Capítulo 0: Una amada vida

"¡Aaaaaahhhhhhh!"

Dentro de una humilde casa de madera, en su interior, se encontraba una mujer extremadamente anciana, vestida con ropas andrajosas que se deslizaban bajo su larga cabellera blanca y reseca. Cubriendo su cabeza y la mitad inferior de una joven, ciertamente delicada, había una manta visiblemente rasgada y llena de parches.

Los gritos eran estremecedores, dejando claro que nacían de un dolor tan intenso que solo podría experimentarse en las peores pesadillas.

La joven, con sus profundos ojos castaños y largo cabello del mismo color, mostraba en su rostro claros rastros de esfuerzo, lágrimas y sufrimiento mientras seguía las constantes instrucciones de la anciana: "Empuja, respira, mantente tranquila y sigue empujando. ¡Ni se te ocurra desmayarte!", gritaba la anciana constantemente.

Bajo la luz amarillenta de las velas, que iluminaban el vacío interior de la casa de una sola habitación, ambas mujeres se esforzaron durante lo que pareció una eternidad, hasta que finalmente la joven logró dar el último empujón.

El alivio instantáneo del dolor y la alegría desbordaron su ser, y su rostro no pudo evitar mostrar lo que probablemente fue la más pura de las sonrisas. La anciana, rápidamente, sacó al recién nacido de la andrajosa manta, todavía cubierto de sangre. "Es un niño", confirmó la anciana, dejando entrever cierto grado de desilusion.

La anciana colocó con cuidado al niño en los brazos de su madre, quien lo abrazó de inmediato con todo el amor del mundo.

"¿Cómo se va a llamar?", preguntó la anciana secamente, manteniendo un poco de distancia.

"Se va a llamar Gehrman, como su padre", respondió la joven, ahora convertida en madre, sonriendo.

La anciana no pudo evitar fruncir el ceño al escuchar esa respuesta, dejando ver su decepción. "¿No has tenido suficiente con que te abandonara?"

La joven, aunque levemente escuchó las palabras de la anciana, estaba completamente enfocada en su pequeño y lloroso hijo. Simplemente la miró sonriendo, sin inmutarse por lo que había dicho. "No me abandonó, simplemente emprendió una larga aventura. Sé que volverá", dijo, sin titubeos en su voz.

La anciana, tocada por cierta lástima por la joven, indecisa sobre qué decir, comenzó a acariciar su largo cabello castaño mientras miraba al recién nacido. "Está bien, si quieres confiar, confía en las palabras de ese malnacido pirata", murmuró, despreciando incluso sus propias palabras.

...

Bajo la luz anaranjada del atardecer, ya en su punto final, un pequeño niño, que apenas llegaba a los cinco años, corría lo más rápido posible hacia los brazos de una joven mujer. Al igual que su madre, el pequeño tenía un hermoso cabello castaño que brillaba bajo el sol, y junto con sus oscuros y profundos ojos castaños, estaba claro que eran madre e hijo.

"Mamá, mamá, ¿has visto qué rápido corro?" preguntó alegremente el niño, cubierto por los brazos de su madre. Ella, que había estado atenta a cada movimiento de su hijo, lo abrazó con aún más fuerza. "Lo he visto, eres muy rápido, cariño".

El niño, notando el fuerte abrazo de su madre, también apretó con fuerza hasta que, como era inevitable, se separaron.

"Cariño, ya casi es de noche, vamos a casa", dijo la amorosa madre mientras se levantaba y tomaba la mano de su hijo.

"Jooo, mamá, ¿en serio tienes que trabajar? No quiero quedarme solo", protestó el niño, sin dejar de seguirla, con la mano de ella firmemente agarrada.

"No te preocupes, cariño. Sabes que, una vez te duermas, despertarás conmigo a tu lado, como si nunca me hubiera ido", le respondió, dándole una sonrisa reconfortante.

Sin rechistar, el pequeño niño entró en la casa, seguido por su madre. Sabiendo lo que tenía que hacer, el niño se dirigió a una pequeña cama en una esquina de la casa, cubierta por una fina manta llena de parches. Subiéndose con torpeza, se acostó.

"Mamá, antes de irte, cuéntame una historia", dijo con voz suave.

Sonriente, su madre se acercó a él, colocándose de rodillas junto a la cama. "Dime, ¿qué historia quieres que te cuente?"

Pensativo, el pequeño se quedó en silencio durante unos segundos antes de responder: "La historia de mi padre", dijo con los ojos iluminados.

La madre, atenta a su petición, no dudó ni un momento antes de comenzar a acariciar la cabeza de su pequeño y abrir la boca para contarle lo que tantas veces le hizo escuchar.

