Capitulo I: Ojos en la Tormenta

La lluvia golpeaba implacable las calles, un martilleo constante sobre el concreto, arrastrando la suciedad de la ciudad con la misma indiferencia con la que todo lo demás parecía arrastrarse. La ciudad no respiraba, no parecía viva, y yo… yo era simplemente una sombra más en un lugar que no parecía tener lugar para mí. El aire estaba espeso, denso, como si estuviera suspendido por una niebla invisible que me rodeaba y me absorbía lentamente, sin prisa pero con una necesidad constante de hacerse presente. La humedad se colaba por cada rendija de mi abrigo, y cada paso resonaba sobre las aceras vacías, como un eco que no terminaba de perderse en la nada.

Las luces de los faroles, distantes y temblorosas, se reflejaban en los charcos, creando una visión distorsionada de lo que estaba a mi alrededor. Todo parecía estar diluyéndose, descomponiéndose, como si los límites entre la realidad y el vacío estuvieran comenzando a desmoronarse. Una capa de opresión me envolvía. No sabía si era el peso de la tormenta, la sensación de estar completamente solo o la presencia invisible que se cernía en el aire, pero algo me decía que no debía estar allí.

No había movimiento. No había vida. No había nada que sugiriera que este lugar alguna vez estuvo habitado, que alguna vez hubo personas, risas, sonidos de la vida cotidiana. La ciudad estaba muerta, y sin embargo, yo seguía caminando, arrastrado por una fuerza que no comprendía, un impulso que no podía desobedecer. Mi cabeza zumbaba, mi mente luchaba por encontrar una explicación, por aferrarse a algo lógico, pero cada pensamiento se desmoronaba como si las mismas leyes de la razón estuvieran siendo despojadas de su poder.

Mi respiración se volvió irregular, forzada, y no podía evitar que la sensación de estar siendo observado se apoderara de mí. Había algo en el aire, una presión que no tenía forma, pero que estaba ahí, acechando, esperando. Sentí un escalofrío recorrer mi columna vertebral, y mis ojos se desplazaron instintivamente hacia los edificios a mi alrededor, como si esperara ver algo en sus oscuras fachadas, algo que me diera una pista de lo que estaba ocurriendo.

Nada.

Solo las sombras danzando detrás de las ventanas rotas, como si el vidrio quebrado no fuera solo una fractura física, sino un portal hacia algo que no debía ser visto. El frío se volvió más intenso, más agudo, y la lluvia no ayudaba a calmar la presión. Estaba empapado, mi ropa pegada a mi piel, pero no era el agua lo que me helaba. Era esa sensación, esa presencia que había comenzado a apoderarse de mi mente, que me hablaba sin palabras, que me susurraba que no debía seguir adelante.

Pero, ¿qué otra opción tenía? No había forma de regresar, no podía volver atrás. La ciudad me había tragado y ahora no podía escapar. ¿O acaso era eso lo que estaba sucediendo? ¿Era la ciudad misma la que me estaba arrastrando, como si quisiera consumir mi alma lentamente, como si algo en su interior estuviera despierto y me estuviera esperando?

Mi mirada se deslizó hacia el suelo, hacia los charcos en los que las luces de los faroles se reflejaban, y fue ahí cuando los vi.

No eran simples reflejos. Eran figuras, apenas perceptibles, pero inconfundibles. La forma de algo que se movía, pero no de una manera natural. No caminaban, no se deslizaban. Se distorsionaban. Se transformaban, como si la luz fuera incapaz de capturar su verdadera esencia, como si cada parpadeo de las luces hubiera alterado su presencia. Algo de ellos no encajaba con el mundo que yo conocía. Eran fragmentos, partes de algo que nunca debería haber estado aquí, algo que provenía de otro lugar, de otra realidad.

La visión me paralizó. No podía apartar la mirada. Y cuanto más los miraba, más los sentía acercándose. No con los ojos, no con los sentidos que conocía, sino con algo más profundo, algo que resonaba en el núcleo de mi ser. Sentí como si mis pies se hundieran en el suelo, como si las sombras mismas quisieran atrapar mis tobillos, arrastrarme hacia el abismo que había comenzado a abrirse a mis pies.

Mi corazón latió con fuerza, y mi mente gritó. Corre. No lo entendí de inmediato, pero las palabras resonaron en mi cabeza como una orden inquebrantable. Corre. Y entonces, sin pensarlo, mis piernas se movieron. No importaba que todo mi cuerpo me pidiera que me quedara, que no avanzara ni un paso más. Algo, o alguien, había comenzado a romper las reglas. Y mi instinto me decía que la única forma de sobrevivir era huir.

Corrí. Corrí como nunca lo había hecho antes, a través de las calles vacías, sin un destino, sin un rumbo claro. La lluvia golpeaba mi rostro, y cada respiración se volvía más difícil, más errática. Las sombras parecían moverse a mi alrededor, desplazándose rápidamente, como si me estuvieran rodeando, como si el espacio mismo estuviera siendo distorsionado, retorcido por algo que no podía ver. Pero sabía que estaba ahí. Sabía que no estaba solo.

De repente, escuché un sonido. Un susurro. No provenía de ningún lado en particular, pero me llegó con una claridad aterradora. Como si todo lo que me rodeaba se hubiera silenciado solo para dejar espacio a esa voz.

Lumian.

El nombre retumbó en mi mente, cortando el aire como una daga. No era un nombre que reconociera, no era un sonido que tuviera sentido. Pero en el instante en que lo escuché, sentí que algo dentro de mí se rompía. Algo se había despertado. Algo que había estado esperando.

Mi mente comenzó a correr más rápido que mi cuerpo, intentando procesar lo que acababa de suceder, pero no había tiempo. ¿Qué era Lumian? ¿Quién o qué estaba detrás de esa palabra? La respuesta no llegaba, pero la presión, el miedo… todo seguía aumentando.

Entonces, un crujido. Un sonido bajo, sordo, como si alguien caminara a mis espaldas. No me atreví a girar. No podía. Sabía que si lo hacía, algo terrible, algo que no debía ver, me miraría de vuelta. Y si lo veía… no sabía si podría volver a mirar hacia otro lado.

El aire se espesó aún más, la lluvia dejó de golpearme con la misma fuerza. Fue como si el tiempo se hubiera detenido. Mi cuerpo estaba atrapado, suspendido entre el miedo y la necesidad de huir. Pero lo peor de todo fue la certeza, la certeza de que algo, alguien, me estaba mirando. Y no solo me observaba desde la distancia.

Lo sentí. Justo detrás de mí.