Capítulo 1: Incursión y Saqueo

Bajo la luz de la luna, que iluminaba el vasto cielo junto a las estrellas, se distinguía un pequeño pueblo costero. En una de las colinas de las afueras, unas pocas personas se habían reunido. Destacando entre el grupo, ardía un gran fuego que nacía de una caja de madera rectangular. Junto a él, las personas se disponían en un semicírculo, observando en silencio a una anciana que le daba la espalda al fuego.

El poco cabello blanco y delgado que le quedaba ondeaba al viento, dejando ver sus ojos azules como el hielo. En ellos podía verse la frustración, el dolor y la enorme necesidad de mantenerse firme.

"Alicia Zhorn... ¿Qué decir sobre ella?", comenzó a hablar la anciana, con la voz temblorosa. "Era tan alegre, fuerte y valiente. A pesar de llegar aquí siendo apenas una niña, traída por la trata y comprada por mi hermana, siempre se mantuvo firme y sonriente, luchando por aceptar el destino que, tristemente, le tocó vivir. Nunca odió a nadie por ello y guardó su sufrimiento para sí misma. Fui dura con ella... más aún después de que mi hermana se marchara y me tocara hacerme cargo del prostíbulo. Y aun así, nunca me mostró resentimiento, nunca trató de enfrentarse a mí. Era tan joven... y, aun así, tan fuerte."

La anciana hizo una pausa, luchando por mantener la compostura.

"Es en estos momentos cuando te das cuenta de cuántos arrepentimientos puedes acumular sin darte cuenta. Lo siento, Alicia. Siento haber sido fría y distante, cuando lo que más necesitabas era una figura que te apreciara. Lo lamento."

Sus ojos no pudieron sostener más la fachada de fortaleza, y las lágrimas comenzaron a descender por su rostro arrugado.

Atentas a sus palabras estaban once jóvenes de distintas edades, todas vestidas con el mismo sencillo vestido negro. Algunas de las más pequeñas lloraban abiertamente, abrazadas a las mayores, que, al igual que la anciana, trataban de mantenerse firmes. Durante largos minutos, todos permanecieron en silencio, observando cómo el fuego consumía lentamente el frío cuerpo de Alicia, con respeto y sin piedad.

A un lado, separado del resto, estaba un pequeño niño de cabello castaño que apenas alcanzaba los diez años. De sus ojos brotaban lágrimas incesantes, como si en su interior pudiera formarse un lago, pero ninguna de las jóvenes se atrevía a acercarse a consolarlo.

Con la garganta agotada de tanto gritar, Gehrman ya no podía emitir sonidos claros. Solo podía mirar, hipnotizado, el fuego que danzaba frente a él. Fue entonces cuando, a paso lento pero constante, la anciana se le acercó.

"Pequeño Zhorn...", murmuró con voz pesada, cargada de dolor, "lamento que ya no tengas un lugar al que volver. Pero, lamentablemente... no puedo permitir que un varón permanezca con nosotras."

Sus palabras, aunque duras, no eran ajenas al sufrimiento; se notaba que no era la primera vez que vivía una situación así.

Sin decir nada más, la anciana regresó junto a las jóvenes vestidas de negro. Juntas observaron cómo el fuego se calmaba lentamente, menguando su intensidad. El pequeño Gehrman, por su parte, incapaz de procesar todo lo que estaba ocurriendo, se limitó a seguir mirando las llamas a través de un velo de lágrimas infinitas.

Cuando el fuego finalmente se extinguió, las once mujeres y la anciana ya se habían marchado, dejando a Gehrman solo junto a los restos de ceniza que el fuego había dejado atrás. Su madre ya no estaba. Se había ido.

Él sabía que todo estaba mal, pero jamás se había imaginado en una situación así. Aunque escuchó las duras palabras de la anciana, su mente no logró procesarlas. Después de todo, en su corazón siempre entendió que, sin su madre, estaría completamente solo.

Sentado en el punto más alto de la colina, junto a las cenizas, ahora inseparables de los restos de la madera consumida, ya no le quedaban lágrimas que derramar. Pese a la soledad, el frío y el absoluto silencio que lo rodeaban, era incapaz de moverse. Solo podía observar el inmenso mar que se extendía ante sus ojos profundos y castaños, como si el vacío que sentía en su interior pudiera empequeñecerse ante la inmensidad del mundo.