"Nacido en Orthum, la capital de Arhituania, un pequeño y hermoso bebé fue abandonado frente a una iglesia que veneraba a Aphyr, la diosa del viento. Criado por la iglesia, tuvo la suerte de recibir un cálido hogar y una educación decente durante su infancia, aunque sin figuras paternas amorosas. Nunca logró sentirse verdaderamente unido a su hogar ni a la iglesia, lo que, con el tiempo, fue alimentando su creciente odio hacia ambas, así como hacia las casi infinitas reglas que debía seguir.

A los 16 años, con sus ojos verdes como esmeraldas y su cabello castaño como la tierra, alcanzó la mayoría de edad. No dudó ni un segundo: entregó un artefacto sagrado de la iglesia a un misterioso hombre, quien le ayudaría a escapar a Nirvanis, el país al norte de Arhituania. Sin embargo, tristemente, durante el camino fueron encontrados y atrapados por la iglesia. Perdona­ron su vida debido a su pasado en ella, pero lo exiliaron del país, obligándolo a vagar por el continente.

Pasaron algunos años, hasta que llegó al puerto Milin, donde fue aceptado por un recién iniciado capitán pirata. Con el tiempo, se convirtió en un hábil pirata, logrando formar su propia tripulación y viajando por el Mar Medio. Eventualmente, terminó en el puerto Sarajo, donde conoció a una amable mujer de la cual se enamoró.

Tristemente, los días pasaron y tuvo que volver al mar, pero no sin antes prometerle a su amada que regresaría."

Hablando con nostalgia, apenas se dio cuenta de que su pequeño ya se había dormido en algún momento. Sonriente, le dio un beso en la mejilla y se levantó. "Buenas noches, mi pequeño Gehrman", se despidió, antes de dirigirse a trabajar.

...

"¡Mamá, mamá, mira!", gritó el pequeño Gehrman, ya con casi diez años de edad, mientras entraba corriendo a la vieja casa de madera.

En el interior, en la única sala, su madre estaba sentada en la pequeña cama de la esquina. Su cuerpo, cubierto de vendas, permanecía quieto mientras miraba el mar a través de la ventana.

"¿Qué tengo que ver?", preguntó, forzando una sonrisa.

Al verla, la alegría de Gehrman se desvaneció de inmediato. Se acercó en silencio, con las manos escondidas tras la espalda.

"Conseguí esto en el puerto", susurró, sacando dos doradas de tamaño mediano.

"Vaya... muchas gracias. Esta noche tendremos una buena cena. Pero, ¿cómo las conseguiste?", preguntó ella, esforzándose por parecer realmente alegre, sin alarmarlo.

"Me las dio el señor Fran a cambio de ayudarle a cargar unas cuantas cajas", respondió con orgullo.

Al escucharlo, ella no pudo evitar sentirse aliviada. Por un momento temió que su hijo las hubiera robado. "¿Entonces, nos ponemos a preparar la cena?"

Con una sonrisa brillante, Gehrman asintió, y con mucho cuidado ayudó a su madre a levantarse de la cama. Su cuerpo estaba extremadamente delgado y pálido, su cabello había perdido gran parte de su densidad y brillo, y sus ojos ya no tenían la misma luz de antes. Estaba claramente muy enferma, y las vendas que cubrían su cuerpo hacían difícil ignorar la gravedad de su estado.

Con calma y paciencia, ambos desescamaron, destriparon, cortaron y cocinaron el pescado. Prepararon una sopa, ya que su madre no podía masticar por el dolor. Sentados uno frente al otro, con un cuenco de sopa cada uno y al calor de un pequeño fuego, comenzaron a comer.

Inquieto, Gehrman no podía evitar mirar a su madre. Sabía que estaba mal, aunque ella siempre se esforzaba en aparentar estar bien.

"Mamá... ¿cómo te encuentras?", preguntó, aún sabiendo la respuesta que recibiría.

"Estoy bien, cariño, solo me pica un poco", respondió con una sonrisa tan alegre como siempre.

Sin decir más, Gehrman comenzó a contarle todo lo que había hecho durante el día: cómo por la mañana se encontró con Alan para jugar, cómo después de comer fue al puerto a ver los grandes barcos atracar, y cómo de regreso vio al señor Fran cargando cajas en su restaurante y se ofreció a ayudar.

Feliz por ver la alegría en su hijo, la madre logró olvidar el dolor durante unos breves minutos, disfrutando de una cena que hacía tiempo no podían permitirse.

"¿Vamos a la cama?", preguntó Gehrman cuando terminaron de cenar.

"Claro, te sigo".

Ayudando a su delicada madre, ambos se acostaron en la única cama de la humilde casa, cubriéndose con cuidado bajo la fina manta para no rozar las vendas.

Abrazado a su madre y sintiendo el calor de su cuerpo, Gehrman cerró los ojos para dormirse.

