Parece un aula normal. Tiene pinta de clase, huele a adolescentes hormonados y está pintado con esos fríos colores que ponen menos que una abuela en bata. Hasta los pupitres, verdes deslucidos, son estúpidamente pequeños. La gran mayoría de nosotros no cabemos aquí. Aunque seguro que sí que lo hace Vera, tiene el tamaño perfecto para este lugar. Su recuerdo me hace sentir un tirón en la polla, y la busco con la mirada. Vale, lo del anfiteatro ha sido raro, y no le pega nada a esa carita de niña inocente que tiene, pero no puedo recriminarle nada. Para eso estamos todos aquí después de todo, ¿no?
Estamos todos sentados, hombres y mujeres, con nuestros ridículos uniformes, frente a la tarima donde está ubicado nuestro tutor. Se recuesta en su mesa, con los brazos cruzados, mientras terminan de entrar los últimos estudiantes. Eso me da tiempo de sobra para analizar al hombre trajeado de mediana edad que tiene cierto aire a profe de mates. Solo que no he tenido en mi vida un profesor de matemáticas al que le quede tan bien un traje. Le recuerdo del escenario pues era el único que no iba vestido con pintas extrañas. Por lo menos, en esto he tenido suerte. El profesor se mantiene estático, observándonos a todos con sus ojos tranquilos detrás de unas gafas de pasta.
Recorro con mi mano el mensaje codificado que el anterior inquilino ha dejado escrito para mí: “Te van a dar bien por culo”. Nada nuevo en el horizonte, aunque preferiría evitar esa experiencia en concreto, gracias.
La campana suena, irritante como solo puede serlo una, y el profesor se levanta para cerrar la puerta.
—Muy bien. Gracias a todos por venir. Bienvenidos, soy su tutor, Profesor Jonh Steven. No, no soy de aquí como habrán supuesto. No, no pueden tutearme. Aquí guardarme las formas, señores. Pronto descubrirán que el profesorado de esta institución nos tomamos muy en serio nuestro trabajo. Esperamos de ustedes respeto y atención.
Alguien se ríe detrás de mí, y miro por encima del hombro al valiente que se ha tomado las amenazas de este caballero como bromas. El tipo en cuestión es joven, puede que acabe de llegar a la mayoría de edad. Lleva el pelo largo caído sobre el ojo derecho y va desaliñado, con la camisa abierta hasta casi el ombligo, los pantalones por mitad del trasero enseñando unos calzoncillos negros y la corbata atada en el brazo. Ese debe ser el epicentro del olor a adolescente hormonado, el pobre aún no se ha duchado lo suficiente para desprenderse de él.
—Oh, vamos, ha sido gracioso —dice cuando todo el mundo se le queda mirando—. El viejo verde quiere que le demos respeto mientras nos enseña sexo.
—Supongo que debe ser Zacarias, ¿no? —dijo el profesor.
—El mismo que viste y calza.
—Tengo órdenes de enviarle a la clase especial en caso de que no se sepa comportar. Por su bienestar, le recomiendo no pasarse de listo conmigo. Les recuerdo a todos el motivo por el que se encuentran aquí: un juez les ha encontrado culpables de ser pésimos amantes.
Como si pudiéramos olvidarlo. Recuerdo aún a mi jueza, una mujer mayor que me miró con arrogancia cuando me dio mi condena. Vale, puede que no me haya esforzado con Marta, que pudiera haber sido un poco más, yo que sé, generoso, pero ¿de verdad es necesario este señalamiento público? Comprendo que la baja tasa de natalidad y el aumento de los problemas de ansiedad en la población llevaran a tomar esta decisión, pero cuando voté por ella, no me imaginaba que yo sería uno de los afectados.
—Bien, lo primero es lo primero. Se han sentado ustedes donde han querido, pero eso va a cambiar. Por favor, muévanse según vaya diciendo su nombre.
Esto es un déjà vu de mis tiempos estudiantiles, está claro. Nos levantamos según nos va llamando y enseguida veo el patrón: hombres, mujeres, hombres, mujeres. Desgraciadamente, me toca delante, justo frente a su mesa, en primerísima fila. Miro a mi derecha, donde una mujer de mediana edad con la postura más rígida que he visto en mi vida está congelada. Una que no ha aceptado aún donde está. Me pregunto si su marido le habrá metido allí, o quizás su amante. La mujer en verdad ha pasado el ocaso de su vida, pero el uniforme no engaña y tiene unos pechos como ubres. La camiseta interior no esconde el hecho de que usa uno de esos sujetadores de encaje que tanto gustan a las mujeres en la cuarentena. Mi izquierda está vacía, es el único hueco que queda libre.
El profesor comienza a repartir una serie de papeles entre todos, y cuando llega a mí, veo que es nuestro calendario. No me da tiempo a fijarme en él, ya que un ruido sordo llama mi atención hacia la puerta que se ha abierto de golpe. Allí está Vera, la última que falta, sudada y jadeante.
—¡Lo siento! Me he perdido, no encontraba el aula —dice con voz temblorosa.
Tiene el pelo mojado, lo que hace que su excusa suene aún más barata. Está roja, se le ha movido la falda y la fuerza de aguante de esos botones deben haber sido probados en la NASA. Ante la atenta mirada de todos los presente, se apresura a tirarse de la camisa, y recolocarse todo.
El profesor no parece nada contento con la interrupción. Se vuelve a su postura natural, cruzado de hombros, y observa la aparición con desagrado.
—Vera Tarra, supongo. Ha tenido usted suerte, no he dado aún aviso de su inasistencia. Hoy será usted la voluntaria de la clase.
—¿Cómo? —pregunta Vera, parpadeando muy rápidamente.
—Siéntese primero y déjeme seguir con la clase, por favor. Ya ha interrumpido bastante por hoy, ¿no le parece?.
Vera se sonroja y recorre con la mirada la clase hasta ver el espacio a mi lado. Se apresura a sentarse en él y no levanta los ojos en ningún momento. No me equivocaba: cabe perfectamente, como si fuera hecha a medida. Yo estoy entusiasmado al ver que será mi compañera de pupitre, puedo oler su champú desde aquí y todo. Se ve que Dios al fin me sonríe, ese viejo canalla.
—Delante de ustedes tienen el calendario semanal. Como ven, no disponen de días libres, pero sí de horas de estudio y práctica. En total contarán con siete profesores, un psicólogo y un sexólogo para atender sus necesidades académicas —dice Profesor Steven mientras pasea por la tarima—. Yo les daré las Clases Básicas, tras su hora de actividad física con la profesora Silvia. Después de comer contarán con una serie de clases especializadas según la preferencia que mostraron en el formulario de registro. Si alguno cree que su horario contiene algún error, por favor, indíquenmelo en el horario de tutoría, de cinco a seis.
Se sienta en la mesa, soltándose previamente el botón que ata su chaqueta, y la extiende de manera elegante para que no se arrugue.
—Se ha considerado que no es necesaria una presentación individual. Solo disponemos de cuarenta y ocho horas en total para adentrarnos en la anatomía básica, los juegos previos y el mecanismo del sexo. Así que, sin más dilación… Suba aquí, señorita Vera.
Miro a la chica temblorosa salir del pupitre y dirigirse titubeante a la tarima. El profesor la evalúa de arriba abajo, y después de afirmar con la cabeza, sonríe como un lobo que acaba de encontrar a su presa.
—Y ahora, por favor, desnúdese.