Día 1: Chico conoce chica

No quiero entrar ahí.

Ver el colegio alzarse en la distancia me trae malos recuerdos. Han pasado diez años y tengo pelos en los huevos, pero me siguen entrando los mismos sudores fríos al ver los ridículos uniformes. Falda por encima de las rodillas para las mujeres, pantalón de pinza para los hombres, camisa blanca y corbata para ambos. Lo poco que tuvieran de atractivo, lo perdían al ser vestidos por jóvenes adultos que ya comenzaban a coger algunos kilillos. Miro a los que serán mis nuevos compañeros y me retracto: no tan jóvenes. Veo uno que incluso podría estar cerca de jubilarse.

Me gusta, como a todo el mundo, ver una minifalda oscilando por encima de unas piernas contorneadas, solo que no tengo la cabeza para eso ahora mismo y me suelto un poco más el nudo en mi cuello. Lo gracioso es que he venido precisamente por ese motivo. Observo de nuevo los cientos de estudiantes que entran en orden por la verja, ninguno parece estar teniendo un ataque de ansiedad como yo. Dudo un segundo al atravesarlas: una vez se cierren me quedaré ahí encerrado por tres largos meses.

Sé que he conseguido plaza gracias a que alguien a muerto de cáncer, un accidente de coche o no sé qué mierdas, pero la verdad es que no quería estar aquí. Si no fuera por Marta…

Me sorprende ver el mismo número de mujeres que de hombres. Me imaginaba que la cosa era más de mujeres, pero de algún modo eso disminuye un tanto la vergüenza que siento. No he dicho a nadie en casa a dónde iba, mi madre se muere si se entera, así que mi jefe me va a cubrir las espaldas diciendo que estaré en alguno de los proyectos de ingeniería internacional que hay por ahí. Cuando llegó la orden judicial el mundo se me vino encima, pero los trámites han resultado más fáciles de lo esperado. 

Cuanto más me acerco, más detesto la estructura metálica simple que compone el colegio. Tiene cabida para doscientos alumnos y los dormitorios se encuentran en el anexo trasero. Todo pagado con subvenciones del gobierno. Otro gasto tonto para las arcas si me preguntan, una forma nueva de desviar dinero, seguro. La nueva ley parecía sacada de esos libros distópicos de ciencia ficción que tanto adoraba Marta. 

Voluntarios con bandana violeta en el brazo nos reciben a gritos en la entrada del edificio.

—¡Miren sus nombres en la entrada! ¡Por favor, sigan las instrucciones que les llegaron al email! ¡Sus maletas se encuentran ya en el dormitorio, no está permitido el uso del móvil durante la condena! ¡Por favor, pasen ordenadamente! ¡Cuatro filas! ¡La reunión comienza en quince minutos en el Salón de actos! ¡Sigan las fechas verdes!

Ni siquiera me acuerdo de lo primero que me han dicho, así que me dejo llevar por la marabunta. Siento un protuberante bulto blando apretándose contra mi brazo y al mirar hacia abajo, descubro que pertenece a la delante de una mujer de mi edad. Es muy bajita, su cabeza no me llega a la parte alta de mi hombro. Tendrá unos veinticinco, aunque con las mujeres es difícil siempre acertar la edad. Lleva el pelo suelto, en bucles cerrados ocres y nuestros ojos se cruzan un instante para evitarse, acongojados. La gente nos empuja y tengo que mantener el equilibrio para no llevármela por delante. Ella me sonríe agradecida al darse cuenta de mis esfuerzos.

—Perdona —susurra ella, con timidez.

Por dios, ¿qué cojones hace alguien tan adorable como ella en esta mierda? Ni que le hiciera falta, es ver los apretados botones de su camisa soportando la fuerza de al menos dos generosas toneladas y automáticamente mi polla se despierta feliz. Bueno, puede que no sea tan malo después de todo estar aquí.

—No te preocupes.