"Oye, Gehrman... ¿no te alegra que ya no tenga que ir a trabajar?", susurró ella al oído.

"Preferiría que te fueras... si eso significara que estás bien, mamá", respondió él, sincero, desde lo más profundo de su corazón.

Al escuchar sus palabras, ella no pudo evitar abrazarlo con fuerza, ignorando el dolor que eso pudiera causarle. Gehrman, por su parte, sintió en su cuello pequeñas gotas de agua que venían del rostro de su madre. Sin decir nada, sus propios ojos se humedecieron también, y en silencio... se quedó dormido.

La mañana llegó en un abrir y cerrar de ojos. Mientras Gehrman despertaba, no pudo evitar girarse hacia su madre. Su rostro, sereno y pálido, descansaba plácidamente, como si estuviera en un sueño profundo.

Tratando de no despertarla, se levantó con cuidado y comenzó a preparar un pequeño desayuno con la comida que sus vecinos les daban para ayudarles en su situación.

Sonriendo, colocó el desayuno en una pequeña tabla que usaban como bandeja. Primero, el vaso de leche que no había podido calentar, ya que no podía encender fuego y luego unas tostadas de pan en finas láminas, rociadas con aceite y sal.

Orgulloso de su trabajo, no dudó ni un segundo antes de acercarse a su madre.

"Mamá, despierta... te he preparado el desayuno", susurró dulcemente al oído, como hacía siempre para despertarla.

Pero esta vez no recibió respuesta.

Extrañado, volvió a susurrar su nombre, aunque seguía sin obtener reacción alguna. Con cuidado, dejó la bandeja en el suelo, temiendo que dejarla sobre su cuerpo pudiera hacerle daño. Por tercera vez, se acercó a su oído, repitiendo con suavidad: "Mamá..."

El silencio persistía.

"Mamá... ¿estás bien?", preguntó al aire, con una inquietud creciente, mientras extendía sus pequeñas manos hacia su cabeza. En el instante en que sus dedos rozaron la mejilla de su madre, un escalofrío helado recorrió su cuerpo.

"Mamá... ¿por qué estás tan fría?", murmuró, con la voz temblorosa.

Asustado, no pudo evitar zarandearla levemente por el brazo, esperando que despertara. Pero este ya estaba frío, sin fuerza, sin vida.

Los ojos de Gehrman se llenaron de lágrimas. La desesperación lo invadió mientras comenzaba a sacudirla con más fuerza.

"¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!", gritaba una y otra vez, su voz desgarrándose entre el llanto, aferrado al último hilo de esperanza que le quedaba.

Los segundos se volvieron eternos entre grito y grito. Gehrman llamaba desesperadamente a su madre, sin saber qué hacer, qué decir, ni a quién acudir. Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras su voz, quebrada, solo podía gritar con toda la fuerza de su pequeño cuerpo, esperando un milagro.

Entre los sollozos y los gritos, escuchó cómo alguien golpeaba la puerta.

"¿¡Hay alguien ahí!? ¿¡Alicia, estás bien!? ¿¡Gehrman, estás ahí!?" se oía una voz desde el otro lado.

Sin pensarlo, con lo poco que le quedaba de energía, Gehrman corrió hasta la puerta y la abrió con manos temblorosas.

Frente a él se alzaba un hombre alto y delgado, vestido con ropas tan gastadas como las suyas. Apenas tenía cabello, y eso hacía que sus ojos, de un azul brillante, destacaran aún más.

"Señor Hume... mi mamá... mi mamá no despierta", dijo entre lágrimas el pequeño.

Sin decir una palabra, Hume entró apresuradamente. Sus ojos fueron directo a Alicia, recostada en la cama, con el rostro tranquilo de quien duerme. Pero la preocupación en su rostro creció al acercarse a ella. Con suavidad, le tocó el cuello... y en ese instante, el frío del cuerpo sin pulso de Alicia se apoderó de su mano.

Conteniendo el aliento, Hume cerró los ojos por un segundo y, en un gesto inevitable, subió con cuidado la manta hasta cubrir por completo a la madre de Gehrman.

"¡¿Qué haces?! ¡¿Por qué la tapas?! ¡Es porque tiene frío, ¿verdad?!", gritó el niño, dejando la puerta abierta para correr de nuevo junto a su madre.

Pero ya no se atrevía a bajar la manta. Solo pudo arrodillarse junto a ella, apoyando la frente sobre su cuerpo inmóvil, mientras el llanto lo arrasaba en silencio.

"Lo siento mucho...", susurró Hume con pesar, arrodillándose a su lado y posando una mano sobre su hombro.

"¡Mamá, mamá, mamá, despierta por favor! ¡Mamá, por favor, me portaré bien, te lo prometo! ¡Por favor, mamá!"