Día 1: Chica conoce chicas

No puedo creerlo. ¿Pero a ti qué te pasa, Vera? No sé qué mosca me ha picado ahí dentro pero estoy tan avergonzada. Estoy segura de que el tipo de al lado se ha dado cuenta, joder, estoy segura que hasta el que estaba sentado enfrente ha tenido que escuchar cuando me he corrido por los dedos de ese desconocido. Y qué dedos. ¿Y este tipo qué hace aquí? ¿Será algún depredador sexual? Hay rumores por internet de que no solo asisten los que como yo hemos sido acusados de frígidas o nefastas en la cama, sino también ninfómanas y violadores. Como si todos nosotros tuviéramos el mismo tipo de tara mental.

Igual yo sí que la tengo. Me vuelvo a sonrojar al recordar los dedos largos y suaves que se aproximaron a mi pierna como por descuido, para luego ir subiendo centímetro a centímetro sobre mi pierna sudada. Quizás fuera por el calor. Sí, tenía que haber sido por el calor de la sala. O quizás les habían fumigado con algún tipo de afrodisíaco como decían los conspiranoicos. El rubio tenía esa pinta de vikingo a lo Dragnak que le resultaba, cuanto menos interesante. Pero no había hablado una sola palabra con él, es imposible que me haya puesto como una perra en celo solo por sus feromonas. Porque soy no era una mujer tan vulgar como para excitarme porque un tipo de dos metros cañón me toque por debajo de la falda, ¿no?

Sigo cavilando de ese modo mientras accedo a los dormitorios de mujeres que se ubicaban en la parte trasera del colegio. Los hombres a la izquierda, las mujeres a la derecha. Ambos dormitorios pueden están uno frente al otro y grandes ventanales se extienden por toda su fachada. Los cristales, evidentemente, no son reflectantes. Y no hay cortinas.

El buen tipo—Paul, creo que se llamaba— no ha dicho ni mu en todo el camino, aunque los empujones de la gente nos han mantenido juntos todo el camino. Al menos en el exterior puedo volver a respirar. El uniforme no está pensado para que lo lleve alguien de la talla D, y maldita la gracia que me hace que se me pegue a la piel. Me cruzo los brazos para esconder los pezones erectos, aún duros por la experiencia. Siento la humedad de mi ropa interior, empapada, y me froto disimuladamente para evitar que una gota de mi flujo caiga por mis pantorrillas. Necesito una ducha.

—Hasta luego —murmuro yo antes de dirigirme a la derecha sin mirarle.

Joder, con lo majo que parecía y lo que estará pensando de mí.

Me dirijo a la habitación B14, un espacio que debo compartir con tres mujeres más en estos tres meses. No es una idea muy halagüeña, no he compartido cuarto con nadie desde que mi hermano y yo dejamos de jugar a Papás y Mamás, y de eso han pasado veinte años. Las habitaciones son espartanas, no hay decoración de ningún tipo. Sábanas, suelos y paredes son blancas, átonas, por lo que nuestras maletas son la única gota de color que aportan.

Eso, y la mujer de piel de ébano que está revolviendo dentro de mis enseres.

—¡Ey! ¿Qué haces?

Ella se gira y me mira con cara de hastío para después seguir buscando dentro de mi neceser. Mide casi metro ochenta por lo menos, es la mujer más alta que he visto en mi vida. No es que haya acortado el uniforme como yo lo he hecho, sino que le queda tan pequeño que la falda apenas le cubre el trasero cuando se agacha sobre la cama. Le estoy viendo el tanga negro desde mi posición, y no soy tan bajita.

—Tranquila, pequeña —me dice la muy descarada—, solo estaba buscando anticonceptivas.

Me adentro en la habitación y le arrebato mi neceser de Hello Kitty con violencia.

—Yo no uso de eso —la increpo, mientras abrazo mis cosas y recojo lo desperdigado por la cama—. ¿Y por qué no has esperado a que viniera? Es muy maleducado de tu parte mirar entre las cosas de los demás.

Ella sonríe, y se coloca justo detrás de mí, inmovilizándome al ponerme entre sus piernas y obligarme a agacharme sobre la cama. Suelto las cosas, asustada de pronto por su cercanía. Huele a fruta de la pasión, quizás por su champú, porque su pelo, en apretados bucles oscuros, se desperdiga sobre mis hombros y me hace cosquillas en el cuello.

