Cargado sobre los hombros del pirata llamado Bromu, e incapaz de resistirse, la mirada de Gehrman solo podía recorrer, confusa, la situación de su pueblo natal. Las calles, antaño vivas, ahora estaban vacías, a excepción de algunas pocas mujeres que lloraban desconsoladamente en los callejones, o de ciudadanos heridos, abandonados y desangrándose lentamente sobre el suelo.
Las casas, abiertas a la fuerza, mostraban interiores saqueados y destrozados, como si un huracán hubiera barrido todo a su paso.
El silencio era inexistente: las graves risas de los piratas, resonando por todo el puerto, declaraban el éxito de su incursión mientras montaban una fiesta llena de alcohol y salvajismo.
Conforme se acercaban al barco, este se alzaba ante Gehrman como un coloso. Sus casi noventa metros de largo parecían infinitos ante su pequeño tamaño, y su altura, varias veces superior a la de cualquier casa del pueblo, imponía un respeto inmediato.
El blanco de su pintura brillaba sin piedad bajo el sol, cegando a quien lo mirara sin cuidado. Y en lo más alto, la bandera azul oscuro ondeaba poderosa, dejando ver el dragón dorado devorándose a sí mismo, como un sol radiante que dominaba el puerto.
Sin perder tiempo, el grupo dirigido por Gehrman Aphyrius se plantó al final del muelle. El capitán, con voz fuerte y sin vergüenza alguna, gritó:
"Bajad la pasarela."
Como si hubiese estado preparada de antemano, una joven mujer, vestida como todos los piratas presentes, respondió de inmediato. Sin ayuda y con alarde de fuerza, arrastró lentamente una gruesa tabla de madera que acabó conectando el barco con el muelle.
Girando apenas la cabeza, el capitán observó a los cuatro hombres que lo acompañaban. Su mirada se detuvo en el hombro de Bromu, donde colgaba, como un saco de patatas, el pequeño Gehrman.
"Vamos", ordenó impasible.
Sin abrir la boca, los hombres obedecieron y siguieron al capitán.
Al subir a la cubierta, Gehrman sintió la diferencia bajo sus pies: la madera clara del barco era firme y resistente, mucho más sólida que la del viejo muelle.
"Bajadlo", ordenó el capitán.
Mientras Gehrman, absorto, observaba cualquier objeto en la cubierta, volvió en sí al escuchar la orden. Reprimió su instinto de salir corriendo en cuanto lo soltaran.
"Podéis iros. El resto del día es libre", sentenció el capitán, dejando de mirarles inmediatamente después y enfocando su atención en el pequeño, que ahora estaba tímidamente de pie en medio de la clara cubierta.
Los piratas se miraron entre ellos, visiblemente iluminados por la noticia. Tras un fuerte "¡Sí!" de celebración, volvieron apresuradamente al muelle, ansiosos por inflarse a beber con sus compañeros.
Solo entonces, Gehrman se atrevió a observar con más detalle a su alrededor. A su derecha, una mujer estaba sentada, dormida y abrazando una botella de licor. Exceptuándola, estaba completamente solo junto a su supuesto padre.
El peso de la soledad, el miedo y el nerviosismo cayó sobre él como un manto, haciéndole temblar levemente mientras observaba al capitan del barco.
Con tranquilidad, Aphyrius se acercó al pequeño, quien, incapaz de moverse, solo pudo observar cómo el capitán se aproximaba lentamente. Cuando Aphyrius colocó su mano sobre su hombro, un escalofrío recorrió todo el cuerpo de Gehrman. No era un gesto de compañía ni de consuelo; era un gesto de dominio, de dejarle claro quién estaba al mando.
"Sígueme criajo", ordenó el capitán con voz firme, sin necesidad de levantarla.
Sin darle más atención, Aphyrius fijó sus intensos ojos esmeralda en una pequeña puerta ubicada a la izquierda del castillo de popa, y comenzó a caminar con paso decidido hacia ella.
Sin soltar el hombro del pequeño, Aphyrius lo obligó a seguir su ritmo.
La puerta hacia la que se dirigían, aunque también era de madera, estaba teñida con una amalgama de colores pastel que destacaban no solo frente a la doble puerta de su izquierda, sino en todo el barco.
Con cuatro golpes secos, Aphyrius tocó la puerta, manteniendo su mano firme en el hombro del niño. Su mirada no abandonaba a Gehrman, quien, incapaz de disimular su nerviosismo, sentía su cuerpo rígido como una tabla.
Tras unos segundos de silencio, una voz femenina se escuchó desde el interior.
"Pasa, pequeño."