Siento un bulto duro a la altura de mi mano al otro lado, y al girar la cabeza esperanzado por encontrar otra beldad en miniatura, me llevo una honda decepción. Un tipo está frotando descaradamente su paquete contra mi mano. Y encima, la tiene de tamaño caballo. Anonadado, miro hacia arriba y me encuentro la sonrisa de un rubio oxigenado que me saca una cabeza. Claro, joder, para hacer que su paquete llegue a mi mano se requiere un mínimo de tamaño, pero que tío más bestia. Y yo no voy de ese palo. Me alejo poniendo cara asqueada, pero eso no parece importarle a Don Monstruo, porque me guiña un ojo antes de seguir camino. Estoy arrepintiéndome, debí darme a la fuga. El campo de concentración o la extradición no suenan tan mal, ¿no?

Pasamos de uno en uno por los arcos de seguridad. Cuatro maromos son muy rigurosos en la búsqueda de móviles, grabadores y demás tecnología prohibida. Aquellos que son encontrados con una pieza de estas, son llevados a una sala lateral, y cada vez que se abría la puerta se escuchaban alaridos que me hicieron alegrarme por haber dejado todo en casa. Me cachea un hombre que creo que se demora demasiado en mi cuello y trasero, aunque no digo nada. Me hace incluso separar las piernas y pasas sus manos por encima del pantalón masajeando cada resquicio de mí.

—Al menos invítame a una cita antes —le gruño cuando llega al paquete y me aprieta los testículos con meticulosidad.

—Ahora mismo no me sirves ni para media mamada —dice el tipo, sin apartar su mano de mi zona más sensible—. Pero cuando salgas de aquí… bueno, llámame, estaré en la garita.

¿Pero es que acaso tengo cara de gay? No voy a negar que eso me ha dolido un poco, así que mantengo mi bocota cerrada y sigo adelante, donde marcan las flechas verdes por encima de nuestras cabeza.

El auditorio no está lejos. El problema es que hace un calor de mil pares, y si lo de fuera ya era difícil de soportar, lo de dentro es un festival de olores corporales apenas constreñidos dentro de los uniformes. Se oyen gritos suplicando por el aire acondicionado y yo me sonrío, porque estoy seguro de que no planean gastarse un duro de más en nosotros. Resignado, entro en la gran sala donde nos apelotonamos ya más de la mitad de los estudiantes. Hay un escenario al fondo, con cortinajes rojos y luces focales. Aún está vacío.

Me siento en una esquina, lo más lejos posible, y al mirar a la mujer a mi lado me doy cuenta que es el angelillo de cabello ensortijado que había palpado en el pasillo. Ella también me reconoce y me lanza esa sonrisa que hace bombear la sangre a mi entrepierna con entusiasmo. Antes no me ha dado tiempo a fijarme, pero lleva la falda corta, del tipo que mi abuela utilizaría como trapo. Para ser tan bajita tiene unas piernas de infarto. Carajo, me falta luz para apreciar esto.

—Lo siento, estoy sudando mucho —dice ella en mi oído tratando de hacerse oír en el griterío de las personas. Seremos todos adultos pero se ve que no hemos cambiado tanto desde nuestra niñez.

Mis ojos corren sin quererlo a las zonas húmedas que se marcan en su camisa, bajo las axilas y el canalillo. Porque, sí, gracias, Apolo, Aestas, Freys, Áine o Miochin, cualquiera que sea el dios del verano que rija esta tierra, hace tanto calor que la beldad ha decidido liberar de su sufrimiento a los cuatro primeros botones de su camisa. Desde mi altura privilegiada, puedo ver en primera línea el encaje de un sujetador rosa y unas carnes formando un profundo y oscuro canalillo. Parece sofocada, levanta unos centímetros más la falda y deseo —y no he sentido nada tanto en mi vida— saber si lleva la ropa interior del mismo palo. Me doy cuenta de que se le ha caído la corbata al suelo y me apresuro a recogérselo, pero he calculado mal. Los efluvios de su piel me alcanzan a centímetros de distancia y comienzo a salivar al percibir las notas cítricas que desprende. Mi nariz roza con suavidad su pantorrilla y me demoro un segundo de más al tratar de suprimir mi impulso de lamérsela.

Ella recoge de mi mano la corbata con la misma sonrisa agradecida. ¿Soy yo o ha mirado de reojo mi paquete? Por dios, que me haya tocado una ninfómana, por favor, por favor.