Sin darse cuenta, su mirada se posó en una pequeña silueta que flotaba sobre el mar. Era un gran barco, de tres enormes velas que se curvaban al compás del viento. En su cima ondeaba una bandera, aunque, debido a la distancia y a la oscuridad de la noche, no logró distinguirla. Claramente, desde la cubierta salía la cálida luz de muchas ventanas, indicando que había vida en su interior.

Escuchando el susurro del viento y el débil, lejano romper de las olas, Gehrman continuó mirando hacia el horizonte. El cansancio, el dolor y la tristeza finalmente vencieron su resistencia, y poco a poco, sin siquiera percatarse, se quedó dormido allí mismo, junto a la apagada hoguera.

"¡Ayuda! ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Aaaaaaah! ¡Aaaaaaargg!"

El sol todavía no había salido del todo, tiñendo el cielo de un anaranjado amanecer, cuando, entre gritos y alaridos, Gehrman abrió los ojos, desconcertado.

Siguiendo la dirección de los gritos, su mirada se fijó en el puerto, donde había atracado un gran barco de madera del color de la piel más pálida. De él sobresalían tres enormes velas blancas que aún no habían sido recogidas. En su cima ondeaba una gran bandera azul oscuro, con el símbolo de un dragón devorándose su propia cola en dorado, que destacaba intensamente contra los tonos claros del barco.

"¡Hijo! ¡Corre! ¡Auxilio!"

Los gritos no cesaban. Provenían tanto de hombres como de mujeres, de jóvenes y de adultos, dejando claro el caos que se había desatado.

Moviendo su mirada hacia el muelle, Gehrman comprendió rápidamente la situación: al menos treinta hombres y mujeres, vestidos con ropas uniformes, camisetas y pantalones anchos de color castaño, bufandas y botas azul oscuro, el mismo tono que la bandera, atacaban a los habitantes. Todos blandían sables o ballestas, y dos de ellos incluso portaban enormes mazas de guerra.

Con los ojos abiertos de par en par, atrapado entre la sorpresa y el desconcierto, su mente comenzó a buscar desesperadamente un lugar seguro donde esconderse. Quedarse allí, a la vista de cualquiera que alzara la mirada, era un riesgo que no podía permitirse.

El único refugio que se le ocurrió fue su antigua casa. Sin dudar ni un segundo, se puso en pie y corrió hacia ella con todas sus fuerzas.

Corriendo lo más rápido que pudo, Gehrman observaba a su alrededor. Decenas de personas huían del muelle, ignorando los gritos desesperados que provenían de allí. Algunos se encerraban en sus casas; otros salían del pueblo sin mirar atrás, en dirección al bosque; algunos más intentaban escalar y esconderse en los tejados.

Gehrman, por su parte, no perdió ni un segundo en reconocer rostros conocidos: su único objetivo era llegar a su hogar.

Cuando llegó, la puerta ya estaba abierta. La anciana, al llevarse a su madre hacia el funeral, no se había molestado siquiera en cerrarla. Esta vez, Gehrman se aseguró de atrancarla con el pestillo antes de observar su alrededor, buscando desesperadamente un escondite. Solo encontró uno posible: el pequeño armario donde guardaban la ropa.

Cabiendo con dificultad, se ocultó dentro, quedándose en absoluta oscuridad, obligado a confiar solo en sus oídos. Conforme pasaban los minutos, los gritos de auxilio y dolor no cesaban. Las risas de los piratas se sentían cada vez más cercanas, y los fuertes golpes de puertas siendo derribadas resonaban en las cercanías de su casa.

El violento sonido de la puerta de su cabaña al ser forzada y golpeada contra la pared retumbó en sus oídos, helándole la sangre. Instintivamente, su respiración se volvió rápida y pesada. Gehrman tuvo que taparse la boca con las manos para no delatarse.

En ese momento, todos los ruidos exteriores desaparecieron para él cuando escuchó una voz grave y claramente alegre: "Buscad y agarrad cualquier cosa de valor."

Los pasos resonaron con fuerza dentro de la cabaña, seguidos por el estruendo de muebles y objetos rompiéndose sin piedad. Gehrman, esforzándose al límite por no hacer ruido, contuvo la respiración y cerró con fuerza los ojos, intentando borrar el miedo que lo sacudía por dentro.

Poco a poco, los pasos se acercaban al armario. El hombre tiraba al suelo todo lo que encontraba a su paso, buscando hasta en el último rincón, acercándose peligrosamente a su escondite.

Gehrman temblaba incontrolablemente. Su cuerpo, pequeño y vulnerable, no podía aguantar más la falta de aire ni el terror que lo invadía.

