Amelie estaba perdida en sus pensamientos cuando la acción inesperada de Gabriel la devolvió al presente.
Para su asombro, él se arrodilló sobre una rodilla, su mano aún sosteniendo la suya suavemente.
—¿Qué estás haciendo? —susurró ella, su voz teñida de nerviosa confusión mientras miraba alrededor al creciente círculo de espectadores.
Los ojos violetas de Gabriel se encontraron con los suyos en una mirada afectuosa.
—Algo que debería haber hecho desde el momento en que te conocí —dijo.
Ella se olvidó de parpadear y respirar en ese momento único. Su gesto apuntaba a una sola cosa. «¿Me está proponiendo matrimonio? Pero ¿por qué lo haría? Solo nos conocimos hace unos días», pensó.
—Eres mi pareja destinada —continuó Gabriel—, y creo que es la noche perfecta para declarar que ya no estoy sin pareja.
Del bolsillo de su abrigo blanco, sacó una pequeña caja de terciopelo y la abrió. Dentro había un anillo de diamante.
—¿Te casarías conmigo, Amelie Conley? —preguntó.