Capítulo 29: Donde hasta los sueños se quiebran

La noche se sentía más pesada que de costumbre. No era solo la oscuridad: era algo en el aire, como un susurro contenido, como un temblor que no alcanzaba a nacer del todo. Afuera, el viento arrastraba las hojas secas por el sendero, golpeando la madera de la cabaña con un golpeteo irregular, casi como si alguien tocara… o intentara entrar.

Ayla se removía en su cama. La respiración entrecortada, las manos crispadas sobre las mantas.

Soñaba.

Estaba en el claro.

Pero no era el claro que conocía. Las flores estaban… marchitas. No todas. Algunas seguían en pie, débiles, temblando como si el aire mismo las deshiciera. Las grietas cubrían la tierra como venas negras, extendiéndose, serpenteando, subiendo incluso por los troncos de los árboles que alguna vez la habían protegido.

Y en el centro… la puerta.

No como la recordaba. No misteriosa, no mística. Abierta. Vacía. Un marco a la nada. Un hueco al olvido.

Dio un paso. Y la grieta bajo sus pies se abrió como un latido herido. El suelo se quebró. Las raíces se partieron. Y de esa abertura, voces. Susurros que no eran palabras, pero que entendía con cada hueso de su cuerpo.

“No eres suficiente.”

“Nunca lo fuiste.”

“Todo esto... se rompe porque tú te rompes.”

“Tú eres la grieta.”

Ayla cayó de rodillas. Se tapó los oídos. Pero las voces no estaban afuera. Estaban dentro.

Cuando abrió los ojos… no estaba soñando.

O tal vez sí, pero no era un sueño cualquiera. Algo había cambiado. La sensación del claro… persistía. Real. Fuerte. Demasiado real.

Saltó de la cama, descalza, ignorando el frío que le mordía los pies. La respiración agitada. No buscó linterna, no buscó abrigo. Abrió la puerta de la cabaña y corrió.

El bosque a esa hora parecía otro mundo. Más oscuro, más denso, como si los árboles se cerraran, como si las ramas se alargaran para tocarla, para preguntarle a dónde iba, o para retenerla.

Pero ella no se detuvo. No podía.

Cuando cruzó el borde del claro, lo supo antes de siquiera mirarlo. La puerta estaba allí.

De pie. Erguida. Perfectamente sólida bajo la luz pálida de la luna, que apenas lograba filtrarse entre las nubes gruesas.

Las flores alrededor… parecían contener la respiración.

Ayla no lo pensó. No esta vez. Corrió hasta la puerta. La tocó. Y se abrió.

El mismo brillo tenue. El mismo latido sordo que siempre sintió cuando la cruzaba. Pero esta vez… no llevaba consigo la promesa de respuestas. Solo incertidumbre.

Entró.

El otro lado no era un lugar. Nunca lo fue. Era un espacio suspendido, donde el tiempo no funcionaba igual. Donde no había suelo ni cielo, solo un horizonte blanco, infinito, cruzado por hilos dorados que se estiraban en direcciones imposibles. Algunos brillaban intensamente. Otros… estaban cortados.

Ayla avanzó, con pasos temblorosos.

—¿Tiempo? —su voz se quebró antes de salir del todo—. ¿Estás aquí?

El eco la devoró.

Silencio.

Pero no duró mucho.

Un susurro. No uno aterrador, sino uno familiar, hondo, inevitable.

—No pensé que volverías… de esta forma.

Tiempo apareció. No caminaba. No emergía. Simplemente… estaba. Como si siempre hubiera estado allí, esperando el instante correcto para volverse visible. Su silueta se dibujaba con líneas que parecían hechas de hilos de estrellas, cambiando de forma a cada parpadeo, pero siempre reconocible.

Ayla se apretó el pecho. Las lágrimas le quemaban los ojos. No quería llorar. No otra vez. No aquí.

Pero la pregunta le quemaba más.

—¿Estoy... rota? —La voz se le quebró. —¿Es eso? ¿Soy yo? ¿Por eso el claro tiene grietas? ¿Por eso todo parece... romperse?

Tiempo la miró. No con tristeza. No con pena. Con esa expresión imposible que mezcla sabiduría y compasión, pero que no suaviza la verdad.

—Creíste durante mucho tiempo que podías sostenerlo todo. Los deseos, los dolores, los anhelos de otros. Que tu tarea era reparar, curar, remendar. Pero... Ayla... nunca se trató solo de eso.

Ella apretó los dientes, temblando.

—Entonces… ¿soy yo? ¿Las grietas están en mí?

Tiempo caminó hacia ella. Su paso no sonaba. Era como si sus pies flotaran en lo eterno.

Se agachó frente a ella. Extendió una mano, y de la palma surgió un pequeño hilo. Fino. Plateado. Vibraba, tembloroso, casi a punto de romperse.

—Este hilo… eres tú.

Ayla lo miró, con los ojos abiertos de par en par.

Tiempo cerró la mano un segundo. Luego la abrió. Y donde antes estaba un solo hilo… ahora había varios. Algunos entrelazados, otros sueltos, otros... con pequeñas fracturas, con nudos, con desgastes.

—Estás hecha de piezas, Ayla. Algunas fuertes. Algunas débiles. Algunas rotas. Algunas... que ni siquiera sabes que existen.

Sus ojos la atravesaron.

—No estás rota. Estás... completa. Completa con tus fisuras. Completa con tus nudos. Como todos. Como todo. Lo que pasa es que... tú puedes ver las grietas. Y eso... eso no es una maldición.

El aire tembló alrededor. El espacio blanco se iluminó. Los hilos dorados parpadearon, algunos se tensaron, otros se acercaron entre sí.

—Las grietas del claro... no nacen solo de ti. Nacen de todo lo que cargas. De lo que heredas. De lo que los demás traen aquí sin saberlo. De los deseos que no se cumplen. De los que se cumplen pero dejan huecos. De lo que no dices. De lo que no dices a ti misma.

Tiempo la miró más de cerca. Su voz, aunque inmensa, bajó a un susurro.

—No estás rota, Ayla. Estás... viva. Y vivir... siempre ha sido un acto lleno de grietas.

Las lágrimas no esperaron más. Cayeron, tibias, pesadas, saladas. Ayla no las contuvo. No podía. No debía.

Tiempo sostuvo su rostro, con una suavidad que rompía más que cualquier palabra.

—Las grietas... no siempre son señales de que algo se rompe. A veces… son la manera en que la luz entra.

Ayla cerró los ojos. Por primera vez, no intentó arreglar nada. No intentó buscar una respuesta. Solo… respiró.

Y por un instante eterno, supo que tal vez... tal vez no se trataba de cerrar las grietas. Sino de aprender a vivir... a través de ellas.