La voz, extremadamente dulce y suave, envolvió a Gehrman como una caricia, logrando apaciguar en gran medida su temblor, al menos lo justo para que dejara de sacudirse de miedo.
Con el permiso concedido, el capitan comenzó a abrir la puerta lentamente. Por primera vez dejó de mirarlo, y, cuando la puerta estuvo abierta a la mitad, se inclinó y susurró, seco y sin piedad:
"Apañatelas."
Sin darle tiempo de reaccionar, soltó su hombro y colocó su mano en su espalda, empujándolo sin contemplaciones al interior de la habitación.
A Gehrman le costó acostumbrarse a la oscuridad. Solo sintió, tras él, el sonido de la puerta cerrándose, dejándolo completamente solo.
Poco a poco, sus ojos comenzaron a adaptarse a la penumbra, permitiéndole distinguir la figura de la mujer que tenía frente a él: la supuesta vidente, Fhyl.
Nervioso, incapaz de alzar la mirada, apenas pudo observar su cuerpo. Estaba sentada en el suelo, con las piernas dobladas elegantemente bajo sí misma. Vestía un ligero vestido de cuerpo completo, de un azul pastel suave. Su figura era delgada y elegante, su piel blanca como la nieve y visiblemente suave, detalles que difícilmente uno asociaría a la vida dura del mar o a los piratas.
"No tengas miedo, pequeño", habló la mujer con una voz tan suave y agradable que parecía acariciar el aire.
Como si se tratara de un abrazo invisible, la voz de Fhyl envolvió una vez más el cuerpo de Gehrman, ayudándolo a tranquilizarse aún más. Con timidez, alzó finalmente la mirada y pudo observar, por primera vez, todo su entorno.
La habitación estaba repleta de armarios rebosantes de libros y artilugios extraños. Pero lo que más destacaba era una esfera misteriosa, envuelta en una fina tela roja, que descansaba en una pequeña mesa justo frente a Fhyl. Algo en aquella esfera parecía llamarlo, una atracción irresistible que despertaba una intensa curiosidad en su interior.
Sentada tras la esfera, Fhyl sonreía cálidamente al pequeño Gehrman.Su rostro, de rasgos delicados, parecía digno de aparecer en historias sobre dioses de la belleza. Su cabello, largo hasta el suelo, era de un verde claro, similar al color del césped en primavera, idéntico al tono de sus ojos.
Estos, sin pupila, revelaban a simple vista su ceguera. Sin embargo, Fhyl los mantenía abiertos sin temor, sin vergüenza, como si desafiara al mundo a mirarlos.
Observándola, hipnotizado por su belleza, las palabras apenas salían de la boca del pequeño. "Yo..., yo..., verás..." tartamudeaba inconscientemente.
Manteniendo su aura cálida y agradable, Fhyl se levantó con cuidado para acercarse al indeciso, pero ahora tranquilo, Gehrman. Agachándose frente a él para estar cara a cara, acarició su cabello con delicadeza. "No hace falta que hables, sé a qué has venido, Gehrman", dijo con una voz idéntica a la de antes. Esa caricia en el cabello, sumada al tono sereno, logró que dejara de tartamudear y dudar, permitiéndole, por fin, tener un pensamiento claro.
"¿Entonces..., él es realmente mi padre...?" preguntó, indeciso pero sin titubeos, mientras su mente no podía evitar imaginarse como comida para peces.
Dejando de acariciar su cabello, Fhyl lo observó en silencio con sus ojos verdes, sin pupila, durante unos segundos. "Es cierto que es tu padre", respondió tranquila, sin que su sonrisa se desdibujara en lo más mínimo.
En ese instante, las emociones de Gehrman se dividieron en demasiadas ramas: sorpresa, alegría, esperanza... Después de todo, había encontrado a su padre. Esa persona que, aunque no resultó ser como la había imaginado a través de las historias de su madre, era él.
Pero también se llenó de dolor, duda y desconcierto. La pérdida de su madre había sido apenas un día atrás. Su pueblo y hogar habían sido arrastrados, y aunque le hubieran negado pertenecer a ese lugar, seguía sintiéndose parte de él. Si bien no había visto a nadie conocido sufriendo durante el ataque, sí había visto a desconocidos. Y eso, aunque en menor medida, también lo había afectado. Y todo había sido causado por los piratas de su padre.
Fhyl, en silencio y junto al pequeño, que claramente se había sumido en sus pensamientos con los ojos bien abiertos, se levantó y se acercó a la puerta, abriéndola sin cuidado. A su lado, apoyado en la pared, con el sombrero en forma de barco cubriéndole la cara, estaba Gehrman Aphyrius, esperando las noticias.
