Las campanas del mediodía repicaban suavemente entre las ramas, como si quisieran disipar el frío repentino que se había posado sobre la aldea. El aire se sentía más pesado de lo habitual, aunque el cielo seguía despejado. Ayla caminaba a paso lento por el sendero que bordeaba el claro, acompañada de Tiel y Evan. Venían de recolectar agua cerca del manantial, y aunque habían intercambiado palabras, cada uno parecía absorto en sus propios pensamientos. Hasta que la figura de una joven sentada frente al invernadero llamó su atención.
—¿Quién es ella? —preguntó Tiel en voz baja, al ver la silueta recortada por la luz del sol. La muchacha tenía el cabello trenzado con hilos oscuros y una flor seca atada al dobladillo de su chaqueta.
Evan ladeó el rostro, curioso.
—No lo sé… No parece de aquí.
La joven se levantó en cuanto los vio acercarse. Sus ojos se clavaron directamente en Ayla, como si hubiera estado esperándola. Pero lo más desconcertante fue lo que sucedió después: Ayla la miró con una suave cortesía... y ningún atisbo de reconocimiento.
—Hola —saludó Ayla, serena—. ¿Eres nueva por aquí?
La muchacha parpadeó, como si la pregunta la hubiese tomado por sorpresa. Luego sonrió, un gesto que se notó forzado.
—Sí. Acabo de llegar esta mañana. Me llamo Kaelith.
Tiel cruzó los brazos, su expresión endureciéndose apenas.
—¿Vienes de alguna aldea cercana? —interrogó, con una cortesía mucho más tensa.
—De más lejos, en realidad. No sé si recuerdan Nyvra.
Ayla negó lentamente. Y fue ahí donde algo invisible se quebró en el aire.
Kaelith bajó la mirada, las manos temblando levemente junto a su falda. El peso de un recuerdo luchando por emerger, pero atrapado en un lago sellado de olvido. En el bolsillo interior de su abrigo, la flor marchita se estremeció, como si algo en el claro respondiera a su presencia.
—Disculpen —agregó ella, recomponiéndose con gracia—. Solo buscaba a alguien… a una persona que pensé podría seguir aquí. Pero veo que estaba equivocada.
Ayla le ofreció una sonrisa amable.
—Tal vez aún puedas encontrarla.
Kaelith sostuvo su mirada, y en sus ojos se asomó una tristeza tan antigua que incluso Evan la notó.
—Tal vez… Pero no me reconocerá.
Tiel entrecerró los ojos, atento a cada palabra.
—¿A quién buscas?
La joven dudó un instante.
—A alguien que solía ser importante para mí. Pero cometí un error. Y... lo olvidó.
Silencio. Un zumbido comenzó a crecer sutilmente en los bordes del claro. No era audible del todo, pero Ayla sintió una presión extraña en el pecho, como si un recuerdo estuviera intentando brotar desde una grieta en su interior.
—Puedes quedarte en la posada si lo necesitas —dijo Evan, tratando de suavizar el ambiente—. Quizá el tiempo te ayude a encontrar lo que perdiste.
Kaelith le agradeció con un gesto de cabeza, pero su mirada no se apartó de Ayla. Antes de marcharse, murmuró algo que sólo ella pudo oír:
—No es la primera vez que venimos aquí.
Ayla se detuvo en seco. Las palabras activaron algo dormido. Una nota. Una risa. Un hilo de voz bajo la lluvia. Pero… no lograba atarlo. Se volvió hacia Kaelith, pero esta ya se perdía entre los caminos, con el viento alzando su abrigo y la flor marchita colgando como una sombra en la tela.
Esa noche, Ayla no pudo dormir.
Se levantó varias veces, inquieta, sintiendo que algo en el claro la llamaba. Al final, salió con la luz de la luna aún alta. Caminó descalza sobre la hierba húmeda, la manga de su abuela cubriendo su brazo con firmeza. Al llegar al corazón del claro, escuchó una voz. No era la niña. No era Tiempo. Era otra voz. Más grave. Más real.
—A veces, olvidar es lo más cruel que el deseo puede hacer.
Ayla giró sobre sí misma, buscando el origen. Nada. El claro brillaba con una calma falsa.
Pero en medio del campo de flores, una pequeña nueva flor comenzaba a crecer. Tenía pétalos grises, marchitos desde su nacimiento, y una bruma muy tenue que la envolvía. Ayla se acercó lentamente y estiró la mano.
Un dolor punzante le atravesó la sien. Fragmentos. Voces de niñas riendo. Alguien cantando bajo un árbol. Una promesa que no se cumplió.
Se llevó una mano al pecho.
—¿Por qué no la recuerdo…?
Alguien respondió desde algún rincón del claro, apenas un susurro llevado por el viento.
—Porque así lo deseó.
Ayla se estremeció. Se giró. Nadie. Pero el claro parecía temblar. Las grietas invisibles brillaban con más intensidad. Las flores cercanas a la nueva marchita comenzaron a inclinarse, como si algo más fuerte tirara de ellas.
A la mañana siguiente, Tiel encontró a Ayla sentada frente a la flor gris. Parecía cansada, ausente.
—¿Dormiste aquí? —preguntó.
Ella asintió.
—Algo está mal. Hay una… hay una flor que no debería existir. Una que me duele mirar.
Tiel se arrodilló a su lado. Observó la flor sin comprender. No veía grietas. No veía la energía que ella percibía.
—¿Crees que tiene que ver con Kaelith?
Ella tardó en responder.
—No sé quién es Kaelith.
Tiel se tensó. Cada vez que ella lo decía, sentía como si le robaran algo del aire. Algo de lo que Ayla había sido. Algo importante.
—Pero algo en mí… quiere recordarla.
Evan llegó poco después. Traía té caliente y una expresión preocupada.
—Kaelith preguntó si podía ayudar en la biblioteca. Dice que quiere “recordar cosas”.
Tiel chasqueó la lengua.
—¿Y se lo permitieron?
—La bibliotecaria dijo que parecía honesta. Aunque... —miró a Ayla—, me pidió que te preguntara si aún guardas dibujos de hace años. Dijo que le interesan especialmente los de flores.
El silencio que cayó entonces fue casi doloroso.
Ayla se puso de pie. Por dentro, algo palpitaba.
—Voy a verla.
Tiel dio un paso al frente.
—¿Estás segura?
—No. Pero creo que es peor no hacerlo.
Evan observó a ambos, y por primera vez, notó que Tiel no solo estaba preocupado. Estaba asustado. Por ella.
Por sí mismo.
Por todo lo que una sola flor marchita podía significar.
Y en el corazón del claro, esa flor gris seguía creciendo.
Como una herida que comienza a sangrar justo cuando el cuerpo olvida cómo cerrarse.