. Solo.

No lo hacía a menudo. Había aprendido que ese era el lugar sagrado de Ayla. Su refugio. Su mundo. Su corazón.

Pero hoy… necesitaba entender.

El claro lo recibió con su habitual mezcla de belleza y misterio. Las flores temblaban suavemente al ritmo de un viento que parecía no tocar las ramas de los árboles del bosque exterior. Allí dentro, todo tenía otro ritmo. Otra pulsación.

Caminó despacio, siguiendo el sendero de piedras. Sus botas rozaban los pétalos, pero él cuidaba de no pisar ninguno. Al llegar al centro, donde las flores más altas rodeaban el círculo mayor, se detuvo.

Y buscó.

Pero... no vio grietas.

La tierra estaba intacta. Las raíces fuertes. Las flores, vibrantes. Tal vez algunas más marchitas que antes, pero nada que indicara un colapso.

—No entiendo... —murmuró para sí, frotándose la nuca—. ¿Qué es lo que ella ve que yo no puedo?

Cerró los ojos. Trató de sentir. No con la mirada. No con el pensamiento. Sino con algo más primitivo. Más interno.

Y entonces lo percibió. No una grieta física. No una fisura en la tierra. Sino... una tensión.

Como si el aire mismo estuviera esperando. Como si las raíces contuvieran la respiración. Como si todo el claro… aguardara algo.

Sus ojos se abrieron de golpe. El corazón le latía fuerte, apretado, como si cada pulsación le recordara que no entendía, pero que debía entender.

—Ayla... —susurró.

En ese instante, supo que las grietas que ella veía tal vez no eran para sus ojos. Porque no vivían en la tierra. No vivían en el claro. Vivían en ella. Y eso bastaba para que todo cambiara.

Apretó los puños. Sintió la impotencia cosquillearle la espalda, subirle por la garganta. No sabía cómo ayudarla. No sabía cómo alcanzar un mundo que, aunque podía tocar, nunca sería suyo del todo.

Pero también entendió algo más. Algo que le cayó encima como un rayo:

No necesitaba ver las grietas para sostenerla. Solo necesitaba estar.

Se giró. Caminó hacia la salida. Ya no con la intención de entender. Sino con la decisión de ser quien permaneciera cuando Ayla creyera que todo se derrumbaba.

Porque a veces... el verdadero acto de amor no era reparar lo roto.

Sino... ser el puente. Ser la orilla firme donde quien se hunde pueda apoyarse para volver a la superficie.

Y mientras volvía a la cabaña, mientras el claro lo despedía con ese susurro tibio que nunca entendería del todo, Tiel lo supo.

Ella podía tener grietas. El claro podía quebrarse. Todo podía temblar.

Pero él... él no se movería de su lado.