Levantando el sombrero con un dedo, observó a Fhyl con sus ojos esmeralda. "¿Y bien?", preguntó.
Sin achantarse por la mirada de su capitán, Fhyl lo observó también, con frialdad, con sus ojos sin pupila. "Es tu hijo", respondió sin un atisbo de duda.
Sorprendido por la respuesta, no pudo evitar arrastrarse la mano en descenso por todo el rostro. "Ya veo... Dile que salga", dijo tras un largo suspiro, claramente pensativo.
Volviendo al interior de la habitación, Fhyl observó al pequeño, que ya había salido de sus pensamientos y la miraba con sus profundos y oscuros ojos castaños. Sonriente y tranquila, se apartó de la puerta, invitándolo a salir.
Gehrman, sintiendo seguridad por la presencia de Fhyl, salió con cuidado, observando instantáneamente a su padre, que seguía apoyado en la pared. "Así que sí eres mi hijo", dijo el capitán secamente.
"Sí...", respondió el pequeño, sin saber qué más decir.
Mostrándose aún frío, pero claramente diferente, el vil capitán Gehrman Aphyrius se arrodilló sobre una de sus piernas, mirando por primera vez a la cara de su repentino hijo. "¿Qué hay de tu madre?" preguntó, manteniendo su voz seca.
Sorprendido por la acción de su inesperado padre y por la mirada esmeralda que parecía observar la finitud de su alma, no pudo evitar ceder y responder con sinceridad. "Ella ya no está", dijo, claramente afectado por ello.
"¿Cuándo fue?" siguió preguntando, a pesar de que era evidente que el pequeño no quería hablar del tema.
Gehrman giró la cabeza para mirar a Fhyl, quien durante todo este tiempo había sido la única en mostrarle afecto. Buscaba tranquilizarse antes de responder nuevamente. Con su elegancia y belleza, ella permanecía en la puerta abierta, a mitad de camino entre la cubierta y su habitación. Estaba de pie, sin apoyarse en ningún lado, manteniendo su sonrisa y su ciega mirada fija en el punto exacto entre los dos.
"Ayer por la mañana", respondió tras un pequeño silencio, en el que se obligó a contener las lágrimas al recordar el momento.
"Ya veo... las casualidades que tiene la vida..." murmuró el capitán. "Sé cómo funcionan estos casos. Dime, crío, ¿tienes a dónde ir?". Su tono había cambiado. Ya no era el del pirata distante y cruel, sino el de alguien que hablaba desde cierta experiencia.
Extrañado por las palabras de su padre pues, por alguna razón, habían dejado de sonar frías y lejanas. Solo pudo responder tras respirar unas pocas veces. "No."
Alzándose, y sintiendo que posiblemente se arrepentiría de ello, Gehrman Aphyrius señaló una escalera al fondo de la cubierta antes de hablar con determinación y seriedad.
"Te unes a la tripulación. No eres mi hijo, eres un grumete más. El camarote 16 está libre, allí debería haber una muda de ropa. Póntela, aunque te venga enorme. Tienes diez minutos. ¿Queda claro?". Ordenó con firmeza, sin dejarle al pequeño la opción de negarse.
El pequeño Gehrman observó a su padre como un conejo mira a un gigante. Dudoso, volvió a mirar a Fhyl, quien agitaba la muñeca de arriba abajo, indicándole que fuera. "¡Sí!" respondió, antes de irse corriendo a bajar las escaleras.
Observando la espalda del niño, notó cómo una mano blanca y delicada se posaba sobre su hombro. "Sabía que acabaría así desde que entró en la habitación. Pero, ¿tú sabes el porqué?"
Preguntó Fhyl con su voz relajada y cálida.
Tras pensarlo un poco y sin mirarla, el capitán respondió. "Supongo que el vacío en mi interior por la falta de unos padres, pese a mi añoranza por ellos, no me deja permitir que un crío pase por lo mismo." Respondió con duda, sin estar seguro de si esa era realmente la razón.
Fhyl, manteniéndose serena y tranquila, continuó tras su respuesta. "¿Qué diferencia hay entre él y las decenas de niños que has dejado sin familia, ya sea de forma directa o indirecta?"
Sintiendo la frialdad de las palabras de su vidente, no pudo evitar chasquear los dientes y aceptar sus propios pensamientos. "Él es mi hijo", respondió, reconociendo lo hipócrita de su acción.
Sin juzgar su respuesta, Fhyl sonrió, retiró su mano del hombro del capitán y se marchó a su camarote, no sin antes decirle unas últimas palabras. "Hacía mucho tiempo que no me decías algo tan sincero."