—Buenos días —dice la voz de un hombre por megafonía.

Todo el calentón se me baja al dirigir la mirada al escenario. Pero ¿qué cojones? El tipo en cuestión debe ser el director de la escuela. Es un hombre regio, adulto que ha pasado el ecuador de su vida pero que aún mantiene esa gallardía de los caballeros del siglo pasado. El problema es que viste un maldito arnés negro, entrecruzado en su pecho, y un peto que apenas cubre sus partes pudendas.

Todos los presentes se quedan en silencio ante tal espectáculo. Vale, no es la primera vez que veo a un tío en arnés, pero sí la primera que lo hago en la vida real y no detrás de una pantalla. Y joder, cómo impone.

Además, no es el único que va vestido como un maníaco. La hilera de hombres y mujeres que hay detrás de escena muestran una amalgama de vestimentas un tanto peculiares. Desde trajes de baño, corsés, vestidos de volantes, hasta trajes italianos a medida.

—Buenos días. Por favor, mantengan el silencio. Les damos la bienvenida a su hogar por las siguientes doce semanas. Soy el director Alan Zarangona. Detrás de mi pueden encontrar a los que serán sus profesores y tutores. Revisen las listas de la entrada y si tienen alguna duda, la secretaría se encuentra en la primera planta.

—¿Ese es el director? —susurra la chica a mi lado, acercándose a mi oído. Su aliento sobre mi piel me pune la piel de gallina.

—Eso parece —le susurro, alejándome un poco. Nos miramos a los ojos con una sonrisa divertida y decido lanzarme—. Oye, soy Paul.

—Vera —me responde, ella, llevándose una mano a la garganta para recoger una gota de sudor que allí se ha acumulado.

Me obligo a desviar la mirada y seguir el discurso del tipo.

—…serán hasta las ocho de la noche. Se espera de ustedes que asistan a todas ellas para poder obtener la debida acreditación. La última semana se harán clases especiales nocturnas, según el desarrollo mostrado durante el curso.

Vera, tiene un precioso nombre. ¿Nos tocará en la misma clase? Sé que algunas son segregadas, pero por lo que he leído la mayoría se realizan en grupos mixtos. La pobre debe estar pasándolo realmente mal porque la oigo incluso jadear a mi lado.

—Les recomiendo encarecidamente que presten atención a todas sus clases. No se permitirá ningún tipo de violencia contra el profesorado ni los voluntarios, pero sepan ustedes que tenemos permitido por ley el uso de la fuerza bruta para contenerles de ser necesario. Siempre pueden venir a visitarme a mi despacho si así lo desean. Los castigados serán enviados al mismo lugar y yo mismo me encargaré de tomar medidas.

Un leve gemido de Vera llama mi atención. ¿Le estará dando algo? Sorprendido, la miro y veo que hay una mano está acariciándola por debajo de la falda y su respiración está agitada. Hace bambolear sus pechos como melones en la trasera de un coche viejo. ¿Se está tocando? No, no, le veo las dos manos. Reprime el gemido emergente mordiéndose el labio mientras las fosas nasales se le dilatan sin control y, joder si no es la vista más excitante de mi vida. Me inclino un poco para ver la cara del suertudo sentado a su lado que ha conseguido la proeza de que esta beldad acceda a ese acercamiento —y un poco para maldecirle también por adelantárseme—, pero mi rostro se demuda al darme cuenta de que es el adonis de dos metros del pasillo, Don Monstruo. ¿Pero es que este no era gay? Me guiña un ojo de nuevo mientras sigue moviendo la mano por debajo del vestido de ella, sin detenerse. El olor de su flujo me alcanza como un golpe, ligeramente ácido y casi puedo saborearlo. Ella tiene los ojos cerrados, y sus manos aprietan los respaldos de la butaca con tanta fuerza que sus nudillos están blancos. Oh, joder. Va a correrse. ¡Va a correrse!

—Bienvenidos a la Escuela del Sexo.

Los aplausos esconden el grito ahogado que profiere mi compañera, incapaz de soportarlo más, cuando alcanza el éxtasis delante de todos.