El armario se abrió de golpe, sus puertas arrancadas por la fuerza brutal del saqueador.

Temblando como un animal indefenso, Gehrman no pudo evitar abrir los ojos, deseando con todo su ser que solo fuese una pesadilla y que despertara junto a su madre. Pero la realidad fue aún más cruel: frente a él estaba un enorme hombre, vestido con ropas marrones anchas, bufanda y botas azul oscuro, el mismo color de la bandera.

El pirata lo miraba fríamente, sin un atisbo de compasión, sus ojos castaños oscuros clavados en el pequeño.

Antes de que Gehrman pudiera emitir un solo grito, el hombre estiró su brazo y lo agarró de la camiseta, levantándolo en el aire como si no pesara nada.

A pesar de sus patadas y de sus intentos desesperados por liberarse, Gehrman fue sacado de su casa, colgando en las manos del saqueador como un simple animal indefenso. "¡Capitán! ¡He encontrado a un crío!", gritó el hombre, arrastrándolo hacia el exterior.

Sin energías para seguir forcejeando, el pequeño Gehrman solo pudo seguir con la mirada la dirección hacia la que gritó el pirata, abriendo los ojos casi al instante.

Saliendo lentamente de una de las casas, emergió un hombre que destacaba entre los demás. Aunque vestía el mismo tipo de ropa, la suya era de un blanco impecable, contrastando con las bufandas, botas, capa y un sombrero en forma de barco de un azul verdoso que brillaba como si fuera metal. Sus ojos verdes como esmeraldas resplandecían con intensidad bajo su sucio cabello castaño, atravesado por una larga cicatriz que cruzaba desde la mejilla hasta el mentón.

De inmediato, las cientos de historias que su madre le había contado vinieron a su mente. El hombre que había protagonizado aquellas aventuras era idéntico al que ahora tenía delante. Ese hombre que su madre tantas veces le había descrito... ese hombre que, según ella, era su padre.

Sumido en sus pensamientos, no se percató de que el supuesto padre se había detenido frente a él, observándolo con frialdad. "Es solo un niño. Déjalo aquí, que se las apañe", dijo con voz dura y sin el menor atisbo de piedad.

Sin dudarlo, el fornido pirata soltó a Gehrman, provocando que cayera con fuerza al suelo.

"Esta zona ya está saqueada. Volvamos al barco y esperemos a los demás", ordenó el capitán con autoridad absoluta.

"¡Sí, capitán!", respondieron al unísono todos los piratas a su alrededor.

Gehrman, solo, los miró alejarse. Algo dentro de él, una sensación desconocida, nacida de la mezcla entre la desesperación y el coraje, lo impulsó a gritar. "¡Espera! ¡¿Quién eres?!"

Su voz, aún afónica por los gritos de la noche anterior, apenas rasgó el aire, pero fue suficiente.

Todos lo ignoraron, salvo el capitán, que se detuvo lentamente y, girándose, mostró una amplia sonrisa, como si disfrutara del momento. "Conocido como uno de los Ocho Diablos del Mar Medio, el vil y capaz capitán del Dragón Blanco... el Diablo Esmeralda, Gehrman Aphyrius."

El corazón del pequeño Gehrman se llenó de sentimientos encontrados: miedo, emoción, esperanza... Mientras el capitán se acercaba, su presencia resultaba abrumadora, como la de un depredador. "¿Por qué deseas saberlo, críajo?", preguntó firme, mirándolo desde arriba.

El pequeño Gehrman, temblando de miedo, no pudo evitar abrir la boca. Pese a todo, sus palabras salieron claras, sin titubeos. "Soy Gehrman Zhorn, hijo de Alicia... y creo que soy tu hijo."

El capitán soltó una carcajada breve, sorprendido por la osadía del niño. "¿Mi hijo?", repitió, alzando la cabeza como buscando en su memoria. "Alicia... aquí en el puerto Sarajo... Ah, sí, aquella puta tan inocente que me pidió que le contara mi vida", recordó finalmente con esfuerzo.

"Así que dices ser mi hijo... Curioso, cuanto menos. Es la primera vez que me pasa algo así", dijo antes de soltar una risa fuerte y ronca.

Entre carcajadas, se giró hacia uno de sus hombres. "Bromu, cógelo y llévalo al barco. Que Fhyl confirme esto."

La risa del capitán fue apagándose hasta quedar solo su seria y abrumadora mirada fija en Gehrman. "Tienes muy mala suerte, crío. Tenemos a una gran vidente con nosotros. Si resulta que mientes... puedes considerarte comida para los peces."