—Eres como una muñequita pechugona —susurra en mi oído.

—¿Qué?

—Una muñequita que huele a sexo. ¿Es esto sudor o…?

—¡Qué!

La empujo lejos de mí, aunque apenas logro que se mueva de su sitio. Maldita sea, ¿cuánto pesa esta tipa? Nos miramos a los ojos, ella divertida, yo enfadada. En esas estamos cuando entra por la puerta nuestra última compañera.

—¿Hum, hola?

Ambas nos giramos, y vemos la extraña pálida que pasa su peso de un pie a otro, claramente incómoda por la situación. No sé qué leches se piensa que ha visto, pero no es lo que se está imaginando.

—Bueno, ya estamos toda. ¿Tienes anticonceptivos?

—Hemm, dijeron que no eran necesarios. Que nos darían aquí todos los medicamentos que precisáramos —respondió ella, colocándose el pelo corto platino por detrás de la oreja. Es toda piel y huesos, ahora que me fijo. Va vestida de manera impecable, hasta se ha puesto las medias reglamentarias que nadie lleva por el calor de demonio.

—Putos controladores —murmura la chica alta—. Me llamo Layla, por cierto. Ese microbio de aquí es Vera.

—¿Y tú cómo lo sabes? —salto yo, alarmada.

—Porque lo tienes bordado en toda tu ropa, ricura.

Ah, oh. Claro. Bueno, ¿es un delito no querer vestir las bragas de otra persona?

—Yo soy Jessica, aunque podéis llamarme Jess —responde la rubia, que se acerca a su maleta y comienza a sacar las cosas de ahí—. Será mejor que os deis prisa, dicen que debemos estar en el aula en veinte minutos. Y no parecen muy permisivos, y no me arriesgaría.

Me doy prisa en recoger todos los enseres desperdigados y colocarlos en las simples cómodas blancas que nos han adjudicado. Cada una tenemos un cama, una cómoda y un armario que debemos compartir. Hay un baño, al que me asomo para dejar mi cepillo de dientes, pero me lo pienso mejor y me lo guardo en el neceser. Seguro que Layla no ha traído el suyo. Efectivamente, no hay cortinas. Ni en el cuarto, ni en los baños. Asombrada, veo a los hombres en el edificio contrario, y bajo la mirada al darme cuenta que alguno se está cambiado y desvistiéndose como planeaba hacer yo.

—Venga, muévete. No hay tiempo —me gruñe Layla, pasándome por delante de mí y empujándome para sentarse en el váter. En el acto, escucho el seseo que me indica es el número uno.

—¿Pero qué haces? ¡Espera a que me marche! —le grito, dándome la vuelta.

—Perdona, pequeña, pero por si no te has dado cuenta hay un baño para tres mujeres. Ya puedes ir olvidándote de tus melindres. Dúchate delante de mí, o no te duches. Seguro que a todos les encantará oler tu sexo impúdico.

Me trago las palabras que planeaba decirle y me meto dentro de la ducha. Al menos esta es semiópaca. Soy capaz de ver el perfil de mi compañera de cuarto, pero no su sonrisa, así que he ganado. Allí dentro, comienzo a desvestirme y dejo mi uniforme colgada de la puerta. Maldita sea, sí que huelo. Las bragas están tan empapadas que me dejan rastros sobre los muslos y tengo que tragar saliva al darme cuenta lo que esos gruesos dedos lograron en mí solo acariciándome por encima.

Me ducho rápido, con el agua tan fría como puedo soportar. Es cuando cierro la grifería que me doy cuenta de que no he cogido toalla.

—¿Hola? ¿Jess? ¿Podrías, hem, acercarme esa toalla?

No hay respuesta. Trato de nuevo de llamarlas, pero no responden. Parece que se han ido sin mí. Joder. Quizás todos se hayan ido, y no haya nadie mirando por las puertas. Saco la cabeza y miro por los grandes ventanales: no hay nadie a la vista. Vale. Si me doy prisa, puedo vestirme en menos de un minuto. Salgo desnuda corriendo y me meto en el cuarto. Me apresuro a sacar un nuevo tanga y un sujetador, pero mientras estoy vistiéndome, miro de reojo por la ventana y se me para el corazón. Frente a nuestro cuarto, mirando por la ventana, hay un tipo, desnudo y se está pajeando.