Capítulo 36: Eco de algo que no fue

La lluvia había cesado hacía poco, dejando el sendero principal de la aldea cubierto de charcos brillantes que reflejaban la luz de la tarde. Las nubes, aún pesadas pero en retirada, dejaban entrever un cielo suavemente dorado. Ayla caminaba sin prisa, con la manga de su abuela cubriéndole el brazo, recogiendo un puñado de pequeñas flores caídas del viento. Las sentía quebradizas entre los dedos. Algo dentro del claro se había quebrado esa mañana, pero no sabía qué. O tal vez sí lo sabía y no quería nombrarlo.

Fue entonces cuando la vio.

Una figura al fondo del camino, en la entrada polvorienta de la aldea. Una joven de su misma edad, quizás un poco más alta, con un abrigo oscuro desgastado y el cabello revuelto por el viaje. Llevaba una mochila de cuero a la espalda, y en sus botas se notaban las marcas del barro viejo, no del reciente. Se notaba que venía de lejos. Se notaba que venía con algo que no estaba segura de querer traer.

Sus ojos se encontraron un segundo. Y Ayla… no sintió nada.

Absolutamente nada.

No una chispa de reconocimiento, no un eco, no una grieta nueva. Solo una sensación tibia, como si esa mirada estuviera demasiado vacía o demasiado cargada.

—¿Tú eres Ayla? —preguntó la recién llegada.

—Sí. ¿Nos conocemos?

La joven sonrió con una curva apenas temblorosa, como si hubiera esperado esa pregunta y aún así no supiera qué hacer con ella.

—Supongo que no —murmuró—. Me llamo Kaelith. Estoy… de paso.

La mentira era evidente. Nadie iba “de paso” por esa aldea. Nadie llegaba así de casual hasta el borde del claro.

Ayla la observó mientras pasaba junto a ella, con la mochila resonando suavemente con el movimiento de botellas o frascos. Pero fue el roce de la tela lo que la hizo girar. Un pétalo. Pequeñísimo. Cayó del bolsillo de Kaelith cuando su abrigo se rozó contra una rama seca. Ayla se agachó por reflejo y lo recogió.

Era una flor.

Una flor blanca, marchita. Sin aroma. Aún con el tallo curvado hacia abajo, pero completo.

Ayla parpadeó. El claro no había soltado flores de ese tipo en mucho, mucho tiempo.

—¿Esto es tuyo?

Kaelith se quedó helada.

—¿Qué…?

—La llevas en el bolsillo.

Kaelith la tomó con cuidado, como si no la hubiera visto en años y, al hacerlo, una sombra le cruzó la mirada. Algo como… miedo. Pero no del tipo que se grita o se esquiva. Miedo de no entender algo que uno debería recordar. Miedo a lo que el olvido estaba escondiendo.

—La he tenido desde… no sé. Ni siquiera recuerdo cuándo la recogí. Sólo sé que no he podido tirarla nunca.

Ayla sintió un temblor, imperceptible, pero real. El claro lo sintió también.

—¿Puedo verla luego? —preguntó sin pensar. Y Kaelith asintió, como si ya supiera que ese momento llegaría.

Esa noche, el claro estuvo especialmente silencioso. Las flores respiraban hondo, como si todas juntas se prepararan para un recuerdo que aún no tenía forma.

Y Ayla soñó.

No era el tipo de sueño donde el cielo era suave y las memorias flotaban. Era uno de esos donde el tiempo se quiebra, donde los rostros no tienen edad, donde los nombres están cubiertos de barro y olvido.

Una niña.

Una niña con la voz de Kaelith.

—¿Si lo olvido… entonces nunca pasó?

Un hilo de luz atado a una flor. Una promesa, rota antes de florecer.

—No lo recordará. Está mejor así.

Una voz, profunda, sin boca ni forma. Tiempo.

Y el claro. Siempre el claro. Pero distinto. Más joven. Más pleno. Más exigente.

Al despertar, Ayla supo dos cosas.

Kaelith había hecho un deseo allí. Uno poderoso. Uno tan fuerte que necesitó ser enterrado.

Y la flor que conservaba… no era una reliquia. Era una advertencia.

Porque cuando la joven llegó a su tienda esa mañana, con la flor marchita en la mano… la flor había comenzado a brillar de nuevo.

Pétalos cerrados que se estiraban.

Una flor muerta no florece… a menos que el deseo no haya terminado.

Ayla tragó saliva. No podía recordarla. No aún.

Pero el claro sí.

Y eso era más peligroso que cualquier grieta.